Por Esteban Ierardo

El film Goya en Burdeos (1999) del reconocido director español Carlos Saura narra los días finales del pintor de Fundetodos en la ciudad francesa que cobijó a los liberales españoles exiliados. Tradicionalmente Francisco de Goya es presentado como exponente de un romanticismo denostador de la razón, cuyo febril sueño crea monstruos. Simplificada visión del genio español. Goya exploró cavernas irracionales del horror, pero desde la luz de la razón.
Goya dejó su marca profunda en la historia del arte moderno. Vivió en la dualidad del pintor de corte y el pintor privado, el verdadero, el que no pinta ya a personajes cortesanos por encargo sino su propia visión de la realidad horrorosa que le tocó presenciar en la España del siglo XIX. Goya fue contemporáneo de la España invadida por Napoleón; de la superstición, la Inquisición, la aristocracia parasitaria, la miseria y el atraso. Goya adhirió a la fe ilustrada en la razón y mostró su genialidad personal mediante sus célebres «pinturas negras», o sus series de grabados Los caprichos, Los desastres de la guerra, Los disparates, Los toros de Burdeos.
El reconocido cineasta español Carlos Saura emprendió el desafío de recrear la pasión y el arte de su compatriota. Su lectura fílmica del genio goyesco se abre con talento a un mundo de símbolos, saltos temporales y salidas de lo convencional. El Goya en Burdeos es así una lograda interpenetración de cine y pintura y una valiosa recreación alternativa de una vida artística.
El artista percibe el sufrimiento humano. Y el dolor demanda colores para gemir, necesita de tonos sombríos, de figuras revulsivas. El dolor y los pozos oscuros necesitan de Goya. Y Saura precisa encontrar la narración y los símbolos para expresar su alucinación creadora.
El film Goya en Burdeos (1999), Carlos Saura narra los días finales del pintor de Fundetodos en la ciudad francesa que cobijó a los liberales españoles exiliados. Tradicionalmente Goya es presentado como exponente de un romanticismo denostador de la razón, cuyo febril sueño crea monstruos. Simplificada visión del genio español. Goya exploró cavernas irracionales del horror, pero desde la luz de la razón. Es el Goya ilustrado, adherente al ideario liberal de Gaspar Melchor de Jovellanos. En Goya, la pasión por la razón es repudio del dogmatismo eclesiástico, de la tiranía de la monarquía absolutista. La comprensión racional es un medio para advertir, sin engaños ni consuelos, la miseria, el hambre, el atraso e ignorancia de la España del siglo XIX.
En 1808, Napoleón invade España. Carlos IV, y luego su hijo Fernando VII, sufren la humillación de Bayona. José, hermano del vencedor de Austerlitz, es nuevo rey de España. Los liberales apoyan la promesa gala de la Ilustración. Por eso, deben tolerar la invasión de su propio suelo. Goya, como otros ilustrados, sufre la contradicción entre el deseo de una España libre y la ocupación extranjera.
En Burdeos, Goya (Francisco Rabal) convive con Leocadia Weiss (Eulalia Ramón) y con la hija de ambos, Rosario (Dafne Fernández). Para la bella joven, el octogenario pintor desenrolla un relato de recuerdos: sus inicios como pintor de corte, las intrigas y competencias, el tedio de las pinturas por encargo de personajes insulsos, el hechizo de la duquesa de Alba (Maribel Verdú).
El descenso de Goya hacia los ríos turbulentos comienza con su misteriosa enfermedad de 1792. El Goya joven (José Coronado) convalece y sufre el estigma de la sordera y una molestia espantosa que horada su estómago y cerebro.
Pero el Goya de Saura no sólo recuerda. Comprende también lo vivido. Y es el que sabe que sus imágenes artísticas son ideas, por las que traspasa lo inmediato y entreve el horror o las posibilidades de la creación. La mirada del artista traspasa la inmediatez, y convierte las formas, que pueden ocultar o tapar, en superficies de una tenue y borrosa trasparencia. Goya camina detrás de paredes que ya no ocultan su forma, sino que se dejan entrever por el espectador. En el film del director de Ana y los lobos, las formas sólidas se adelgazan y trasparentan. El Goya de Saura instaura un régimen de transparencias. Las paredes son transparentes porque las formas también lo son para la mirada artística. Situación que nos hace recordar La condición humana, la pintura de Magritte donde un lienzo en un caballete es una translúcida superficie que deja ver un mar que se extiende detrás.
Y para el Goya de Saura, la comprensión de lo vivido sigue un camino simbólico. El derrotero de una espiral que el artista traza al comienzo.
Lo horroroso domina las primeras imágenes del film. El lento deambular de la cámara a través de tonalidades rojizas nos conduce hasta una res. La vaca, el animal generoso que da alimento al hombre, padece primero el horror de su cuchillo; la vejación de la mutilación. La carne despedazada, la fealdad de las costillas abiertas, ¿un recuerdo de la res colgante de Rembrant o de lo grotesco en Bacon? En el centro de la res irrumpe por primera vez el rostro del pintor máximo de la España decimonónica.
El Goya verdadero nace con la expresión del horror. En sus Caprichos, mediante el dibujo, el ingenio y la técnica del grabado, fustiga la hipocresía del clero, el parasitismo de la aristocracia, la falsedad de las convenciones sociales, del matrimonio, o de las ínfulas del saber médico. Y el Goya lúcido espectador de lo horroroso pinta los fusilamientos del 2 de mayo de 1808, tras la sublevación española en Madrid. Y dibuja Los desastres de la guerra. La tétrica serie de grabados donde se apelotonan españoles fusilados, soldados franceses masacrados, un liberal arrastrado por la furia popular, una joven que dispara un cañón. Es el artista que cala en la barbarie de lo bélico, y que intuye que su furia destructora volverá en el futuro, tal como aconteció con la España de la Guerra Civil en el siglo XX.

Y el artista sordo le propone a Rosario un ejercicio de la escucha. El cerrar los ojos priva de la visión directa de los volúmenes, pero no inhibe una percepción más fina de los sonidos; sonidos que acuden con más rapidez que las imágenes; llegan con la sola fuerza de las vibraciones. Rosario dice primero escuchar voces lejanas o un niño que llora. Pero el artista la reprende. Es otra cosa lo que hay que escuchar. Hay que escuchar los sonidos de lamentos, los gritos de dolor, el balbucear agónico de los moribundos, el tronar de cañones y fusiles. Las canteras del sufrimiento, casi siempre escondidas, estallan en el oído sensible del pintor español; en los tímpanos salvajes del artista sordo; sordo sólo para algunas estridencias o susurros. Pero receptivo diapasón de las voces grotescas del horror.
El artista escucha el ser sufriente. Y Goya recuerda junto a Rosario cuando ella era una niña y compartían sus días en la Quinta del Sordo, la casa que el pintor compró en las afueras de Madrid, como hogar y refugio. Allí, cruje una tormenta. Las ventanas ceden ante unas ráfagas chillonas. Goya pinta sus pinturas negras. Rosario le habla de un perro rabioso que soñó, y que relaciona con el can que parece hundirse en una tierra sulfúrea y misteriosa en una de las obras de su padre. Goya pinta con un sombrero negro, circundado por velas. De sus pinceles brotan dos hombres que se demuelen a palos, y se hunden en la arena. Y surge el Cronos que devora a sus hijos; el coloso que se yergue en el cielo con sus puños en desafiante actitud de pugilato; las brujas que se reúnen en aquelarre.
El enigma de lo infernal debe adquirir visibilidad. El horror persigue y sofoca al pintor alucinado. Al artista lo asalta el apremio por crear algo bello por lo horroso; una belleza siniestra. Y el pintor siente el violento regreso del dolor, la oscuridad que grita. En sus tímpanos, en sus oídos, se revientan las flechas de un sonido agudo y enloquecedor. El anuncio feroz de que lo visitan ya no sólo sonidos e imágenes de horror. Ahora llegan también las criaturas demoníacas, con sus rostros deformes, con sus facciones afiebradas por una fuerza sobrenatural. Los seres infernales son demasiados poderosos como para manifestarse únicamente en la quietud bidimensional de un lienzo. Por lo que ahora caminan, susurran, murmuran, gesticulan en el aire. Y rodean al artista desnudo, indefenso, ante las corrientes del mal. El mal que traspasa la historia.
Un pintor siempre asciende por las escaleras holladas por algún pintor anterior. Goya admira a Rembrant. Y a Velázquez. Saura nos muestra al Goya que contempla Las meninas, la gran obra del maestro sevillano. Se deslumbra ante la pintura de una imagen reflejada en un espejo, donde palpita la infanta Margarita, unas jóvenes damas de corte, una enana y un enano, un perro, y el propio Velázquez que ve todo en un espejo; y, en otro espejo, sobre el fondo, se dejan ver los rostros de Felipe IV y la reina Mariana.
La imagen pictórica no reproduce la inmediatez visible. Elabora una espacialidad especular diferente al espacio inmediato. Los espejos y la ilusión son un recurso que emplea también Godoy, el político intrigante, el enemigo de los impulsos liberales, cuando muestra en un mismo lugar, a un grupo de aristócratas sorprendidos, La maja vestida y, luego, La maja desnuda, la duquesa de alba, convertida en belleza inmortal por el genio goyesco.
Múltiples pinturas son reflejadas por la cámara de Saura. La fotografía de Vittorio Storaro contribuye con eficacia a esta tarea. Algunos lienzos son tableau vivant; es decir, imágenes representadas por actores en el encuadre; en este caso por La Fura Del Baus.
Tras el impacto del genio de Velázquez, el Goya de Saura camina y medita sobre el sentido de la auténtica pintura. La pintura es acceso a otra realidad; lo pictórico es un «espejo deformante de la vida».
El arte no busca el milagro, aunque pueda evocar algún acto milagroso. Saura aborda la meticulosa recreación goyesca del milagro de San Antonio de Padua. La realidad de su historia depende de la fe. Pero Goya es ilustrado. Es militante de la razón que critica la superstición. El pintor confía en una racionalidad liberadora; confianza que lo iguala a Jovellanos, y a Moratín (Joaquín Climent), el autor de El sí de las niñas, con quien comparte encuentros de camaradería de los exiliados en Burdeos.
Lo otro de la razón de Goya no es la fe que da visos de autenticidad al milagro, sino la fantasía. La fantasía compenetrada con la razón es parte del arte capaz de romper nuestra cárcel tempo-espacial.
El artista medita en el sentido del arte deambulando de nuevo por un túnel. Túnel-galería decorado en sus costados por personajes cortesanos que no merecían permanecer, pero que tenían el dinero y el poder para demandar su inmortalidad al pintor de corte. El Goya joven camina dentro de la tensión de los contrastes. El túnel le recuerda el arte falso de la corte, y también lo baña con la claridad de lo que el arte debe ser. Y esta certeza la discute con el Goya viejo. Cruces de tiempo, desdoblamientos del artista en su condición de joven y hombre anciano. Dos que son uno y que dialogan, tal como ocurre en «El otro», el cuento de Borges del Libro de Arena. Pero en el diálogo del joven y el viejo Borges hay desacuerdo, extrañeza, distancias y disonancias. La desdoblada comunicación de Goya consigo mismo es comprensión de lo vivido y autoconsuelo.
Los túneles, los pasillos, son lugares de aperturas y trasparencias. La materia se hace siempre trasparente cuando los personajes del film avanzan por pasillos y túneles. Luego de trazar una espiral en una ventana humedecida, el Goya viejo, el siempre convincente y entrañable Francisco Rabal, camina por un túnel. Llega hasta una cocina, donde, sobre una mesa, unas gallinas derraman la sangre de sus cuellos exánimes y tendidos. El artista se concentra por un instante en esa tétrica imagen. Que es un signo. Que habla de semejanzas. Los animales muertos dentro del túnel acercan al artista a la muerte que corre delante. El túnel tiene paredes blancas, que contrastan con la oscura mortalidad. Es un contraste que aviva lo extraño y otro que es familiar al genuino artista.
Y el túnel cede ante la superioridad de la espiral. Los túneles comunican niveles, antes separados; atraviesan distancias y reúnen a los vivos con los muertos, a lo falso o incierto con lo cierto y verdadero. Pero la espiral propicia el regreso al lugar de donde surgen todos los niveles, todos los peldaños de una vida ya desplegada. Espirales surgieron en la mente prehistórica, y en la psiquis céltica. Espirales como certeza de que la vida, luego de haberse vertido en lo exterior, regresará a lo interior, al lugar misterioso donde se originan todos los seres.
Y en el final, el artista convalece en una cama de puro blanco. Ya ha cumplido su misión. Y traza de nuevo en el espacio imaginario del aire otra espiral; la definitiva, la que sustenta el movimiento de regreso al interior, al origen mismo del camino espiralado. Goya no vaga ya por túneles y paredes semitransparentes; ahora deambula por el sendero espiralado.
Y se despide.
Murmura alguna última sentencia. La muerte, rápido, devuelve a la raíz, al origen. Y el artista es el que de nuevo gime en una habitación de blancas paredes, en una cama de sábanas con el resplandor de la nieve, donde una mujer, abrigada también en una tenue blancura, abre sus piernas para que el artista muerto reaparezca. Para que vuelva a gritar en este mundo. El film así discurre desde la vejez de Goya hasta su nacimiento en una rústica vivienda en Zaragoza. Como en 2001. Odisea en el espacio, luego del viaje a través de la materia, el hombre repite su condición de feto, habita de nuevo un vientre.
Y es el ser que de nuevo sale.
De nuevo nace.
En el final del camino del artista, la espiral, se reinicia.



