Por Esteban Ierardo
«El Sur» es uno de los cuentos fundamentales de Jorge Luis Borges, del que éste decía que era » mi mejor cuento». Incluido en Ficciones, este relato expresa la presencia en el universo literario del escritor argentino y universal de la «muerte romántica » o épica. Aquí un ensayo sobre los diversos significados que afloran de esta ficción en la que un viaje imaginado nos conduce hacia un «mundo más antiguo y más firme».
I.
Hacia un especial viaje
Un bibliotecario llega hasta una monumental estación de trenes en Constitución, en el sur de la Ciudad de Buenos Aires. Lo acompaña un ejemplar de Las mil y una noches. Antes, en un café, ve un gato que vive en su puro presente; es decir, en su soplo de eternidad. Sube al tren. Recorre la Pampa. En su viaje al Sur se funde con un vasto cielo y con un tierra verde y desnuda. Llega hasta una parada. Baja. Entra en un almacén. Allí, se burlan de él unos gauchos pasados de copas. Una provocación. Un desafío. El viajero acepta la invitación a pelear en un duelo criollo a pesar de nunca haber tenido un puñal entre sus manos. Acaso así conseguirá una muerte deseada…
Juan Dahlmann, el viajero, el de la travesía al Sur, es secretario de una de esas bibliotecas municipales en las que Borges respiró angustia, soledad y entusiastas jornadas de lectura. En el relato se encastran dos ideas en tensión: primero, la aspiración a una ética épica como modo deseado de existencia; segundo, la ficción como viaje imaginario hacia eso más deseado.
Épica existencial, la vida como viaje imaginado, dos figuras que componen la trama de un relato borgeano esencial.
II.
La génesis de un viaje

Es 1953. Borges publica el cuento «El Sur» (*) en el periódico La Nación. Tres años después el relato se integra al libro Artificios, la segunda parte de Ficciones. En el prólogo de la obra, famosamente, el autor de El Aleph asegura que esta narración es «acaso mi mejor cuento».
El viaje es hacia el sur de la provincia de Buenos Aires, Argentina. Un establecimiento se levanta en la intersección del Camino Real y el Camino de las Tropas, en lo que hoy es Quintana y De La Peña, en Adrogué, localidad en la que se alzaba el Hotel Las Delicias, lugar de regocijo veraniego para el joven Borges. El mencionado establecimiento era un almacén de ramos generales y despacho de bebidas: el Almacén de Santa Rita, construido en 1870, aún en funcionamiento, sitio que mereció en su momento las visitas de Juan Manuel Serrat, Luisana Brando o Marcello Mastroianni.
Ese almacén antiguo acaso inspira parte de lo narrado en el relato; el cuento que fue el último escrito de puño y letra de Borges, antes de que éste fuera engullido por una ceguera casi completa, que le concedió tonalidades amarillentas pero que le arrebató la diversidad plena de los colores del mundo.
El manuscrito de «El Sur» fue fechado en Adrogué. 18 hojas de un cuaderno espiral, con profusas anotaciones en los márgenes. En 2002, fue subastado por 186.000 dólares. El comprador fue la Fundación Suiza. Así se superó la base inicial de 90.000 dólares.
III.
El accidente y la bifurcación.

El personaje Juan Dahlmann revive un accidente que sufrió el propio autor, y también en él circula el aprecio por antepasados combatientes.
En la vida real, el percance de Borges fue en febrero de 1939. En la ficción, un ejemplar de Las mil y una Noches, que tiene entre manos, lo desconcentra. No espera la llegada de un ascensor y, apurado, sube las escaleras. Su frente padece un inesperado roce, una embestida. «La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida». Entonces, el caos de una infección se inocula en sus venas. La fiebre lo devora. Bajo este estado, «el sabor de todas las cosas fue atroz». Luego de unos primeros ochos días de postración, un médico lo traslada a un sanatorio de la calle Ecuador. Ya internado, su cabeza es rapada, lo auscultan metódicamente, le clavan una aguja. Radiografías, y un diagnóstico confirmado: septicemia.
El estricto devenir de la realidad posible encarcela a Dahlmann en el sanatorio. Allí, quizá los cuervos de la muerte vengan por él. Morir postrado en una cama, una posibilidad muy real, opaca, trágica, gris. Pero el poder de la ficción atraviesa y transforma toda realidad en curso. Entonces, la línea de lo real es reemplazada por otra paralela y bifurcada, en la que el internado ya no padece inmóvil en una cama; es ahora dueño de sus movimientos, y comienza una travesía que lo rescata «de la muerte y de la fiebre».
En el amanecer, a primera hora de la mañana, un coche de plaza lo conduce a la estación de tren de Constitución. Antes se demora en un café de la calle Brasil (1). La línea temporal se desdobla y bifurca: Dahlmann ya no es solo el sometido a la mirada médica y la inmovilidad; ahora emprende un viaje paralelo e imaginado, la travesía hacia un destino deseado en el Sur:
«Nadie ignora que el Sur empieza en el otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme».
El cruce de Rivadavia no es solo ingreso al Sur como orientación cardinal, sino también acceso a otro nivel de existencia. El viaje provoca un desdoblamiento, el personaje es ahora dos a la vez:
“Mañana me despertaré en la estancia, pensaba y era como si fuera dos hombres. El que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en su sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres” .
El sugestivo uso de la cursiva denota bifurcación, transformación, duplicación, como luego se manifiesta en un pensamiento posterior del personaje, ya inmerso en la consumación de su destino fatal e ineludible: «No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas».
La bifurcación, por la que el yo fluye en dos tiempos paralelos, es recurso importante en la dinámica ficcional borgeana. En el cuento «El otro» de Borges, en El libro de arena (1975), el yo se desdobla entre un Borges joven y un Borges maduro en febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. El escritor entrado en años le reprocha a su versión juvenil algunas imprudencias (2). Entre las dos dimensiones del yo, a su vez, se compone una relación especular, un yo refleja al otro. El yo así se hace doble como mecanismo para una mejor autocomprensión o realización de sí. Un nivel del yo entonces es superador del otro, lo que en «El sur» puede observarse como el yo real de Dalhmann que, insatisfecho de su identidad real o primaria, se desdobla en su paralelo yo imaginario para realizarse en lo que realmente aspira, un final épico y no el destino más gris de una inminente muerte humillante en la clínica.
Y la posible bifurcación o desdoblamiento en «El sur» es al final un «milagro secreto» que solo la ficción hace visible. Esta interpretación surge de acudir a otro cuento borgiano esencial, justamente «El milagro secreto», en Ficciones. Aquí, el dramaturgo judío Jaromir Hladik es condenado a muerte en el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Pide entonces a Dios un milagro, que le es concedido: completar en su mente su obra teatral «Los Enemigos» mediante la detención del tiempo. La balas letales de su pelotón de fusilamiento quedan suspendidas en mágica inmovilidad. Ahora es dos, el Hladik resignado a la ejecución, y el otro, que en un tiempo imaginario, en un instante secreto, puede concluir su libro más importante. Por un milagro secreto, su segundo yo accede a un logro mayor que el que alcanzó en su vida real. Cuando por el desdoblamiento Hladik cristaliza su mejor posibilidad, la conclusión de su obra, la bifurcación se cancela, regresa al único tiempo lineal, a su yo condenado a la miseria de la muerte humillante que le imponen sus ejecutores. Su situación es semejante a la de Dahlmann: ambos, por un proceso secreto, se bifurcan en dos tiempos, en uno de los cuales pueden realizar su aspiración más intima (3).
IV.
El simbolismo del viaje al Sur

El movimiento en la geografía no es solo desplazamiento físico hacia una u otra dirección, es también itinerario simbólico. Cuando lo geográfico se convierte en direcciones simbólicas, las orientaciones cardinales asumen una connotación especial. El Sur remite a lo que está «abajo» como un estar «por debajo de la superficie», de la conciencia; remisión a un inconciente como fuente de sentido libre del lenguaje que vive «por encima». Y desde esta simbólica, el Este es salida del sol, renacer, nueva vida o mañana; el Oeste, puesta del disco solar, fin de un ciclo, ocaso, muerte.
Pero cada una de las direcciones en el espacio físico se resignifican desde procesos históricos determinados. Así lo que está al Norte de Rivadavia como línea divisoria, puede significar, desde su trasfondo argentino, civilización y progreso, que construye su opuesto, en un Sur, pampeano y estepario, como regresión y barbarie.
La barbarie es contraposición civilización-barbarie en términos de las guerras civiles argentinas del siglo XIX (4). Lo barbárico es también la vida como intrepidez gaucha, las amplitudes abrumadoras de la Pampa, los liderazgos tribales, la renuencia a la ley y el orden que obstruyen una libertad indómita. Las leyes y cánones son lo contrario de la barbarie, y el Sur es lugar de huida hacia el encuentro con la muerte, tal como lo que expresa «El poema conjetural»:
» Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos» (5).
El que huye hacia el Sur, «por arrabales últimos», hacia lo refractario a lo civilizado, es Francisco Narciso de Laprida, el jurista sanjuanino que preside la célebre sesión del Congreso de Tucumán que declaró la Independencia de Argentina en 1816 (6). «Los bárbaros, los gauchos vencen», y en el Sur, el hombre de la civilización se estrella con su «destino sudamericano», entre el lodo y las ciénagas.
Pero la barbarie no es solo lo contrario de la civilización, sino también otra constelación cultural posible, que involucra a gauchos, indios y negros, y que se centra en la exaltación de las costumbres y tradiciones de la cultura criolla, propia de los países latinoamericanos, que buscan diferenciarse de lo europeo. La identidad criollista implica crítica de las desigualdades (que afectan al gaucho como en el Martin Fierro (7)), veneración de la naturaleza, caracterización de los personajes populares y la vida rural.
Por la ascendencia de su abuelo materno, Juan Dahlmann se siente próximo a «un criollismo algo voluntario» que se conecta con «el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano, la soledad».
Pero el Sur en cuanto algo más «antiguo y firme» también alude a una experiencia vehemente del vivir que trasciende la oposición entre criollismo rural y lo civilizado de raíz europea. El Sur es vida intensa en la que morir con coraje; lo muy distinto a los «valores» de lo civilizado pragmático de la conveniencia, de lo útil y medido. En el Sur el valor exige arrojada valentía en lugar de lo calculador contenido. Así, el Sur es gusto por el riesgo y la muerte épica como preferible al morir en humillante postración hospitalaria.
La muerte épica deseada para Dahlmann mana de dos fuentes: el respecto de Borges por sus ancestros militares, y su fascinación por la epicidad de los nórdicos, los vikingos o escandinavos. Sobre estos últimos escribe Las literaturas germánicas medievales. Y entre sus antepasados preparados para los combates sobresale su abuelo paterno, Francisco Borges Lafinur, coronel que luchó en la Guerra del Paraguay, en la frontera contra el indio, y en la batalla de Caseros contra Rosas. El autor de «El Aleph» lo recuerda en su poema «Al coronel Francisco Borges». Por su vía materna, su bisabuelo, el coronel Manuel Isidoro Suárez, luchó bajo las órdenes de San Martín y encabezó una épica carga de caballería en Junín; a él le dedicó el poema, «Inscripción sepulcral».
En la ficción, el ancestro clave del personaje es Francisco Flores:
“Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica.”
El modelo épico que Borges deduce de los «antepasados románticos» de Dalhmamn es una «muerte romántica»; por lo que la narración sustituye el peligro de muerte humillante del bibliotecario en la clínica por la épica de la muerte deseada.
Y esta sustitución es asimismo postergación.
El propio relato del viaje imaginario es un postergar una muerte no deseada. Esto da pleno sentido a la presencia de Las mil y una noches en el relato. La obra es una recopilación medieval de cuentos tradicionales recopilados en lengua árabe durante la Edad de Oro del Islam, o el Renacimiento islámico, que se sitúa entre los siglos VIII hasta el siglo XIII, o incluso el siglo XIV o XV. Tiempo de elaboración de una gran legado cultural musulmán.
En Las mil y una noches, el rey Shahriar mata a su esposa infiel, y se casa cada noche con una virgen y la decapita después para evitar la repetición de la infidelidad. El visir, su ministro, ya no encuentra nuevas esposas. Entonces su hija Sherezade interviene para poner fin, o postergar, el empecinamiento asesino del rey. Así, en una primera noche atrapa la atención de Shahriar, contándole una primera historia que suspende antes del amanecer, con la promesa de retomar la narración la noche siguiente. Así conserva la vida de la última esposa del rey. El ardid se sostiene por mil y una noches, el tiempo en el que se suceden los cuentos que integran la obra (8).
Por la fuerza hechicera de la narración, Sherezade logra postergar la muerte, y en un proceso potencialmente inacabable o infinito. Y en el relato borgiano la postergación de la inminente muerte del Dalhmann es en favor de la muerte imaginaria que también podría volver a empezar y repetirse en la sucesión de nuevas lecturas.
El relato es así bifurcación entre la postración hospitalaria y el viaje imaginario. Pero también es salto entre dos tiempos; salto entre el tiempo de lo moderno, de la vida rutinaria, sin aventura ni trascendencia, y el tiempo de lo más ancestral e intenso, que exuda el Sur como lugar de lo otro romántico y rural.
V.
El salto al tiempo de lo más «antiguo y firme».

Por eso son muy significativos en el texto los indicadores del salto temporal entre el tiempo lineal y convencional, y el desplazamiento hacia lo «antiguo», «firme», hacia el modo de existencia de la aventura y la muerte deseada. Desde los estrictos supuestos del realismo ningún cambio temporal sería posible. Pero a Dahlmann, como al propio Borges: «el mecanismo de los hechos no le importaba». Es decir, en el bibliotecario impera el desinterés por el «mecanismo de los hechos», como sucesión del tiempo en una misma línea repetible y esperable.
Luego del cruce simbólico de Rivadavia, el devenir del salto temporal acontece a través de diversas figuras de ruptura y cambio temporal: el gato, la inmersión en la llanura, la llegada al almacén del desafío a duelo y el recuerdo de la edición de Pablo y Virginia. Y medular operador del salto temporal es el duelo convalidado por un gaucho arquetípico.
El gato sorprende a Juan Dalhmann en un café de la calle Brasil cuando espera el horario para abordar el tren. Entonces, acaricia al gato del que está separado «por un cristal», y esto «porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante». Más allá de la diferencia entre la sucesión temporal y lo eterno, el felino representa la apertura a otra modalidad temporal, lo que prepara la coexistencia de los dos tiempos, el del Dahlmann inmóvil y enfermo, y el del Dahlmann viajero.
La inmersión en la llanura supone el viaje a través de la inmensidad pampeana. Y no es solo viaje físico sino trasformación de la experiencia, preparación para lo diferente e intenso. El avance por la llanura es transformador: «También el coche era distinto: no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado». La transfiguración del pasajero y del tren son parte de la mutación del propio pasaje, ya que ésta no es simple extensión o vastedad: » Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto». Un transformación «secreta», no esperable, no «normal». En el atravesar el paisaje en tanto experiencia transformadora y cambio temporal asoma en Dahlmann con un presentimiento: «… pudo sospechar que viajaba al pasado y no solo al Sur».
Y entonces, el fin del viaje por tren, el descenso y la caminata de Dalmhan hasta un almacén para descansar antes de la continuación de su marcha hacia el terreno heredado de su abuelo militar. Aquel almacén que, alguna vez, «había sido punzó, pero los años había mitigado para su bien ese color violento». Dahlmann ya se encuentra en el otro tiempo de la vida rural vehemente, nunca lejana al conflicto y la sangre, pero algo más atenuada porque el punzó de las paredes, el color federal de Rosas, de Quiroga, se había desgastado; es decir, ya no conservaba la exaltación violenta de los tiempos más críticos de la guerra civil. Y «algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado de acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia».
Pablo y Virginia es la novela de Jacques-Henri Bernardin de Saint-Pierre, publicada en 1787. Los protagonistas son dos enamorados desde la infancia que mueren en un naufragio. El autor está bajo la influencia del idealismo de Jean Jacques Rousseau. Por eso, la historia, que transcurre en la isla Mauricio, expresa el ansía de una sociedad que se desplaza hacia algo distinto y mejor, hacia otro tiempo posible de hermandad e igualdad.
La novela tuvo, en su momento, una popularidad de inmensas proporciones (8). Es otro ejemplo del sumergirse del personaje en un pasado con sus propias referencias, un almacén antiguo y una novela del siglo XVIII. Y un modo otro de existir, impregnado de lo pretérito se encarna en alguien que Dahlmann ve en el suelo cuando entra al almacén: un «hombre muy viejo» que «era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo , en una eternidad». En ese salto del tiempo a lo eterno, como lo antes representado por el gato, Dahlmann percibe la otredad de esa presencia del gaucho aparentemente abatido; entiende «que gauchos de esos ya no quedaban más que en el Sur».
Entonces, una provocación sacude a Dalhmann. El dueño del establecimiento lo reconoce. No puede permitirse no responder al desafío por más pueril o atolondrado que fuera el provocador, «un compadrito de la cara achinada». La razón entiende que todo es estúpido, fácilmente no atendible. Pero:
“Desde un rincón, el viejo gaucho extático en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo) le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que aceptara el duelo”.
El viejo gaucho ya no es una persona, como todas, condenada al desgaste, al colapso y el olvido. Es arquetipo, no individuo. Como fuerza arquetípica es el Sur como aceptación de lo absurdo, pero valeroso, que puede compensar una vida anterior aplastada en secos cañadones de miseria. Ese modo de morir podría ser «una liberación», «una felicidad y una fiesta», un despedirse de páramos de oscuridad, de sanatorios y agujas, en favor de un modo de vivir que termina en un modo de morir «elegido o soñando». Así:
«Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.»
En el tiempo «más antiguo y firme», la vida y la muerte amalgamadas se redimen de «metódicas servidumbres», del estar en «un arrabal del infierno». Un oscuro bibliotecario, acostumbrado a la solitaria familiaridad con las letras, con los libros resignados al polvo en anaqueles solitarios, intuye y sabe que es mejor eso otro que el Sur protege: el riesgo, no eludir enfrentarse con el mal y lo absurdo, la soledad para defenderse a sí mismo, el deseo de ser íntegro y estar a la altura, lo que exige un modo épico de morir, una «muerte romántica», aunque, en el fondo, sea una forma ridícula de concluir la tragedia de una vida única e irremplazable.
VI
La literatura, y el arte, como compensación
El Dahlmann real se asfixia en la insatisfacción. El sentimiento de lo incompleto, de lo quebrado en un suspiro que no alcanza a iluminar el rostro. La conciencia de una vida irrealizada, insatisfecha, por lo general no encuentra su superación en la propia vida real. Su única escapatoria parcial es la satisfacción compensatoria. La literatura como compensación de lo dolorosamente ceniciento, como restitución de una felicidad o regocijo nunca vivido. Lo gris de su propia existencia, Dahlmann lo compensa con su viaje soñado, su otro modo de ser fabulado, su «muerte romántica» deseada.
«El Sur» entonces no solo teje la mejor muerte imaginada, épica y romántica; también es una gimnasia literaria compensatoria. El Sur como derivación, al final, del «arte como promesa de la felicidad», la «promesse du bonheur«, en la expresión de Stendhal, el autor de Rojo y negro, y de la experiencia del síndrome de Stendhal, el desvanecimiento extático ante la belleza.
Para Theodor W. Adorno, el filósofo frankfurtiano, en su Teoría estética, el arte, entre varios otros aspectos significativos, es escape de la realidad estrecha hacia algo de mayor amplitud o trascendencia. En Nietzsche, el arte no solo representa el mundo, también abre a otro existir de mayor abundancia vital y perspectivas incesantes de renovación; es decir de nacer de nuevo, de otro modo; para Schopenhauer, el arte, además de canal a un conocimiento más clarividente de la esencia de las cosas, también brinda un alivio, aunque sea fugaz, al sufrimiento que enfanga la existencia.
En Borges, el arte como el placer narrativo de lo literario libera dimensiones profundas de la vida humana, la relación del tiempo y lo eterno, el orden o el caos último del todo. Pero también, como en «El Sur», el arte literario es la compensación que el personaje, y acaso él mismo autor, encuentran en otro tiempo que habitar, otro modo de ser en el que respirar, en el que la fusión vida y muerte se revelan más plena y significativa, más épica y romántica. «El Sur», y la libertad de la creación, como compensación del descontento con la propia realidad.

Citas
(*) Todas las citas de «El sur» proceden de J.L.Borges, volumen 1 Obras completas, ed.Emecé, Ciudad de Buenos Aires.
(1) El café estaba «a pocos metros de la casa de Yrigoyen», un lugar que ahora no existe, la casa del presidente de Argentina, Hipólito Yrigoyen, en el barrio de Constitución, en Brasil 1039. Cuando se creó la autopista 9 de Julio fue demolida.
(2) El Borges maduro le reprocha al Borges joven que, en 1919, luego de la Revolución Bolchevique, con gran ingenuidad se lanzó a escribir un libro de versos llamado de Los himnos rojos, que le «cantaría la fraternidad de todos los hombres». Al recordar esto, el Borges mayor escribe: «Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos».
(3) El proceso de desdoblamiento y bifurcación puede encontrarse también, por ejemplo, en el relato «La noche boca arriba», en Final de juego (1956), de Julio Cortázar.
(4) Domingo Faustino Sarmiento en su ensayo Facundo (1845) elabora una interpretación de la Argentina que le era contemporánea en termino de oposición civilización y barbarie. Facundo recrea la vida de Juan Facundo Quiroga, militar y político miembro del Parido Federal, aliado de Rosas, gobernador y caudillo de la provincia de La Rioja en las guerras civiles argentinas entre las décadas 20 y 30 del siglo XIX. El Facundo ofrece varias lecturas posibles y la influencia tanto de la Ilustración como del Romanticismo son importantes en su escritura.
(5) «El poema conjetural», en el que Borges rememora la vida y la muerte de Francisco Narciso de Laprida, un antepasado distante, se publicó originalmente en la edición del 4 de julio de 1943 del diario La Nación de Buenos Aires, y luego fue incluido en el libro El otro, el mismo (1964).
(6) No hay un parentesco directo entre Francisco Narciso de Laprida y Jorge Luis Borges. El tatarabuelo del autor de El Aleph se llamaba Francisco de Laprida, era un inmigrante asturiano contemporáneo del político sanjuanino; esto solo podría sugerir un vínculo lejano.
(7) El Martin Fierro de José Hernández nació con una intención de folleto de denuncia de los atropellos de las autoridades contra los gauchos que, por ejemplo, eran sometidos a leva forzadas. Solo luego, el personaje de Fierro alcanzó tal magnitud propia, que la obra reboso de una grandeza literaria con significados más amplios.
(8) En Siete noches (1980), se encuentra la conferencia de Borges dedicada a Las Mil y una noches pronunciado en el Teatro Coliseo de Buenos Aires en 1977. Allí , por ejemplo, dice: «Las mil y una noches no son algo que ha muerto. Es un libro tan vasto que no es necesario haberlo leído, ya que es parte previa de nuestra memoria y es parte de esta noche también».
(9) En el capitulo «Memorias de Pablo y Virginia (1816-1852)», de Misteriosa Buenos Aires (1950), de Manuel Mujica Laínez, un ejemplar de la novela de Bernardin de Saint-Pierre se expresa en primera persona en un atrapante juego de literatura fantástica: «Pero la suerte lo quiso así, y desde 1816 hasta el año actual de 1852 he debido cargar con las 244 páginas que integran mi cuerpo maltratado y cuyo texto prolonga una anécdota de insistente candidez: la anécdota de una pareja semisalvaje que se amó con ingenuidad y que murió por amor, entre los cocoteros, los papayos y los tatamaques de una isla africana. Es una historia, lo declaro rotundamente, sin subterfugios, que no me interesa. Mi padre describe bien, acaso demasiado bien, pero sus conocimientos psicológicos me parecen rudimentarios. En cualquier ocasión, cuando no se le ocurre qué hacer con sus personajes, los pone a llorar. Allá él. La vida me ha enseñado que la gente llora mucho menos y procede mucho más».
