Por el poder de las manos

Por Esteban Ierardo

Pintura del artista mexicano Diego Rivera dedicada al Dr. Clarence Moore, un cirujano prestigioso de Los Ángeles. No representó su rostro, sino sus manos. Museo San Diego Museum of Art, San Diego, California.

Claude Lévi-Strauss dedicó una de sus grandes conferencias al elogio del trabajo manual. El tema propuesto por el gran antropólogo francés merece su consideración. Repensar la acción, tantas veces subestimada, de las manos que trabajan.

Las manos fueron motivo de fuerte interés artístico en Durero. Pero la genialidad de sus dibujos recrean unas manos orantes. En 1989, el artista ecuatoriano Eduardo Kingman, el llamado pintor de las manos, pintó «Lugar natal», en la que unas manos huesudas, sufridas, ásperas, rodean el pueblo de su nacimiento, Zaruma, conocido como el “Pueblo Mágico del Ecuador”, símbolo del fruto del trabajo que construye con sudor, pero que también acaricia con ternura lo construido. En la pintura de 1940 de Diego Ribera sobre el cirujano Clarence Moore, el gran artista mexicano lo representa a través de sus manos que sugieren precisión y firmeza en su manejo del escalpelo. Otro ejemplo artístico que se acerca a las manos que trabajan en la historia, algo que Colón, interpretado por Gérard Depardieu, recuerda en el film de Ridley Scott, 1492: la conquista del paraíso. Sobre el final de la película, el controvertido descubridor y conquistador se encuentra con Gabriel Sánchez, aristócrata y tesorero del Rey. Ambos dialogan ante la vista de una ciudad española. Y Colón, mirando la urbe, le pregunta: «¿Sabes cuál es la diferencia entre nosotros?» «No». «Yo la hice». Es decir, la gente plebeya, la de la acción, del trabajo manual, con sus manos levantó, y levanta, las ciudades. Un trabajo que circula en el tiempo con paso impersonal y anónimo.

Por eso, el gran dramaturgo y teórico del teatro marxista, Bertolt Brecht, se lamentaba de que nadie recordara los anónimos constructores de la Tebas de las Siete Puertas. Es decir, no hay memoria de los que levantaron aquella ciudad piedra sobre piedra. En el mundo antiguo, se dice que tal personaje histórico o mitológico fundó tal ciudad, o tal imperio. Pero lo que se atribuye a uno o unos pocos, oculta la acción constructora de una multitud de trabajadores. Las ciudades o los imperios, sus casas, calles, muros, y demás establecimientos, siempre fueron resultado de las manos que construyeron la estructura material de las culturas.

En la historia de la humanidad las grandes construcciones son atribuidas a una minoría de reyes, gobernantes o arquitectos. La memoria histórica registra el protagonismo de los sujetos del poder. Los que sufrieron bajo su férula, solo existen por la perdurabilidad de sus obras no reconocidas.

Pero este proceso de exclusión no pertenece sólo al pasado; se extiende y multiplica también en el presente. Todas las obras visibles del ser humano, no importa cuáles sean, las torres de Dubai, las ciudades y los campos arados, las computadoras de última generación, todo es efecto del trabajo manual.

Decimos que tal edificio es de tal arquitecto o la obra de tal gobierno. El arquitecto diseña, crea un plano o dibujo, como modelo previo necesario para la plasmación posterior de la obra; en el caso de las obras públicas, un gobierno decide su construcción y gestiona fondos. Pero el paso del plano arquitectónico o la gestión gubernamental a la realidad visible, sólo se consuma por la indispensable mediación del poder de las manos.

La nobleza del trabajo de las manos, en contra de la interpretación romántica, no es reductible a las culturas rurales, fuertemente asociadas al labrado de la tierra o la tradición de los oficios artesanales. Porque por la trascendencia del trabajo manual, toda cultura, la urbana o rural, están igualmente atravesadas por la manualidad como condición necesaria para su existencia misma. Detrás de toda creación humana está la acción de manos que trabajaron. Aun en el caso de la tecnología de la inteligencia artificial. Todo el hardware y software que implica, como el proceso de ensamblaje de chips o el ingreso de datos para su dinámica de autoaprendizaje, necesitan primero de la magia de los dedos.

En la Grecia Antigua, el trabajo manual era despreciado. Una cuestión de esclavos, un destino inferior para los incapacitados, “por naturaleza”, para ejercer derechos de ciudadanía política o acceder al pensamiento abstracto. De aquí nace la intelectualidad como supuesta antítesis de la manualidad. Este conflicto nace de una construcción social en la que un sector imbuido de poder y privilegios relega el trabajo, necesario pero devaluado, a los sectores populares subordinados.

Lo teórico y lo abstracto no son lo opuesto de la manualidad sino dos momentos conectados en la unidad dialéctica superior de la acción. En esta unidad, la acción observable del sapiens, su actividad en lo físico, es resultado de algún conocimiento técnico o intelectual previo. Nadie fabricó una casa sin algún conocimiento que, aunque pudiera surgir de la experiencia práctica, antes de su aplicación no hubiera sido regulado por la mente. La mano es aliada del cerebro, no su contrario.

Aun la más compleja fórmula matemática en pos de demostrar la teoría de las cuerdas, por ejemplo, depende de soportes materiales para su explicitación, desde un lápiz y un papel, una pizarra y una tiza, o la pantalla electrónica de un sofisticado computador.

Para que el intelecto pudiera independizarse completamente de las manos, sería precisa una existencia futura puramente mental; o solo gestionada, completamente, en lo físico, por los robots. Lo cual es muy improbable. Por lo que el pensamiento complejo en algún momento desciende a los dedos para, por las manos humanas, dar realidad física a lo que primero fue contenido mental. Incluso la cultura virtual depende de lugares físicos de acumulación de datos. El software no podrá separarse del hardware.

La importancia de la manualidad es confirmada por cualquier arte. No hay arte que no esté fuertemente mediatizado por acciones manuales. Las pinceladas en la pintura; los golpes de cincel en la escultura (habría que recordar a Miguel Ángel golpeando fieramente la piedra para extraer de ella al David); la manipulación de cemento, ladrillos u otros materiales en la arquitectura, desde su función de vivienda o su valor artístico o decorativo; e incluso la poesía o la literatura, no serían sin la acción de una mano que trabaja o escribe sobre distintos tipos de soporte. Y la difusión de la escritura artística, y de toda escritura, necesita de procesos manuales indispensables como la fabricación del papel o las imprentas, o el escribir en las computadoras para su almacenamiento digital.

Nada es sin el trabajo manual. Dirigidas por el pensamiento, las manos son la fuerza universal del hombre para modelar su entorno y producir sus artefactos, incluso, hoy, los robots, cada vez más avanzados, y la IA.

Un camino que el mito reconoce: en un inicio, por el fuego, donado por Prometeo a los hombres, se abandona la inmediatez natural y se construye la civilización. Por el fuego, y por las manos en acción, se pudo conseguir combinaciones de metales, y hacer herramientas, armas y ropa. El trabajo civilizador.

En el cuerpo del hombre la fuerza del trabajo manual se concentra principalmente en sus manos y brazos. Y el trabajar humano tiene como modelo al mundo natural. En la naturaleza, el sol trabaja en la generación de la luz, las plantas en la fotosíntesis, el viento trabaja para trasportar las semillas de las plantas y árboles para que éstas germinen por doquier; los animales trabajan para conseguir su alimento; o el agua hace su labor fertilizante en el mundo vegetal y facilita el proceso biológico de la vida en el cuerpo humano.

Visto así, el trabajo manual es continuación del trabajo previo de los procesos naturales. Entre la construcción humana de artificios y lo meramente natural, hay una distinción de ámbitos. Pero no de modos. Todo trabaja y libera energía. Por el trabajo humano en todas sus esferas, la naturaleza se diversifica en la creación de nuevas diferencias.

Y en la travesía humana, el trabajo está en el origen de lo mejor y de lo peor; lo mejor: lo que permite que los pensamientos salgan fuera de sí para saltar a la realidad física y transformarla; lo peor: cuando los frutos del trabajo son apropiados y alienados dentro de la trama oscura de su explotación (proceso en el que la crítica marxista y frankfurtiana a la alienación destacan una degradación innegable).

Pero en su mejor expresión, el trabajo recuerda que la combinación de esfuerzo e inteligencia es necesaria para la construcción. Todo lo creado por el hombre necesitó de las manos para ser. Sin la mediación de las manos, la Voyager I que ya ha dejado nuestro sistema solar y que viaja hacia lo insondable del cosmos, nunca hubiera llegado allí; por las manos se fabrican los robots, y los brazos robóticos que adelantan la liberación de la fuerza manual para otras tareas en el tecno mundo dinámico y complejo, como el propio mantenimiento de la tecnología de vanguardia.

Por el poder de las manos la mente humana se supera. Se proyecta hacia las formas que esperan su momento. El momento de emerger en la corriente del tiempo.

“Lugar natal” (1989), de Eduardo Kingman. Oleo sobre lienzo, en el Banco Interamericano de Desarrollo, Washington, EE.UU.

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