El cuerpo ilustrado.Realidad e imaginación en Ray Bradbury.

Esteban Ierardo

 El largo ensayo que sigue a continuación, dividido en 13 partes, se concentra en El hombre ilustrado (1951), una de las máximas obras de Ray Bradbury. Pero también buscamos entrever la dinámica general de su escritura imaginativa. Por eso, trazamos relaciones con otros momentos significativos de la creación bradburiana. Los viajes espaciales, las escenas futuristas y los paisajes marcianos son el contexto imaginativo donde se plasma un peculiar humanismo, una crítica cultural lateral o indirecta, y una religiosidad abierta a la inmensidad del espacio.

En el futuro, intentaremos hacer un análisis, en particular, de los cuentos de Crónicas marcianas.

I.

Hacia el hombre ilustrado…

La tarde destila sudor. Un viajero solitario recorre el camino. En el atardecer, quiere descansar. Comer. Leer. Pero entonces llega otro viajante. El recién llegado, recibe el abrazo ya lánguido de la luz del ocaso. En sus cuarenta años, nunca gozó de la seguridad de un trabajo permanente. Siempre vagó entre ferias y circos.

El hombre nómada se libera de su camisa. Un tejido de ilustraciones brilla en su cuerpo. En su mano una rosa exhala una delicada fragancia. Y las imágenes misteriosas son ventanas al interior de historias que existen dentro de las ilustraciones del cuerpo ilustrado. Ilustraciones, pinturas, en el mar de la piel…

II.

El zen y una concepción de la escritura.

Bradbury creó un intenso universo imaginativo. En su recopilación El zen en el arte de escribir titilan numerosas señales de la concepción bradburiana del arte (1). El escritor de El hombre ilustrado (1951) y Crónicas marcianas concibe a la escritura como una forma de supervivencia: «no escribir, para muchos de nosotros, es morir». Frente a los horrores de la existencia contemporánea, la creación es un bálsamo. Un refugio. Escribir es una acción auténtica si la pluma danza libre del mercado, o de los «círculos de vanguardia» que, subrepticiamente, demandan sometimiento a un supuesto patrón literario elevado.

El arte surge del inconciente, y los griegos personalizaron su influjo inspirador bajo la figura femenina de las musas. Identificación que Bradbury continúa: «lo que para todos los demás es el inconciente, para el escritor se convierte en la Musa » (2). El creador no sólo recibe. También debe alimentar a la Musa. Nutrición que es el «almacenamiento» de las experiencias personales, y una «alimentación deliberada» que es la lectura. La lectura se apropia del espíritu alado de la poesía, de ensayos y novelas de la llamada «alta cultura»; pero también de la «cultura de masas», con sus comics o cine clase B. El escritor «bien alimentado» volará entre nubes altas: «Un hombre bien alimentado guarda y serenamente dará cauce a su infinitesimal porción de eternidad» (3).

La alimentación que guía la imaginación en Bradbury comienza, en 1932, a sus doce años. Entonces lo asombran el mundo futurista y espacial de Buck Rogers, la novelística de Edgar Rice Borroughs, el programa radial nocturno «El mago Chandu»; y el Señor Eléctrico…un personaje de feria que le anima en la mágica empresa «de intentar como fuera vivir para siempre»; continuidad de la vida más allá de la precaria brevedad humana, que es posible superar mediante la inmortalidad sustitutiva de la obra literaria. En 1942, tras la disciplinada escritura de un cuento por semana, queda complacido ante su primer cuento logrado: «El lago». Como percibió el romanticismo, la infancia, o su evocación, es puente que persiste hacia los mares más azulados y viscerales de la sensibilidad. Waukegan, su ciudad natal, es la unión de un vivo «pasado sensorial» que continúa en su vida adulta como camino que «dice todo aquello que de alguna manera era verdad» (4).

La literatura renuncia al descubrimiento de lo sorpresivo si niega los poderes de la imaginación. El autor de El hombre ilustrado repite la auto-caracterización de su literatura como «ciencia ficción», aunque esta denominación en su vocabulario es muy amplia y trasciende la imaginación ceñida a la anticipación futurista, hasta el punto de incluir la potencialidad aún no realizada del pensamiento filosófico: «cada filosofía que no existe pero intenta existir es ciencia ficción» (5).

 En su ensayo de 1980, «A hombros de gigantes. Anoche en el Museo del Robot: el renacimiento de la imaginación», Bradbury recuerda que la Fantasía suele ser condenada por su aparente condición escapista. Pero, frente a esto, los niños devienen maestros por su celebración de la ciencia ficción y otras formas de lo fantástico. Porque saben que «sin fantasía no hay realidad». Y la acusación de libertad escapista no comprende «la estrategia de Perseo», que anima a la Fantasía. El héroe griego mata la Medusa al desviar su mirada de los letales ojos del monstruo mediante su imagen reflejada en el escudo que le entrega la diosa Atenea. La literatura imaginativa aborda al ser humano de todos los tiempos, mediante lo oblicuo, a través de escenarios aparentemente lejanos, o evadidos de lo real inmediato. Así, «la ciencia ficción es un intento de resolver problemas mientras se finge mirar para otro lado» (6).

Los relatos bradburianos impresionan por su narratividad visual, «cinematográfica». Para algunos, la integración palabra-imagen degrada las posibilidades «más altas» de una escritura de vanguardia. La visualidad fílmica no amilana a Bradbury, que se auto-percibe como «hijo del cine», y no duda en sentenciar que sus cuentos son guiones ya consumados que pueden ser filmados dado que «cada párrafo es una toma». Bradbury es guionista de Moby Dick, la versión fílmica de John Huston de la célebre novela de Melville. Y escribe el guion cinematográfico de su novela La feria de las tinieblas como si fuera «la filmación de un haiku» (7). También Bradbury valora la unión texto y fotografía (8).

Y en el arte de la escritura, lo esencial es el acto mismo de la creación. Aquí anida la posición específica de Bradbury respecto a la génesis de sus textos. Su postura se asienta sobre la «lección de la lagartija» y el camino del «arco zen». La enseñanza de la lagartija es que «en la rapidez está la verdad». La escritura debe fluir veloz. No debe ser obstruida por el deseo de imitar un estilo o un autor consagrado, ni por el deseo de dinero o el reconocimiento. Quien escribe bajo estos móviles es prisionero de la mentira. Y el camino zen (que Bradbury conoce por la obra El zen y el arte del tiro al blanco de Eugene Herrigel) nace de comprender que la flecha da en el blanco cuando no se piensa en él.

 En el ensayo «El zen en arte de escribir», Bradbury sustenta su método creativo en el «trabajo», «la relajación», y el «no pensamiento». El trabajo supone el constante escribir que busca romper con lo conocido y los modelos preconcebidos. Entonces, surge la relajación, cuando se escribe ya sin pensamiento. En el no pensar las potencialidades inconscientes brotan espontáneamente. Entonces, los personajes se inventan a sí mismos. La escritura se auto-escribe. El capitán Ahad escribe Moby Dick, o Montag siembra las palabras de Fahrenheit 451.

 Bajo el no pensamiento brotan las selvas imaginativas de Bradbury. Y de su poesía, como su cantata «Cristo Apolo», o sus incursiones como dramaturgo en el Studio Theatre de Los Ángeles (9).

 La escritura zen tiene obvios antecedentes en el arte zen del Oriente (donde la pintura o el dibujo son concebidos como escritura libre y espontánea), y en la escritura automática del surrealismo. El libre chorreado de Jackson Pollock también es afín al arte que reconoce que en la libertad sin programas estallan los más resonantes rayos creadores.

III.

 Muchos fenómenos se repiten. Siempre vuelve el Sol o la Luna;  siempre es el cielo. Las nubes. La Tierra. O la imagen de animales y hombres. Y lo que es presencia reiterada corre el riesgo de convertirse en lo familiar, lo natural. Y lo familiar y cotidiano repiten funciones y definiciones conocidas. Lo habitual obstruye la percepción de la extrañeza del mundo en general, y del hombre y su cuerpo. Dentro de la realidad reiterada, el cuerpo se opaca, su raro brillo se desvanece. Pero una imagen sobre la piel desnuda, un tatuaje impreso en el cuerpo, quiebra su carácter natural, su agobiante halo de trivialidad. Y refunda lo corporal como entidad de una semántica múltiple. Mediante los tatuajes que untan de imágenes el pecho, la espalda o las piernas del hombre ilustrado, el cuerpo se convierte en texto, lienzo, pintura; imagen de lo universal.

 La relación cuerpo-tatuaje en El hombre ilustrado de Bradbury recupera una práctica ancestral. El término tatuaje deriva de la voz polinesia tatau. La difusión de este término empezó en Europa a finales del siglo XVIII, mediante los relatos de viajes del capitán James Cook. Durante su famosa exploración del Pacífico sur, Cook descubre el arte polinesio de la decoración de la piel llamado tatau. Sydney Parkinson dibuja rostros tatuados maoríes vistos en el norte de Aotearoa (Nueva Zelanda) desde el Endeavour, el barco de Cook, en 1769. En Oceanía, el tatuaje se extiende desde Papúa y las Islas Fiji en la Melanesia, hasta las islas Carolinas y Marshall de la Micronesia (10).

Los tatuajes generan vínculos simbólicos-mágicos con los espíritus, los antepasados y los dioses, o expresan signos de rango social, sacerdotal o guerrero. Entre los maoríes, el arte del tatuaje es denominado moko y, según el mito de su origen, aparece en la tierra porque fue traído por un visitante del inframundo de los espíritus. Mediante trazos curvilíneos, hombre y mujer reciben en su piel un tatuaje o dibujo, que les confiere una identidad personal. Por los avatares del destino pueden perderse las cosas materiales, pero no el moko.

 El tatuaje siempre se asocia con un uso ritual y religioso. Una significación presente en numerosas culturas, desde los pueblos mesoamericanos hasta las célebres imágenes tatuadas de los guerreros pictos en Escocia. En el siglo XX, en Estados Unidos, Sailor Jerry Collins se convierte en el más afamado tatuador del cuerpo (11). Los tatuajes se expanden luego con frenesí en la actualidad que adora la inmediata apariencia corporal. Pero, en nuestra cultura, el cuerpo tatuado es exhibicionismo exótico, busca de pertenencia a un grupo, o intento de diferenciación entre la igualación de lo multitudinario; pero nunca se trata de imágenes-ventanas hacia otros mundos.

 En El hombre ilustrado, el cuerpo tatuado actúa, acaso, en cuatro planos paralelos: como cuerpo-libro, cuerpo-portal, cuerpo-lienzo y como imago mundi intra-corporal. Todos estos niveles se interrelacionan y ofrecen antiguos antecedentes.

 El cuerpo-libro puede ser pensado como extensión de la creencia en el libro de la naturaleza. En el Renacimiento, la naturaleza es un vasto y dilatado libro. Una escritura de caracteres matemáticos (para Galileo) o de símbolos (para la filosofía hermética), o de signaturas (12).

  La naturaleza como libro es cuerpo tatuado por signos de un lenguaje matemático o simbólico trascendente. El cuerpo tatuado de Bradbury es, a su vez, anatomía cubierta de ilustraciones, donde la imagen visible, al caer bajo una contemplación continua, deviene legibilidad, relato, cuento. La piel humana ya no es sólo envoltura protectora de los órganos, sino receptáculo de diversos universos narrativos. El cuerpo tatuado es libro orgánico, en contraposición a la materialidad del libro objeto y su soporte en el papel impreso.

El cuerpo-escritura también surge, por vías más indirectas, en Fahrenheit 451, la más consagrada novela de Bradbury. Aquí el libro y su lectura es un peligro para el orden totalitario de un mundo futuro. En la ciudad la vida es sofocada por un control estricto, donde los libros son amenazas en tanto estimulan el libre pensamiento y el sentido crítico. Los bomberos no apagan incendios. Su función es quemar libros ocultos, bibliotecas veladas, las semillas de una rebeldía clandestina. Montag es uno de los bomberos, quien, lentamente, bajo el influjo de la poética Clarisse, siente el llamado de los lirios del campo y de la magia de los libros. Escapa al fin de su vida rutinaria, de la soledad, de su esposa Mildred y su existencia desértica frente a una televisión mural. Y en el campo, en el bosque, en el mundo exterior, se encuentran los que resisten a la destrucción de la cultura por el fuego.  Resisten por la memoria de un libro… Lo rural es contracara de la opresión urbana; lo rural es residuo de una pérdida arcadia donde cada hombre o mujer es una obra recordada. Se es el libro que se ha memorizado. Alguien es La República de Platón, el Walden de Thoreau, o Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift. Regreso a la cultura oral, a la oralidad del estadio ágrafo. Así, la cultura asediada, devastada por las llamas, sobrevive a través de «vagabundos por fuera, bibliotecas por dentro»(13). Cada sujeto es ahora una escritura internalizada, un texto impreso sobre el cuerpo de la memoria.

La escritura implícita en el cuerpo del hombre ilustrado modifica la condición inexpresiva de la piel humana. En su desnudez, el cuerpo humano es homogeneidad sin dibujos particulares de formas. Entre los animales, los felinos son quizás el ejemplo más claro de una piel jaspeada por figuras heterogéneas de alta riqueza visual. La variedad de rayas en el tigre, o de manchas en el jaguar, convierten a la piel felina en sitio magnético. Y en posible receptáculo de una escritura divina, tal como lo imaginó J. L. Borges en su relato «La escritura del dios». Aquí, un sacerdote azteca descubre la palabra poderosa de un dios escrita en la piel de un jaguar. La relación entre el felino y la escritura divina surge de la posible condición del animal como atributo del dios y, por tanto, de manifestación sensible de un orden trascendente. La variedad de manchas del felino se desdobla en las posibles variaciones de puntos y palabras de un texto. La traducción de la variedad de signos-rayas de la piel felina en textualidad mágica se continúa en las ilustraciones-relatos del cuerpo del hombre ilustrado.

 Por otro lado, la noción de portal o umbral, siempre remite a un salto o transición hacia otro tipo de realidad. El continuum de lo cotidiano y profano se detiene y abre para vislumbrar otro plano más pleno de existencia. Así, en el cuerpo del hombre ilustrado, en su anatomía «totalmente tatuada»: «los colores ardían entre tres dimensiones, eran como ventanas abiertas a mundos luminosos» (14). El cuerpo ilustrado es así cuerpo-portal, ventana abierta hacia una pluralidad de mundos. La ilustración en la piel es ruptura de lo conocido y salto a una desconocida variedad de tiempos y espacios. Las imágenes no son estáticas. En la noche, la condición no racional del inconciente aflora en el momento de suspensión de la conciencia lógica y diurna. Entonces «de noche… las pinturas se mueven. Las imágenes cambian». La movilidad de las imágenes es parte de la función de portal mágico del cuerpo ilustrado.

Y las ilustraciones tatuadas deben tener, a su vez, un origen extraordinario o sobrenatural. Así, la autora de las ilustraciones, la maestra tatuadora, es una misteriosa mujer, «una vieja bruja que, en un momento, parecía tener cinco años y poco después no más de veinte». Ella «podía viajar por el tiempo». Y tras su enigmática creación de los tatuajes del hombre ilustrado ha vuelto al futuro.

Y en el cuerpo ilustrado brillan las más hermosas escenas del universo.

 El hombre ilustrado es así cuerpo-lienzo, arte corporal o viviente. Entre las corrientes más singulares del arte contemporáneo se encuentra el body art, camino iniciado por Ives Klein y sus antropometrías, y seguido por Gunter Brus (15). El cuerpo tatuado de las culturas antiguas es arte viviente donde el componente de belleza artística es, como en todo horizonte arcaico, tributario de un significado religioso o ritual. La belleza del hombre ilustrado no es explicada desde una función religiosa, sino desde una cierta autonomía de lo bello. En el cuerpo ilustrado la ilustración es pintura. Piel-lienzo. Piel sobre la que pululan «ilustraciones, y no tatuajes», «ilustraciones artísticas». El cartel de la casa de la bruja en el campo promete «ilustraciones en la piel». Esas ilustraciones son «el trabajo de un genio, una obra vibrante, clara y hermosa». Lo hermoso de la obra asegura el tenor estético, el radiante valor artístico de las imágenes. La pintura en el cuerpo es una síntesis de varios de los grandes exponentes del arte occidental: «Las imágenes del hombre ilustrado resplandecían en la sombra como carbones encendidos, como esmeraldas y rubíes, como los colores de Rouault, y de Picasso o los cuerpos enjutos y alargados del Greco» (16).

La brillantez cromática de Roualt; o del Picasso del de su período azul o rosa, o el color luego dentro la descomposición abstracta de vanguardia. Y la salida del mundo corriente mediante la alteración de la forma o el color natural se acentúa aún más con el estímulo ascensional, el empuje hacia la otredad sobrenatural en las estiradas figuras del Greco de su último período.

  Las ilustraciones son pinturas que existen enmarcadas, y que pueden desajustarse y acumular pátinas polvorientas. Por eso, el hombre ilustrado «movía las manos sobre las ilustraciones, como para ajustar los marcos y sacarles el polvo, con los ademanes de un conocedor, de un aficionado al arte» (17). El cuerpo lienzo del hombre ilustrado tiene también, en otro momento de la ficción bradburiana, un equivalente femenino, una «mujer ilustrada» (18).

 Y el cuerpo ilustrado es cuerpo-constelación, cuerpo totalidad, imago mundi intracorporal. Es una idea milenaria aquella que asegura que en lo pequeño se refleja el todo. Es la correspondencia entre el micro y macrocosmos (19). En la parte arde la inmensidad. En un paralelo literario, el relato borgiano de «El aleph» imagina una pequeña esfera tornasolada, un punto singular, donde se vierte o concentra el poliédrico universo desde todos sus ángulos de observación posibles. El multum in parvo. El hombre ilustrado es aleph corpóreo, donde se reconcentra la amplitud y variedad de lo vasto: 

«El hombre ilustrado era una acumulación de cohetes, y fuentes, y personas, dibujados y coloreados con tanta minuciosidad que uno creía oír las voces y los murmullos apagados de las multitudes que habitaban su cuerpo…Había prados amarillos y ríos azules, y montañas y estrellas y soles y planetas, extendidos por el pecho del hombre ilustrado como una vía láctea» (20).

Cohetes y multitudes, «estrellas, soles y planetas» se propagan por la piel del hombre ilustrado, que es como «una vía láctea». Lo corpóreo es receptáculo de la amplitud y diversidad. Lo corporal como constelación encarnada. Como en el Renacimiento, o en La Filosofía oculta de Agrippa, o en las ilustraciones de la anatomía en Robert Fludd, entre cada parte del cuerpo y el mundo celeste existe una correspondencia. El ser corporal ilustrado bradburiano es anatomía estelar donde vibra y rebota la lejanía de las estrellas, los planetas y las «galerías de retratos» de las muchedumbres. Pero la galaxia de lo diverso no es aquí símbolo. Es vida universal intra-corporal; es decir: existe dentro del cuerpo.  

El símbolo convierte una cosa presente en remisión a algo distinto o más allá. La montaña puede ser símbolo. Entonces, la parte empírica actualiza un contenido simbólico por el que la cumbre de la montaña es, por ejemplo, lugar de unión de cielo y tierra, sitio de reintegración de los opuestos, de lo solar celeste y terrestre. Ese significado simbólico vive más allá del soporte material del símbolo de la montaña física. Pero en el caso del cuerpo del hombre ilustrado no hay remisión simbólica. El interior de este cuerpo contiene, de hecho, numerosos mundos; este cuerpo contiene dentro de sí una multitud posible de entidades, relatos, tramas, paisajes; como, esto último, en la «variedad cromática y paisajística» que surge en la moderna investigación de los tejidos histológicos (21). 

En el cuerpo ilustrado existen planetas y estrellas. Algo semejante a lo que el niño de «El hombre del cohete» siente al contemplar el uniforme de su padre astronauta. En aquel traje espacial podía encontrar estrellas, y los olores de Marte, Venus, Mercurio. Y polvo de Júpiter, y colas de cometas y meteoros. Solo luego de pasar por el tintorero, el uniforme queda desnudo de «mundos y travesías».

Y si las ilustraciones del hombre ilustrado se contemplan por unos minutos, se convierten en las historias.

En relatos…. 

IV. 

En una pradera

Dentro de la «la Casa de la Vida Feliz» una familia palpita en el futuro. George y Lydia Hardely, y sus hijos, Wendy y Pater. Su casa es impermeable a los ruidos exteriores. Su casa «los alimentaba, los acunaba de noche y jugaba y cantaba, y era bueno con ellos» (22). Dentro de la casa existe un Cuarto de Juegos. Las paredes poseen la capacidad de recoger las ondas mentales de sus visitantes. Las emanaciones telepáticas son pensamientos y deseos. El cuarto puede darle apariencia de realidad tridimensional a lo deseado por el eventual visitante. Produce así «una película suprasensible en tres dimensiones», dentro de la que se puede caminar y respirar como si el entorno fuera una fascinante e inmediata realidad, y no una ilusión. Mediante orodófonos ocultos surgen aromas que impregnan el aire. Y también, de los muros brotan sonidos y luces.  

 En el cuarto de la Casa de la Vida Feliz los niños juegan en una pradera africana. Una pradera salpicada de selvas, guijarros y briznas de paja. Y leones. Y Sol. Y algo muerto ocupa a los leones. George y Lydia contemplan, a la distancia, a los leones concentrados en los restos de una víctima. Antes, al traspasar la puerta del cuarto, solían encontrarse «en el país de las maravillas con Alicia y su tortuga, con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack cabeza de calabaza, o en el país de Oz…» (23). Pero ahora la atmósfera es tórrida, el paisaje quemante. Una geografía salvaje de animales cazadores y presas. George decide ordenar al cuarto un cambio de escena. Ya que sabe que «uno pensaba cualquier cosa, y los pensamientos aparecían en los muros». Pero la pradera persiste. Los leones no desaparecen. Acaso existe un desperfecto técnico. O tal vez los niños, víctimas ahora de una monomaníaca pasión africana, manipularon la máquina para que ésta no altere su creación ambiental. Sospecha avalada por el hecho de que Wendy y Peter parecen vivir «para el cuarto». Quizá sea necesario el auxilio de un psiquiatra, de David Mcclean. Pero la obsesión por el primitivo paisaje africano no es tal vez el único nubarrón en la mente de los niños. Quizá, en ellos, o en sus propios padres, ha surgido el apego a la comodidad y la repetición. De hecho, compraron la Casa de la Vida Feliz para no hacer nada. La vida cómoda rechaza cualquier tarea fatigosa. La vida plácida quiere un fácil placer que no exige inventiva, iniciativa o variación.

George recrimina a sus hijos la imagen continua de África. Wendy lo niega. El padre visita el cuarto. Ahora, allí vive el hada Rima, con su cabellera que se mece entre árboles y mariposas. Pero George sospecha un engaño. Decide cerrar la casa por un tiempo, para unas vacaciones. Para así recuperar «una vida más libre y más responsable». Peter reacciona. Le atemoriza tener ahora que atarse los cordones de los zapatos, o peinarse o bañarse por sí mismo. Entonces, la niñez confirma su deseo de pasividad: «Sólo quiero mirar, escuchar y oler. ¿Para qué hacer otra cosa?», se queja Peter. La pasividad e indolencia estimulan la desobediencia infantil, su insolencia y subestimación de la autoridad paterna. Lo que justifica el lamento del padre ante la madre: «nos tratan como si nosotros fuéramos los chicos».

 George decide el cierre definitivo del cuarto. Sabe que han enajenado la libertad en beneficio del predominio de la tecnología. «Nos hemos pasado los días contemplando el ombligo, un ombligo mecánico y electrónico». Frente a la anterior dependencia y dominación, ahora George quiere la recuperación de libertad.

La casa absorbe las actividades que antes pertenecían a las habilidades humanas. La comodidad mecánica exige sacrificar la iniciativa y la libertad individuales. El móvil de la compra de la tecnología doméstica autosuficiente es «el orgullo, el dinero, la ligereza». Por eso, es necesario recuperar la vida, el aire libre. Es preciso desactivar la casa máquina. Pero los niños se alían con el placer de la eficacia técnica. Se resisten al cambio. Prefieren recibir golosinas virtuales antes que hacer las cosas por sí mismos. Abrumados, los padres reclaman una ayuda especializada. McClean, el psiquiatra, realiza su primera visita al cuarto. El psiquiatra confirma que «el cuarto ha encauzado el pensamiento destructivo de los niños». Por lo que aconseja el cierre de la sala virtual.

  Los niños estallan en un brote de ira y llanto.

  Consiguen una última visita al cuarto antes de la partida. Vuelven a la primitiva aridez africana. Sus padres los buscan. Ellos también se encuentran con los leones, pero de otro modo…Un especial y definitivo encuentro como comprueba, estupefacto, McClean al visitar por segunda vez el cuarto del sueño tridimensional… 

  «La pradera», es un relato rebosante de anticipaciones culturales. Antes de la aparición de internet  y lo virtual, el Cuarto de Juegos construye imágenes que transmiten la ilusión de un espacio tridimensional. Antes, el escritor argentino Bioy Casares, en La invención de Morel (1940), había imaginado una máquina que proyecta imágenes de seres pasados, en tres dimensiones, como si todo estuviera ocurriendo otra vez. Y en «La pradera», los paisajes virtuales actúan, de hecho, como «una película en tres dimensiones». Tal vez, aquí, se agita una anticipación del cine del futuro.

 El cuarto crea un espacio físico como virtual prolongación del pensamiento y deseo. La ilusión tridimensional vivida es efecto de un proceso de materialización de lo deseante a través de una mediación tecnológica. Situación semejante y diferente al mismo tiempo, de la ficción cortazariana «Bruja» (24). En este relato, Paula, desde su niñez, descubre que es capaz de darle existencia a sus pensamientos. Al morir sus padres, y para mitigar su vida solitaria, proyecta una casa, el proceso de su construcción, y un amante, e incluso el lugar de su velatorio luego de su muerte. Pero Paula siempre materializa su pensamiento sin un medio tecnológico. El poder de Paula late en una mayor afinidad con las atípicas artes de Leonard Mark, personaje de otra ficción de El hombre ilustrado, «El visitante». Aquí, Saul Williams vive en Marte rodeado por el fondo seco de un mar desértico. Es un solitario entre otros hombre afiebrados de soledad. Nubla su espíritu muchas veces la nostalgia de New York. Mitiga vanamente su desolación departiendo sobre Aristóteles con otro terrestre agobiado por el destino inclemente de Marte. Los hombres cansados comparten su aislamiento en reuniones donde intercambian recuerdos de las lejanas delicias del planeta azul. Y un cohete llega. Se adiciona a las palpitaciones de los hombres tristes la palpitación de Leonard Mark, quien alucina a Saul Williams con las imágenes neoyorkinas. Bajo la «telepatía y transmisión de pensamiento», la maravilla mental de Mark, Williams respira de nuevo entre las calles de la gran ciudad. Gracias al raro don mental de Mark, lo deseado se materializa en un espacio de apariencia tridimensional. Así:

  «Nueva York surgió alrededor de los hombres, desde las rocas hacia el cielo. El sol brillante en los edificios. El tren aéreo tronaba sobre las calles. Los remolcadores se desplazaban en el agua» (25).

 La fantasía tridimensional concluirá con la muerte de Mark, ultimado por la miseria colectiva de los individuos desesperados, donde cada uno pretende usufructuar de forma exclusiva los dones del visitante.

 El paisaje virtual en «La pradera» depende de la sinergia entre el deseo humano y la magia tecnológica. Pero lo virtual puede adquirir una existencia plenamente real. El crimen de los niños es evento real ejecutado por medios imaginarios. La imagen tridimensional de factura técnica puede actuar sobre el mundo físico «real», y así agrega un hecho dentro de la sucesión objetiva del tiempo y el espacio. El asesinato dentro de la imagen virtual es acuerdo entre la resistencia de los niños a abandonar un reino de satisfacción ilusoria y la máquina del cuarto que también busca perdurar. En su diálogo con el psiquiatra, George le manifiesta su temor: «Me pregunto si (la máquina) me odiará porque quiero apagarla…». La máquina creadora de los paisajes virtuales  rechaza la posibilidad de la muerte como el supercomputador Hal de 2001Odisea en el espacio.

 El asesinato de los padres involucra, paralelamente, el fracaso de la recuperada lucidez humanista de George. Allí donde renace el deseo de autodeterminación, de nuevo «aire libre», el hombre perece bajo la imagen ilusoria creada por la hechicería tecnológica.

V. 

Unas lluvias continuas

Alguna vez, el cielo se abrió en una desaforada lluvia. Desde entonces, el zumbido de las gotas es continuo. Su sinfonía es árida. El ímpetu constante de la lluvia es insoportable. En la atmósfera de Venus, se humedecen las nubes en el incansable caer de las gotas.

 Y bajo el agua que cae desde el cielo caminan los astronautas sobrevivientes. La nave ha colisionado en la superficie venusina. La única salvación posible es buscar una cúpula solar, un refugio donde priman la calidez, las ropas secas, los alimentos, los cómodos asientos. Pero los hombres no tienen mapas ni brújulas. La selva húmeda que los rodea es un laberinto donde no hay salida, salvo el consuelo de unos cientos de cúpulas dispersas. Sólo queda deambular con la esperanza vaga de avanzar hasta uno de los refugios. Mientras tanto, no es posible dormir. El golpeteo de la lluvia enloquece. La lluvia continua devuelve a los exploradores la vivencia de su fragilidad y desamparo.  Padecen el reino de la lluvia «constante…minuciosa y opresiva». La lluvia como «…un chisporroteo, y una catarata, un latigazo en los ojos, un resaca en los tobillos.» (26). Y diversos ríos buscan desembocar en un mar único. A veces, mediante un tronco de madera, es posible improvisar un bote y unos remos y remontar un río tranquilo. Los ríos son de diversas tonalidades. Algunos tiene el color del mercurio, otros el plateado de la Luna. Siempre la serpiente-río fluye hacia el único mar. Y los viajeros son sorprendidos por una monstruosa tormenta eléctrica. «Que tenía mil metros de altura y quinientos de ancho, e iba de un lado a otro como un gigante ciego». Miles de quemantes jabalinas eléctricas descienden desde la tempestad. Y los sobrevivientes descubren el cohete destruido. Para atizar aún más su desesperación constatan que han caminado en círculo.

  Todo parece inútil.

  Los extraviados encuentran una cúpula, pero su techo semidestruido no impide el azote del agua. Pickard, uno de los hombres perdidos, es cercenado implacablemente por  la desesperanza. En su derrumbe, brota una repetición circular y estéril: «No sé qué hacer, para salir de esta lluvia, no sé qué hacer, para salir de esta lluvia. No sé qué hacer…».

 Pickard permanece inmóvil, con los ojos extraviados en el firmamento de la lluvia interminable. Simmons, otro subordinado del teniente, lo ayuda a liberarse del dolor con un disparo. Termina así para él la «hidroterapia china», una antigua tortura del país creador de la pólvora y la imprenta donde un desdichado es atado a un muro. Cada media hora cae una gota que golpea su cabeza. La espera de una nueva gota, lentamente va enloqueciendo a la víctima.

 El teniente es el de la esperanza más recia. Simmons exige el razonamiento, la necesidad de pensar la realidad con serenidad lógica. Llega así a la conclusión de que la única salida posible es un balazo. Un suicidio autocompasivo. 

  Pero el teniente, con su esperanza solitaria, continúa. Entre el fango, los arroyos y la crepitación continua, columbra un resplandor amarillo. Con expectantes pasos quiebra plantas en el suelo, roza con sus tobillos piedras preciosas y diamantes, y «se detuvo ante la puerta amarilla donde lucía la cúpula solar». Entra al recinto donde «el sol colgaba en el centro del cuarto grande, amarillo y cálido». El teniente olvida los cuchillos de agua.  Su cuerpo, lentamente, se seca con un cálido don.

  En el simbolismo arcaico, el agua es originalmente magma informe, caos amorfo, fuente sin forma de la que emana el mundo con sus formas. El agua es lo caótico originario. Lo líquido que envuelve, que abraza, que inunda. Y disuelve las formas, que regresan así al caos líquido, primario, universal. En su deambular bajo la lluvia continua venusina, los astronautas supervivientes descubren la potencia desintegradora y amorfa de lo líquido. La lluvia arrebata y disuelve las diferencias. Así, la cara del teniente,  antes morena, ahora ha perdido su coloración natural. «La lluvia le había quitado el color de los ojos. Tenía los ojos blancos, blancos como dientes blancos como el pelo. El teniente era todo blanco» (27). La blancura es lugar de disipación de formas, de diversidad. Todo se hace blanco  o negro. «La selva blanca, y las hojas del color del queso. Y la tierra como húmedos trozos de queso Camembert…todo negro y blanco».

  El agua conspira contra la diversidad de las formas. Iguala. Todo quiere devolverlo al homogéneo abrazo del mar Único, donde todo es amorfo. Por todo ello, el agua socava la diferenciada identidad corporal: «unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni cara, ni piernas ni manos». Con sorpresa, Simmons descubre que le cuesta escuchar. El agua devuelve al único mar sus orejas: «Por Cristo -dijo, y se tocó las orejas-. Mis orejas. Ya no las tengo. Esta lluvia me pelará hasta los huesos». (28). El teniente improvisa un sombrero con hojas. Pero después de intentarlo varias veces, advierte que «la lluvia le disolvió las hojas sobre la cabeza».

 Agua y disolución. Desaparición de la diversidad natural de los colores. Sólo es el blanco y el negro. Regreso lento al caos inicial. Disolución en lo líquido que coexiste con la perduración solar de la forma. Porque dentro de la cúpula del sol artificial, la identidad puede ser presencia invariable. Allí las diferencias no se disuelven. El orden no colapsa. Desde la antigüedad, el sol es expresión simbólica de una fuerza creadora, potencia que conjura el caos líquido. El sol es creación del universo, de una forma ordenada, de una realidad de identidades y diferencias estables. Lo solar es plenitud de la forma. Es cosmos sin disolución, que permite la multitud de las conciencias individuales. Las cúpulas solares, en el planeta líquido, entablan una silenciosa lucha simbólica con el agua y la disolución.

 Para los estoicos la fuerza creadora es pensada como un fuego artesano. Un solo principio dirige lo múltiple. Una razón divina, universal, se concentra en la región del sol. El alma es parte del soplo ígneo. El hombre es llama del único fuego. En la teología solar estoica, el sol es expresión del orden, justicia y renovación cíclicas (29). Y la creadora calidez solar vive en Venus a través de cúpulas, pequeños templos seculares, sustitutos de la imaginería arquitectónica gótica con sus cúpulas donde el cielo desciende, con su halo de superior luminosidad solar (expresión física de un fuego sobrenatural y divino) que alivia, o eleva.

  En «La lluvia» se revive el enfrentamiento mítico agua- caos-oscuridad y sol-orden-claridad. El agua disuelve, todo lo restituye al mar Único. Lo solar preserva el plexo de las formas diferenciadas.

  Pero el agua también puede aliarse al crecimiento de las formas, y brindar nueva vida mediante el movimiento y la humedad. Frente al agua disolvente, Bradbury imagina la gracia de una líquida fertilidad musical en «El día que llovió para siempre», en Remedios para Melancólicos. En este relato,la lluvia es la respuesta poética a la poesía liberada por unas manos de mujer recorriendo las delicadas y resonantes cuerdas de un arpa. Los habitantes de un hotel padecen una larga sequía, la agobiante aridez de un cielo sin gotas. En el mundo antiguo, para obtener el alivio de la lluvia, el hombre desesperado por la fiebre de la tierra reseca apela a la danza, la invocación de los dioses, la pronunciación de palabras mágicas. Pero ahora, en una agobiante escena del mundo moderno, una anciana profesora de música, la señorita Hillgood, hábil musa del arpa, acaricia con poesía el espacio. Y el cielo responde con la lluvia.

VI.

Desterrados en Marte

 El cohete hunde su cabeza en el frío mar del cosmos. Atrás queda Nueva York. Delante, se agiganta el Planeta Rojo. Sobre la superficie marciana, un remanente de magia medieval anuncia sus conjuros. Tres brujas, émulas del aquelarre shakesperiano en el comienzo de Macbeth, pronuncian sus sortilegios. Agitan un caldero. Manipulan un muñeco, blanden agujas letales y hechiceras. Atraviesan el tambor que late en el pecho de la víctima, que asegura que un murciélago lo amenazaba desde una ventanilla. Antes de la conclusión definitiva de sus latidos, Perse le revela al médico de la nave que alucinaba con muñecos de cera derritiéndose, y agujas hundiéndose en su corazón. La autopsia no revela ninguna causa orgánica del deceso. Sin embargo, «ha muerto de algo». Y el capitán y los otros tripulantes del cohete experimentan alucinaciones. El capitán en particular, no había experimentado ningún sueño en cinco décadas. Sin embargo, luego de iniciado el viaje a Marte «todas las noches sueño que soy un lobo blanco. Me cazan en una colina de nieve y me matan con una bala de plata. Y con una estaca me atraviesan el corazón» (30).

 Y todas las perturbaciones son porque «ellos» saben que los astronautas de la tierra racional se acercan. «Ellos» son los que sobreviven en el lado nocturno, en la libertad de la imaginación, en la otredad del arte de lo fantástico, lo siniestro y la poesía. Ellos son los que, otrora, entre las tinajas del licor de lo misterioso y lo terrible, encendieron volcanes de fuerza imaginativa.

 Ellos son ahora los desterrados.

 Hace casi un siglo, una ley prohibió las obras de la libre imaginación. En los museos fueron encerrados los ejemplares finales de las obras de un amplio arco de la ensoñación, desde Poe y Bierce, pasando por Stoker, Irving y Blackwood, hasta Lovecraft o Huxley (31).

 Los viajeros de la Tierra que desterró la otredad imaginativa llegan a Marte. Su misión es clara: destruir definitivamente lo antes desterrado. En el destierro marciano sobrevive un mundo de sensibilidad fantástica a orillas de un seco mar. Imperceptible para los astronautas, la verde ciudad de Oz alza sus torres. Desde lo alto de una de esas elevaciones, escruta las novedades el líder de la resistencia de lo otro. Edgar Allan Poe.

Es el momento de la última resistencia. Shakespeare despliega su ejército feérico: «Oberón, el padre de Hamlet, Pack…». Poe busca aliados. Desea reavivar las últimas fuerzas para un contraataque. Poe «parecía el demonio de una oscura causa perdida, un general derrotado en una desastrosa invasión». El autor de La caída de la casa Husher no desestima la oportunidad del retorno a la tierra. Pero el principal desafío es contener la marea invasora de la cultura de la ciencia y el progreso, de aquellos que «no quieren dejar nada sin clasificar». Los que «carecen de la imaginación», «esos jóvenes del cohete, tan limpios, con sus escobas antisépticas y sus cascos como peceras» (32). Ellos, en realidad, son los «sacerdotes de un nuevo culto», que ansían edificar, aun en la solitaria sequedad marciana, otra catedral de religión científica con sus dogmas de verificaciones empíricas, sus ritos matemáticos, y sus ceremonias tecnológicas. Poe teje sus conciliábulos estratégicos con Bierce, Blackwood. Busca convocar a la Muerte Roja, el letal espectro de su afamada ficción de antaño. Solicita inútilmente el auxilio de la elegancia expresiva de Dickens, también desterrado a pesar de su desdén por lo terrorífico y fantástico. Blackwood, conciente del peligro, propone un nuevo éxodo, una fuga a Júpiter, Saturno o Plutón.

 Pero el cansancio lastima al líder de lo otro.

 El último refugio es la resistencia desesperada. O la extinción de los desterrados. Hay que luchar. Es momento entonces de apelar a polvos mágicos, a serpientes y fuegos. «Vientos y lluvias que pasaron sobre las arenas del mar». Pero las fuerzas mágicas sólo son efectivas sobre aquellos que creen en ellas. Y los hombres que descendieron del cohete caminan con la seguridad de la evidencia científica como irrebatible verdad. No creen en la fantasía. Con el hombre arcaico y su universo mágico, quizá sólo comparten una creencia en común: el fuego como ejercicio de purificación, como expulsión del peligro. Los humanos recién llegados a Marte edificarán allí un nuevo mundo en el que se abocarán «con mayor firmeza aún, a la ciencia y el progreso». Y lo nuevo demanda la superación definitiva de lo viejo. Lo viejo se extinguirá en una hoguera purificadora…

  Los mensajeros de la tierra racional han traído los últimos ejemplares de la obra imaginativa. Su misión es asegurar la extinción completa de lo antes desterrado. Por aquellos libros viven todavía los autores «inquietantes». Los creadores de escrituras malditas. Entonces, «el capitán arrancó las páginas de los libros. Las hojas marchitas alimentaron la hoguera». Las llamas se contonean sobre el desierto marciano. Primero un estremecimiento del aire, y luego el silencio derramándose donde antes «había habido algo». Y un miembro de la tripulación exterminadora, entrevé una «ola negra», una ciudad verde que sucumbe. El testigo del colapso recuerda una vieja lectura de la infancia, la visión de la urbe derrumbada se asemejaba a un cuento, «un cuento, Oz, creo que se llamaba. Sí, Oz, La ciudad esmeralda de Oz» (33).

 Los hombres llegados de la Tierra racional aferran sus armas. Nada los conmueve ni sorprende. Ya ningún sobreviviente de una luna extraña deambula por allí. 

La intuición artística, libre del límite lógico, es parte de lo siniestro para la civilización unilateralmente racional. La siniestra libertad de la imaginación es consumida por el fuego destructor.  Recurso que Bradbury imaginó también en Fahrenheit 451, donde la peligrosa cultura escrita del pasado es aniquilada por las llamas de especiales escuadrones de bomberos. También en Crónicas marcianas, en «Usher II», la otredad maldita es destruida por una gran hoguera. La ficción se inicia con la interpolación de un párrafo de «La caída de la Casa Usher». El rico señor Stendhal construye en Marte una réplica de la casa siniestra imaginada por Poe. Stendhal (coincidencia seguramente no casual con el autor de Rojo y Negro). En el diálogo con el señor Bigelow, Stendhal propone una radiografía de las razones del rechazo de «las hermosas mentiras literarias». El miedo de la oscuridad o de lo extraño induce la expulsión de la fantasía. El miedo impone prohibiciones. El hombre temeroso vomita sus espectros en todas las tierras (incluso más allá de su planeta madre). La interdicción llega también hasta Marte mediante Garrett, «Inspector de Climas morales». Garrett es la conciencia vigilante que recuerda al dueño de la nueva casa Usher: «ya conoce esta ley…Nada de libros, nada de casas, nada que pueda sugerir de alguna manera fantasmas, vampiros, hadas y otras criaturas de la imaginación» (34). La amenaza de la prohibición y la clausura de lo imaginativo revive el esquema de la racionalidad expulsora de la imaginación. Las fuerzas negadoras de lo otro matan lo temido mediante el fuego (35).

 El Sr. Stendhal recuerda con pesar el realismo inculcado a los productores de cine, y el modelo de una estrecha estética realista. Ernst Hemingway. Dentro del conflicto de la razón represora  y la fantasía, el Sr. Stendhal convierte a Garrett en víctima de una repetición de la literatura en la realidad: lo transforma en involuntario actor de la repetición del destino trágico del personaje de «El tonel del amontillado». Y la réplica marciana de la casa Usher sucumbe, finalmente, como su versión original. Pero el derrumbe de la casa aquí, es una forma de revancha frente a la derrota de los escritores de la imaginación en «Los desterrados».

   Bradbury consuma una variación ficcional de un proceso cultural central del siglo XIX. La oposición ilustración-romanticismo. Es la colisión entre el discurso de la transparencia lógica del todo (Voltaire, Hegel, Holbach), y la intuición de una palpitación prerracional del ser (Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger). La era de la ciencia positivista y el pensamiento de un absoluto racional, destierran la otredad maldita. El saber racional pretende la salud de un conocimiento sin fisuras. Un saber sin agujeros, como manifiesta el personaje central de «El perseguidor», un fundamental relato cortazariano (36).

  En un paisaje marciano, Bradbury ensaya su variación imaginativa de la acción cultural que obliga al éxodo al perfil extraño de la realidad. Ese costado siempre oculto por el velo de la metáfora.

   En «Los desterrados» los astronautas llegan exudando seguridad. Pero en otro viaje espacial de El hombre ilustrado, el capitán Hart arriba con sus hombres a Marte…

  Hart espera ser recibido triunfalmente en una ciudad. Pero se le informa que alguien de la Tierra ha llegado antes, alguien que cura a los leprosos y devuelve la vista a los ciegos. Es el regreso de «el hombre», de aquel que padeció martirio en una cruz. El capitán Hart no puede aceptar la realidad de ese regreso. No puede tolerar tampoco su insignificancia ante ese supuesto arribo. Busca explicaciones racionales, otras expediciones que pudieron adelantársele, para luego urdir un engaño colectivo. No puede aceptar la fe. Pero Hart termina por ser devorado por la duda ante las evidencias de la llegada sobrenatural; y con la conciencia de su vacío, y con su cohete, se lanza tras Aquel que pasó por la ciudad marciana, para después llegar a algún otro planeta. Pero la persecución es una reacción ante la incapacidad de creer en lo que no necesita fundamentación. Por eso, Hart irá de un planeta a otro, y siempre llegará tarde. «…Y un día lo perderá (a «el hombre») por unos segundos. Y cuando haya visitado trescientos planetas, y tenga setenta u ochenta años de edad, lo perderá por una fracción de segundo, y luego por una fracción todavía más pequeña» (37). Como Aquiles, en las aporías de Zenón, Hardt nunca alcanzará a la tortuga (la espiritualidad crística en este caso) que avanza delante. El hombre racional ya no es el dueño del destierro de lo irracional. Ahora, él es el desterrado.

 Por otro lado, en «El niño del mañana», en Fantasmas de lo nuevo, la alteridad, a diferencia de «Los desterrados» en El hombre ilustrado, es aceptada. Polly Horn pare un bebé con el auxilio de una máquina de partos. El fruto de su vientre se revela como extraordinario. Un niño con forma de pirámide azul. Que posee conciencia y ve a los seres de su entorno como formas geométricas. El niño ha nacido en otra dimensión. En la otredad. Es un ser visible de un mundo otro donde todo adquiere la figuración geométrica de conos, cuadros, pirámides. Sus atónitos padres, Peter y Polly Horn, aceptan la propuesta del doctor Wolcott de ingresar a la dimensión del niño, Py. El matrimonio Horn, a través de una máquina especialmente inventada para este fin, ingresa al lugar otro de su hijo piramidal. Un lugar que promete revelaciones filosóficas superiores. Así, el médico les asegura que, luego de su experiencia de encuentro con la alteridad, «muy bien pueden escribir un tomo de filosofía que les moverá el piso a Dewey, Bergson, Hegel, o cualquiera de los otros». Los Horn consuman el viaje y, transformados, renacen en la otredad fuera del límite de lo conocido. En este caso, la dimensión extraña no es desterrada, sino que encuentra una forma de integración con la realidad conocida.

VII. 

Una mezcladora de cemento

Es el tiempo de la invasión. Marte conquistará la Tierra. Entre los marcianos, el fervor bélico es casi absoluto. Casi. Porque Etil Vrye es la excepción. Es lector asiduo de la literatura terrestre. Leyó muchos volúmenes fantásticos. Sabe que los terrestres han imaginado muchas invasiones marcianas. Pero todas fracasan. Etil cree que la literatura prefigura la realidad. Desde esta predeterminación textual, la invasión está destinada al fracaso. Bajo la amenaza de una muerte ignominiosa frente a su hijo, Etil acepta lo fatal: ser uno más en el estúpido ataque. Llega a la Tierra donde no lo esperan cañones, fuegos de metralla o misiles. Los terrestres reciben a los invasores con aplausos, hurras y fanfarrias. Los marcianos son agasajados con frutillas, perfumes, jabones, cervezas, copos de maíz o pescado. Etil es la conciencia lúcida que advierte el inicio de la estrategia contraofensiva terrestre: conquistar a los invasores no por las armas sino por una oferta de comodidades y halagos. Lentamente, los marcianos se tornan «desmemoriados y perezosos». La ilusión de placeres y aventuras en los cines, fiestas continuas, el frenesí por los automóviles, inoculan en los antes fieros guerreros una desorientación de sonámbulos. En su carta a Tylla, su esposa marciana, Etil desnuda con claridad el engaño humano: » Y hemos sido arrojados en esta civilización como un puñado de semillas, en una mezcladora de cemento. Ninguno de nosotros podrá sobrevivir. Nos matarán a todos pero no con balas, sino con un amable apretón de manos. Nos destruirán a todos, pero no con cohetes, sino con un automóvil…» (38). En la civilización del estrangulamiento silencioso, el cemento es metáfora de lo que podrá ya germinar. Florecer. Ser. La semilla del resplandor individual muere en el yermo de la vida moderna y sofisticada.

Etil es tentado por la industria cinematográfica, por la feria hollywoodense de ilusiones, para oficiar como consejero técnico de un prometedor film que mostrará la invasión marciana a la tierra. Hasta el final, Etil mantiene su sentido crítico, su independencia radical. Con estremecedor acierto ve el futuro: llegarán a Marte las diversiones terrestres. Luces de neón, casinos de juegos, «picnic en cementerios», mareas frenéticas de turistas. Etil comprende que «la guerra es mala, pero la paz puede ser algo horrible».

  Otra peculiar invasión marciana que imagina Bradbury en El hombre ilustrado ocurre en «La hora cero». Aquí los niños terrestres juegan un juego de la invasión, la espera de unos misteriosos visitantes marcianos. Los adultos creen que sólo se trata de ocurrencias infantiles. Pero en «la hora cero», en una noche de zumbidos y sombras inquietantes, el niño Mink conduce a sus aliados, los visitantes del planeta marciano, al cuarto de sus padres. Luego el juego continuará con la dominación del mundo y los niños que ciegan a los que antes despertaron su odio.

   La sociología de la manipulación que mana de «La mezcladora de cemento» abriga semejanzas con la perspectiva del hombre subyugado en El discurso de la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie (39). El joven pensador francés del siglo XVII se enfrenta al hecho del amplio sometimiento de las masas bajo los regímenes monárquicos absolutistas. La esclavitud es voluntaria. Nadie es dominado si previamente no lo consiente. La elección por la pérdida de la libertad es consecuencia de las costumbres y la educación. El poder infunde la amnesia de la libertad, para socavar la energía guerrera y la comprensión de la propia realidad. La Boétie recuerda, como principal ejemplo de una estrategia aplacadora del deseo de libertad, al rey Creso. Creso conquista Sardes, capital del reino de Lidia. Su población es celosa defensora de su libertad. Tras su derrota militar es previsible una inminente y furiosa sublevación en pos de la recuperación de su vida libre. Reprimir el estallido demandaría a Creso una poderosa guarnición permanente, ingentes recursos, una tensa alerta continua. En una anticipación de la astucia maquiavélica, Creso decide saturar la capital de Lidia de casas de juegos, donde el azar promete lujuriosas riquezas como premio. Y  los habitantes de Sardes, antes orgullosos guerreros, ansiosos por frotar el cristal de la libertad, olvidan su sometimiento. El juego, la promesa de una fácil ganancia, los despoja de toda sed de rebelión. 

  La estrategia de Creso se repite en la ficción bradburiana. Una antigua práctica de consolidación del poder sin armas es isomorfa con las modernas anestesias de las culturas de masas, en las que el placer del entretenimiento succiona el deseo de libertad.

VIII.

La última noche del mundo

El imperio romano conquista. Agita estandartes. Crea derecho y un cosmos político. Y abriga una filosofía, la filosofía estoica. Para la doctrina estoica en el universo obra una ley natural. La virtud del sabio estoico es vivir en conformidad con la naturaleza. La ley natural funda un valor continuo, ajeno a las zozobras de la fortuna  y a la mudanza relativista de las opiniones. Hoy, alguien resplandece en la cima del poder, de la riqueza o la fama. Pero mañana puede rodar cuesta abajo. El vaivén de la fortuna es especialmente factible en la turbulenta realidad política del imperio. Intrigas, disputas, desbordes de ambición, condenan al derrumbe o la muerte al que antes brillaba complacido en el cielo de los privilegios. Por eso, para el estoico, la felicidad dependerá de la apatía o la ataraxia respecto a las cambiantes contingencias de la vida. Cuando aúlla la desgracia, la respuesta no es el lamento, la ira o la queja. La respuesta es la serena aceptación de lo trágico.

La apacibilidad estoica ante el infortunio asoma en «La última noche del mundo», otra ficción de El hombre ilustrado. En 1969, con la dirección de Jack Smight y el papel protagónico Rod Steiger, se llevó al cine la fundamental obra de Bradbury. Se adaptan los relatos de «La pradera», «Lluvia «, y la «La última noche del mundo». La adaptación en particular de este último relato pierde el espíritu de impasibilidad original del texto (40).

 En el relato originario brilla la mañana. El sol besa con sus labios rojos la tierra. Una vez más. Luego, tras el mediodía, en el sucesivo dorso del tiempo, la tarde; y después descenderá el manto aterciopelado de estrellas. Y el ciclo del tiempo deberá reiterarse: el amanecer… la mañana… La nueva germinación de claridad solar. Y la tarde… la nueva tarde. Después, la siguiente noche.

 Pero hoy será la última noche del mundo.

 El esposo anuncia la novedad a su esposa. Luego del cercano réquiem de oscuridad y antorchas estelares, no habrá una nueva sonrisa matinal. La causa quiere saber la mujer. ¿La causa será una guerra bacteriológica, la detonación de una bomba atómica o de hidrogeno? No. El fin no será una destrucción visible. El final será «un libro que se cierra». Todo simplemente terminará.

El fin es una revelación colectiva que se anuncia en un sueño que sueñan todos. Todos soñaron el final. Y quizá hoy, «por primera vez en la historia del mundo, todos saben qué van a hacer de noche» (41). Nada les dirán a sus hijos. Nada se alterará. Ninguna acción especial para recibir la última noche. Ninguna imploración al final. El libreto de la existencia no sumará o borrará renglones. El hombre y la mujer, al acercarse la noche definitiva, lavan platos, leen, se distraen con periódicos, escuchan música. Quizá sea inevitable un temblor de despedida. «¿Tienes ganas de llorar?», pregunta el hombre. «Creo que no», contesta la mujer que, luego, extiende su cuerpo en la cama de límpidas sábanas. Y un comentario sobre el placer del reposo es obligado porque «todos estamos cansados». Y la mujer que se aleja por un momento para cerrar un grifo. Y vuelve luego con una sonrisa por ese olvido doméstico. Y los cuerpos cómodos sobre el lecho «con las cabezas unidas y las cabezas rozándose». «Buenas noches», es el sereno saludo final. Y la llegada del viento letal que detendrá el laberinto de los corazones humanos.

  En su relato, Bradbury ha buscado la impersonalidad. El esposo y la esposa carecen de nombres propios. Son el hombre y la mujer. Sus diálogos postreros, su respuesta apacible al final de todo son así expresión de lo genérico. No un estado individual. Todos han soñado la noche última, y todos están cansados. El agotamiento por el tedio, la saturación de lo repetido sin creación, roe acaso la voluntad de continuidad. El sueño que reveló la conclusión de todo, libera imágenes de un inconciente colectivo. O más exactamente: de un deseo común. La decisión de acabar. Un disfrazado consenso para escapar al fin de una vida hace tiempo concluida. Estoica es la serena respuesta ante la inevitable tragedia. Pero la apacibilidad no promete ahora una nueva sabiduría. Es sólo la cansada resignación ante un mundo cuya única alternativa es una última noche. La indiferencia ante lo que sólo es desierto.

IX.

El cohete se hunde en la longitud interminable del espacio. Dentro del tubo de fuego y movimiento, un astronauta fuma nervioso. Cerca, otro viajero no fuma. Escucha los extraños comentarios de Hitchcock envuelto por una retahíla de humeantes cigarrillos. El fumador compulsivo recuerda por un instante la Tierra, el supuesto lugar de su anterior vida, el planeta que es, que debería ser, en alguna parte. Pero todo lo que desaparece de la más directa percepción desaparece también. «No creo en nada que no puedo ver o tocar». Sólo existe lo que está frente a los ojos. Si un hombre abandona nuestro campo perceptivo, deja de existir. Pero si Hitchcock se reencuentra con ese sujeto en la calle, es «como una resurrección». El recuerdo podría corregir el drástico proceso de las desapariciones y ausencias. Alguien ya no está, pero si lo recordamos su existencia resurge. Mas para Hitchcock los recuerdos son «como puercoespines». Recordar lastima, fuerza la desconcentración, inhibe la eficacia en el trabajo. Y sólo existe lo inmediatamente visible; por eso, en el vuelo por el espacio la Tierra ya no es. La única realidad es el espacio que abraza a la nave. Sólo es verdadera la conciencia que piensa ese espacio. O, en último término, el espacio al que arriba esa conciencia.

Hitchcock come frenético, voraz, como si fuera la última vez. A través de la ventanilla del cohete columbra las estrellas remotas. Su afligido y perplejo interlocutor, Clemens, le asegura que los fuegos estelares son demasiados distantes: «no vale la pena ocuparse de cosas tan lejanas». Pero más que las estrellas, a Hitchcock lo atrae la vacuidad espacial, ese espacio en el nada hay arriba ni abajo ni nada hay abajo.

Clemens arriesga que pensar en el pasado podría recuperar los antiguos pensamientos de su compañero de viaje. Acaso podría ser una meseta para expulsar viejos errores o dudas y luego evolucionar hacia un nuevo estado sin desesperación. Pero lo pasado no tiene entidad. Es también un espectro sin sangre ni sudor. Hitchcock insiste: «no creo en nada que no exista y actúe en mi presencia» (42). Entre la tripulación crece el consenso de que la escéptica filosofía de Hitchcock precisa auxilio psiquiátrico, porque éste «ha caído en un pozo sin fondo». Pero la psiquiatría a bordo no podrá, con palabras y caricias, suturar las grietas.

 Hitchcock sube hasta un piso superior. Duda nuevamente de su existencia. Acaricia frenético los mamparos. Los toca. Sólo así sabe que es real. Clemens le comunica que abajo lo espera el resto de la tripulación. ¿Pero cómo probar su existencia? Ahora, en este instante, no tiene ninguna evidencia sensorial de su realidad. No es posible llevar consigo las cosas físicas, incorporarlas, incrustarlas en un cuerpo expandido para así, siempre, poder, por una vía física, verificar su continuidad. Al abandonar la percepción directa de algo, este algo se desmenuza en la nada. Por eso, Hitchcock confiesa: «odio los objetos físicos. Los dejas atrás y no puedes creer en ellos». La imposible comprobación empírica constante de las cosas sólo podría ser remediada por la mente; la demostración mental de la realidad de algo permitiría «saber cómo es algún sitio cuando ya no estoy allí». Pero la realidad es que todo acto pasado estalla en la desintegración. Y Hitchcock recuerda que alguna vez quiso ser escritor. Sintió, una vez, que su nombre estampado sobre un cuento publicado no era ya su nombre. El relato ya concluido era un acto pretérito, algo ya sin inmediatez ni realidad. Así, el nombre asociado a un acto irrecuperable «sería siempre una mancha de hollín, unas cenizas». Y si nada puede demostrarse, la única felicidad concebible sería perderse en la nada oceánica del espacio…

 Y se produce el silencio, el choque de un meteorito, y el estremecimiento de la columna metálica de la nave. Y Hitchcock mudo, recluido en sí mismo. Sus piernas recuperan la movilidad sólo para embutir su conmoción neuronal en un casco y un traje. Luego, abre una compuerta. Y Hitchcock flota sobre un camino de soledad y muerte en el espacio…

  El astronauta perdido, puso en acto, dentro de un veloz cohete, la perplejidad filosófica. Hitchcock evoca las figuras filosóficas que repliegan la realidad al único imperio del instante vivido. La realidad es sólo ahora en este instante, en este presente. Predominio de lo inmediato. Equivalencia de una figura puntual del espíritu en el pensar hegeliano: la certeza sensible. El verdadero conocimiento es totalidad conciente de sí misma, según el pensador de La fenomenología del espíritu. Pero la precariedad de un saber rayano en el no saber es la verdad restringida al instante inmediato. En la certeza sensible hegeliana sólo es verdadero lo que es percibido en el ahora; el pasado se ahoga en la tiniebla del olvido, o en el mañana, en lo posterior, en lo que aún no contiene ninguna presencia. Pero lo sensible no es conciente, por sí mismo, de su precariedad, como sí lo es Hitchcock. Y la reducción de lo real al ahora que se puede ver o tocar es actitud afín a la ingenuidad positivista. Al más elemental positivismo donde lo verdadero es lo verificable por alguna evidencia sensorial.

  Hitchcock no concibe la liberación del empirismo más primario de la inmediatez en pos de una primacía del pensamiento, de un orden psíquico o mental, ajeno a los datos sensoriales inmediatos. Sabe de la miserabilidad de una realidad aplastada por la comprobación física. Por eso, el «odio de los objetos físicos» desata un predominio «de la mente sobre la experiencia. El deseo de saber cómo sería un lugar cuando yo no estoy allí», un orden mental que asegure la existencia y su continuidad más allá de un sujeto individual y su comprobación personal de los hechos. Berkeley, tal vez, pudo ayudar a Hitchcock, con su obra Tres diálogos entre Hilas y Filonus. Allí donde no está el individuo el espacio continúa en tanto la mente divina piensa, y construye desde su pensar, ese lugar. Pero el idealismo filosófico no salvará al astronauta perplejo.

 El último acto de su duda filosófica es una suerte de epojé husserliana sin conciencia. El gran creador de la fenomenología perfecciona un viejo recurso filosófico: la epojé como puesta entre paréntesis de la actitud natural, como suspensión de las creencias habituales aceptadas sin discusión. En el escepticismo antiguo la epojé, en la andadura filosófica de Pirrón de Elis, es suspensión de la atribución de realidad a una existencia sobre la que nada puede decirse con seguridad. En Descartes se produce una momentánea y metódica suspensión de las creencias en la realidad del mundo exterior. En Husserl lo aceptado habitualmente se suspende para llegar al fundamento que actúa como primera fuente de sentido: la conciencia (43).

 Clemens informa sobre las últimas palabras de Hitchcock al abandonar la nave: «Ya no existe el cohete. Nunca existió. Ni la gente. No hay nadie en todo el universo. Nunca hubo nadie. Ni planetas. Ni estrellas. Ya no tengo mano. Nunca las tuve. Ni cuerpo. Ni boca. Cara. Ni cabeza. Nada. Solamente el espacio. Solamente abismo» (44).

 Radicalización de una epojé antes de lanzarse al espacio sin fin. Suspensión enfática, convertida en negación explícita de las viejas creencias. Lo que antes es una «actitud natural» daba por ciertas certezas del mundo exterior, los hombres y los planetas, y el cuerpo y sus partes, ya no es tras la negación de los antiguos contenidos «reales». Sólo subsiste la única realidad que no puede ser negada: el espacio. Que no es conciencia que luego devolverá el sentido de las cosas, sino abismo.

 Y el espacio, tras la epojé radical de Hitchcock, ya no es presencia ilimitada. Es sólo espacio infestado de cenizas y angustia. Laberinto sin «nada arriba, nada abajo», y «mucha nada en el centro».

X.

Un zorro y el bosque

Hitchcock se confunde con su abismo. Aquí no hay una premeditada estrategia de fuga o de negación consciente del dolor. La evasión de un presente agobiante ocurre, sí, en «El zorro y el bosque», otra de las prosas de El hombre ilustrado

   Roger y Susan Kristen acuden a los Servicios de Viajes por el tiempo SA para escapar al futuro de su presente en el 2155. Kristen trabaja en una fábrica de bombas, y Susan en un laboratorio de cultivos patógenos. Escapan de un mundo concentrado en perfeccionar los poderes de destrucción. Escapan al México de 1936. Pero el supuesto refugio seguro para la evasión es vulnerado: un supuesto director de cine les presenta una idea de film que es su propia historia. Recurso shakespereano para producir la nerviosa reacción de una verdad oculta en los rostros de los sospechosos de un delito (45).

  Evasión de la acción destructiva. Otra forma de fuga es la negación conciente de una ausencia imposible de obturar. En «El hombre del cohete» un astronauta se ausenta durante largos períodos. Al regresar con su hijo y su esposa, desea convencerse de que la Tierra con sus mares, con sus ciudades y paisajes, son «cosas buenas». para así ya no regresar al reino de las distancias cósmicas. Pero siempre lo absorbe la nostalgia, y sus ojos, con un inevitable parpadeo repetido, contemplan las «joyas de Orión». Y de nuevo se inicia el largo viaje, la ausencia y la soledad. Y su esposa vive en la aceptación de una muerte acontecida en una misión sin regreso: «y cuando tu padre regresa -le revela la madre a su hijo- tres o cuatro veces al año, no es él realmente, sólo es un sueño, un recuerdo agradable, o el sueño se interrumpe, o el recuerdo se borra, y ya no puede durar mucho. Así que casi siempre me lo imagino ya muerto» (46).

«El hombre del cohete» finalmente morirá, de hecho, en la ardiente caída de su nave en el sol. El largo viaje en el espacio le enseña al astronauta la imposibilidad de arraigarse en una amplitud inacabable. El contrapunto de esta angustia es la simple y dulce seguridad en una realidad de horizontes cercanos, ajena a las remotas galaxias. Realidad sin distancias vertiginosas, como la de Hernando, en «La carretera»…

 Hernando trabaja en una estación de servicio. Entre el largo frío y soledad de la carretera, descubre cambios imprevistos, flujos de automóviles y viajeros. Y la llegada de un auto con jóvenes bajo la lluvia. Unas muchachas lloran. Y el joven conductor del automóvil le anuncia: «ha empezado…». Ha empezado el grito de las bombas. Los rayos atómicos de la devastación. Es el fin del mundo. Pero Hernando se despide y regresa al surco, al arado,  la tierra que cultiva como hace miles de años. Y no puede evitar la confusión: «¿A qué llamarán el mundo?» (47). Dentro de la multitud de ficciones de El hombre ilustrado, afiebrada de distancias espaciales, la simplicidad de Hernando, un sobreviviente de lo rural y medieval, que desconoce todo lo  lejano.

  Indiferencia respecto a la amplitud. Contrapuesta al deseo de viajar  a lo lejano de Fiorello Bondoni, otra figura de la humildad, un trabajador en un depósito de chatarra. Una labor incapaz de alejarlo de la pobreza a él, y a su esposa, María, y a sus tres hijos. El destino le trae el ofrecimiento de un cohete que nunca viajó, un primer modelo de aluminio de una nave. El cohete brilla en el depósito. A diferencia de Hernando, Bondoni siempre quiso la exploración espacial. Siempre acarició la posibilidad del viaje, de una travesía física que le es negada por la estrechez y la pobreza.

  Y Bondoni juega en la cabina del piloto. Grita, ordena, insulta, para que la nave se mueva. Para que empiece el viaje que prometa la llegada a Marte. Pero lo inmovilidad hace imposible la travesía. Sólo la imaginación puede crear el despegue. Entonces, nuevos arreglos, el perfeccionamiento del ingenio mecánico. Y el anuncio a los niños del viaje a Marte. María estalla en quejas y advertencias sobre el peligro de volar en un cohete precario. Pero Bondoni se empecina. Él y sus hijos suben al cohete. Entonces, el viaje comienza dentro de un relato… El padre pide a su descendencia: «Oled los olores del cohete. Sentid». Y Bondoni anuncia la visión de la Luna, la llegada a Marte. En la ensoñación, los niños duermen para después despertar. El viaje de millones de kilómetros concluye. Afuera sigue el depósito de chatarra. Los niños despiertan. Recordarán por siempre la gran travesía hacia Marte. Y le reprochan después a su madre: «Mamá, tendrías que haber venido, a ver Marte y los meteoros, y todo!» (48). La esposa comprende. Acaricia al «mejor padre del mundo». Y marido y mujer proyectan un futuro «viaje corto».

  La precariedad material estimula otra forma de viaje. La travesía por la imaginación, que contrasta con el viaje físico de una tecnología futura sofisticada. Como el dispositivo técnico que permite un viaje dentro del sol. Una tecnología que ahora no es sombra sobre lo humano (como en «La pradera» por ejemplo) sino medio de exploración de los desconocido…

 La nave Copa de oro crea una corteza hiperhelada para asimilar el fuego el fuego de la gran estrella. La nave se sumerge en el sol mientras el capitán pide «extender la mano con la copa del mendigo» (49). Religiosidad nacida en el viaje físico dentro del astro solar, convertido en un «árbol en llamas». Sus frutos son doradas manzanas cuyo «culto crece y se extiende» en los hombres, en astronautas místicos, que ya no perciben la magnificencia del sol solo como una masa gaseosa incandescente, sino como misteriosa poesía de la luz.

 También, en «Canto del cuerpo eléctrico», en Fantasmas de lo nuevo, el despliegue tecnológico de un humanoide corporiza un modelo de elevado pensamiento, lucidez y sensibilidad. Una máquina, un humanoide eléctrico, una abuela destinada a cumplir su rol de tal en una familia, actúa como fuente de enseñanzas; es una colmena de abejas-pensamientos que poetizan el mundo. El cuerpo eléctrico, la máquina espiritualizada, transmite a sus nietos una visión más alta de la existencia. Función similar al cohete Copa de oro que es el portento tecnológico que dona a los hombres la oportunidad del viaje hacia el núcleo mágico de la fuerza solar.

XI.

 La modernidad racional y el positivismo de la ciencia clásica enseñaron que lo vivo es lo orgánico. Lo inorgánico no posee las funciones de la sensibilidad nerviosa o de la conciencia. Una montaña no puede vivir en este sentido. Y tampoco una ciudad. La ciudad moderna es aglomeración de construcciones artificiales, de entidades mecánicas. Las ciudades antiguas, en cambio, son un microcosmos, una duplicación de un modelo celeste.

La ciudad antigua es fundada bajo ritos ancestrales que sacralizan el espacio urbano. La urbe romana, por ejemplo, nace desde un rito fundacional, que le asegura una fluida comunicación con las fuerzas divinas de lo alto y las potencias subterráneas de lo telúrico. La ciudad así no se reduce a una función de refugio y hábitat humano. Para la mentalidad mítica, la ciudad es una forma de vida sacralizada.

Pero dentro de la desacralización del tiempo moderno, la ciudad es sitio colectivo de valor estético, histórico, o mero lugar. La ciudad sólo es círculo de resonancias y valores humanos. Carece de vida propia. En la cultura de la vida concentrada en la humanidad, la ciudad viviente sólo puede ser redescubierta por la libertad imaginativa. Tal es lo que ocurre en la ficción «La ciudad» de El hombre ilustrado. Aquí, unos viajeros espaciales de la Tierra visitan un planeta. Allí propagan una enfermedad letal. La lepra, monstruo feroz de incontables dagas, extermina a muchos habitantes del otro mundo. Los sobrevivientes construyen una ciudad conciente, capaz de sentir y pensar para cristalizar un propósito expreso: la espera y la venganza. Luego de doscientos siglos, los astronautas de la humanidad retornan al planeta antes devastado por los demonios patógenos. Los visitantes creen que la ciudad está desierta. Que es un lugar de muerte y olvido.

  No es así. La ciudad está despierta, viva.

  Posee una Oreja que escucha. Una nariz poderosa que percibe aromas, perfumes. Y unos ojos que, ante la llegada de los extraños, dispersan el letargo, para ver con alerta agudeza. Así, «todos los sentidos de la ciudad hormigueaban ahora como ante la caída de una nieve invisible», y «contaban las respiraciones, y los sordos latidos de los corazones ocultos…» (50). La ciudad examina a sus visitantes. Realiza evaluaciones precisas.

 Y la urbe revivida tiene una Mente, que luego de los metódicos cálculos necesarios, determina que los recién llegados son hombres «de un planeta llamado Tierra, que hace veinte mil años declaró la guerra a Taollan, que nos esclavizó y nos arruinó y nos destruyó con una peste mortífera». La ciudad ha cumplido su primera meta: la espera. Ahora debe de ser arrancada la rama de la venganza de un árbol predestinado. La ciudad inicia la matanza serena, implacable. Antes de completar su tarea ejercita otra de sus capacidades programadas: el lenguaje. Con voz humana anuncia un nombre: «el nombre de esta ciudad ha sido y es una venganza». El exterminio es completado. Luego, son creados los simulacros, los hombres-simulacros, los astronautas artificiales que dirigirán un cohete hacia la Tierra, con varias bombas de gérmenes patógenos. La venganza alcanzará la madriguera del mal. La ciudad entonces ya no tiene misión. Puede disfrutar ahora del placer del olvido de sí misma.  

  La ciudad de la venganza vive «en el planeta de las Sombras, a las  orillas del mar de los Siglos, al pie de la montaña de la Suerte» (51), una descripción que hace recordar algo de la atmósfera mítico-poética de La maldición que cayó sobre Sarnath de Lovecraft.

  Otro ejemplo de vida en lo supuestamente inanimado es la ficción «El que espera», en Las maquinarias de la alegría. Aquí, un pozo de agua es conciente de sí, es voz en primera persona. Los astronautas terrestres llegan hasta la superficie del Planeta Rojo. Clavan una bandera. Anuncian la colonización del territorio marciano. Ven el pozo de agua. Una construcción antiquísima, de indeterminable antigüedad. Y los curiosos exploradores y colonizadores investigan el agua. Un astronauta, Stephen Leonard, toma el agua.

 Y el agua viviente, plena autoconciencia, es fuerza posesiva, contaminante. Absorbe y enajena la conciencia de Leonard, del viajero. Después de diez mil años, ahora el agua-hombre se piensa y respira. Y las palabras son como agua: «me maravilla las palabras. Se forman como agua en la lengua y caen con una lenta belleza en el aire» (52). Y Jones, otro viajero que bebió el agua, se afiebra. Tiembla su cuerpo. Muere.

Y el agua del pozo, del pozo del Alma, cada vez que es bebida se apodera de una nueva conciencia. Y trabaja en un submarino secreto para que cada astronauta, uno por uno, detenga su corazón y regrese al fondo oscuro del pozo.

 En una narración de magnéticas transformaciones, la conciencia del agua es vida versátil, metamórfica. El agua es forma sin forma definida. Así puede devenir y mutarse en las distintas conciencias individuales de los viajeros recién llegados. El agua es, como advertimos antes al encontrarnos con «La lluvia», memoria de un magma primario, que espera el regreso de lo separado y dividido a su profundo y oscuro cuerpo líquido. Y, así, todos los astronautas caen al pozo. Vuelven al agua. Que es viva conciencia. De una larga espera.

XII.

Cada nuevo mundo es un desafío para los evangelizadores. Fue primero América. La Europa cristiana desembarcó para llevar el conocimiento de la «verdad superior» al nuevo mundo, a los pueblos indígenas. Y Marte es un nuevo mundo. El deseo de conquista de las almas se reaviva. La evangelización llega a las áridas extensiones marcianas mediante el tesón misionero del padre Stone y el Padre Pelgrine. Es preciso ayudar a los marcianos para que reciban la verdad. Tal vez los nativos del Planeta Rojo aún no conocen el pecado original y viven en la gracia de Dios. Acaso haya un Adán y Eva marcianos.

  Sea como sea, la voluntad del único dios quiere que los nuevos idólatras ignorantes de la revelación sean bendecidos por los rayos del Señor que es uno y tres. Para cumplir con esa misión es menester construir una iglesia, dotarla de órganos, pilas bautismales, vitrales jaspeados de imágenes hagiográficas.

  Los cruzados de la fe cristiana en el planeta marciano edifican entonces la iglesia. El padre Pelgrine desliza sus dedos sobre las teclas del órgano. La solemne resonancia del instrumento sacro crea el ave delicada de la música. La dulzura musical apacigua el aire, y se vierte sobre cercanas colinas. Los hombres de la fe ortodoxa romana creen que los otros, los marcianos, los desconocidos, se manifestarán al fin. Esperan. Rezan. Oran. Suspiran. Para que el encuentro se produzca. Y los otros llegan. Entonces, en el pensamiento, con una sutil voz, se revelan los «viejos marcianos». Seres que viven en colinas, luego de una superada vida material. Fueron alguna vez hombres encarnados en una anatomía, con los debidos brazos y piernas. Pero un hombre sabio, mediante un «método que ha sido olvidado», descubrió la vía de liberación de la mente, y fue así que «tomamos esta forma de luz y fuego azul y comenzamos a vivir, para siempre en el viento, el cielo y las colinas, ya nunca orgullosos ni arrogantes, ni ricos ni pobres, ni apasionados ni fríos» (53). Los viejos marcianos son ahora inmortales, y viven libres de toda ambición de bienes. Se han emancipado de las pasiones violentas. No les absorbe los antiguos deleites del cuerpo. No los seduce la guerra. Están libres del pecado. «Sus pecados han ardido como hojas», y no es preciso levantar ningún templo para su purificación, porque «cada uno de nosotros es un templo en sí mismo». Por lo que los padres pueden llevar sus templos a las ciudades. «Vivimos felices, y en paz». Los evangelizadores lloran. El Padre Pelgrine comprende: «No podemos levantar una iglesia para vosotros. Sois la belleza misma! ¿Qué iglesia puede competir con el fuego de una alma pura?». Y tal vez los globos de fuego azulado sean otra manifestación de Él. Quizá cada mundo, entre el carnaval de estrellas, posee su verdad. Y las distantes formas de la verdad diseminadas en las titilantes praderas cósmicas «son parte de una misma verdad. Un día todos se unirán como trozos de un gran rompecabezas» (54).

 Los evangelizadores iniciaron su obra como mensajeros de la humanidad poseedora del monopolio de la verdad. Dios sólo se ha revelado a los humanos, en su bello planeta azul. Lo sagrado a su vez se refugia en un templo, en un lugar especial del espacio, en un locus sacer. Pero los globos de fuego marcianos enseñan una verdad más amplia. La realidad secreta divina puebla la completa multiplicidad de los mundos. La tierra no es el único altar que recibe la verdad. La verdad es puente esquivo de misterio, cuyas escamas vibran en todas partes. Y el templo no es el edificio separado. El cristianismo concentra la sacralidad en sus casas de oración. Para la sensibilidad pagana, el templo es el construido por el hombre. Pero también es la naturaleza. Y para los viejos marcianos el templo es la propia identidad de profundidad radiante. El cuerpo que flota sobre la cumbre no es pesadez orgánica. Es luz ingrávida. La antigua materia devenida vivaz luminosidad. Futuro de una corporalidad espiritualizada semejante al cuerpo que se muta en pensamiento luminoso en 2001. Una odisea en el espacio (55).

 Y los evangelizadores parten del presupuesto de su presunta superioridad espiritual sobre los seres que deben ser esclarecidos. Los presuntos seres confundidos, se revelan como una forma de existencia superior. Un proceso de transformación del lugar de la sabiduría muy próximo a «Los tres staretzi» de Tolstoi. En este relato, un Arzobispo se encuentra en una isla con tres staretzi (tres ermitaños) que viven, desaliñados, desentendidos del mundo e ignorantes de la correcta forma de pronunciar el Padre nuestro. El Arzobispo se despide luego de enseñarles la fundamental oración cristiana. El pomposo dignatario de la Iglesia ortodoxa regresa a su barco. Los tres staretzi olvidan algún verso de la plegaria al único Padre. Y van en busca del Arzobispo para pedirle la repetición de la oración. Van en busca del alto prelado eclesiástico flotando sobre el río como ligeras esferas de luz (56).

  El viejo cuerpo se enciende de luminosa conciencia. Una anatomía que se muta en destello, en resplandor asombroso también acontece en «Calidoscopio» (57). Una nave es golpeada de muerte por una lluvia de meteoros. Los hombres caen en el vacío cósmico. Sólo los une la posibilidad de la comunicación por radio. Todo está perdido. Nadie los salvará. La certeza del final desinhibe. Por lo que fluyen ahora, sin diques represores, los rencores antes silenciados. Es un rocío de sinceridad antes del silencio final. Uno de los astronautas, Hollis, regresa «a la vieja madre Tierra», a más de diez mil kilómetros por hora. El humano en su caída conoce su destino: «arderé como un meteoro». Al penetrar en la atmósfera su resignada humanidad fosforece como una breve estrella blanca en el cielo terrestre. La última luz que mana de la carne consumida es contemplada por un niño. Al que su madre le pide: «desea algo». El astronauta no puede convertirse en inmortal irradiación de sabiduría, como los circulares seres ígneos de Marte. Pero es, al menos, una fugaz claridad propiciatoria. El deseo de una esperanza.

XIII.

Religiosidad espacial

La magia de la imaginación en Bradbury cristaliza varios juegos. Uno de ellos es la lúdica liberacion del tiempo lineal. En «El zorro y el bosque», en El hombre ilustrado, es posible viaje al pasado (réplica a la proyección en el futuro de la Time machine de H.G.Wells). En «El Ruido del trueno», en Las doradas manzanas del sol, una empresa del futuro organiza safaris al pasado para matar dinosaurios. Y desde la distancia temporal llega al presente una mariposa (también réplica-homenaje de la flor del futuro que el Viajero del Tiempo recibió de Genna). La alquimia de lo temporal, los saltos del futuro al pasado, integran a Bradbury al típico juego imaginativo de la literatura fantástica: la transformación temporal.

 Pero una mayor obsesión bradburiana es la proyección estelar, la constante invocación al salto al enjambre remoto de las estrellas. En continuidad del gran anhelo nietzscheano, la imaginación en Bradbury arroja la flecha que siempre ansía la lejanía. Como en Withman, Dylan Thomas, Theilhard de Chardin, o Giordano Bruno, en Bradbury siempre burbujea la pasión por la amplitud espacial. Una forma de religiosidad. El rasguño humano sobre los bordes de una cima de plateada espiritualidad surge al extender la piel y los sentidos hacia los fuegos de las galaxias. El cohete es el altar movedizo, un sustituto del viejo tabernáculo, para llevar la devoción hasta los límites de la divinidad del espacio. En su poema «No han visto las estrellas», el escritor lírico se alza en vuelo religioso que aletea entre las constelaciones. Libera su anhelo de puentes de devoción hacia la distancia estrellada: «Despierta, dice Dios. Mira allí. Ve a buscarlas/ Las estrellas, oh señor, muchas gracias/ Las estrellas» (58). Y, en otra poesía de Bradbury, en el «El este está arriba» se confirma la vehemencia del ascenso felino a lo lejano: «Nuestro propósito es mirar más allá del cielo…y conocer primero la Luna, después Marte…Un mundo y después un mundo y después un mundo». Proyección del humano hacia la progresión vertiginosa y apabullante de los mundos. Mundos inacabables, como la energía creadora. Y si la Tierra es nuestra prisión de piedra y agua, «rompamos la cerradura», «soltemos nuestras naves espaciales», y auscultemos el sol que arde más allá de nuestro sol. Dejemos entonces «los dogmas terrestres, Vamos a descubrir y a tocar…» (59).

Pero el viaje a lo lejano pude borbotear también en la inmediatez de una travesía mental. Wilder es personaje de «La ciudad perdida de Marte», un relato de Fantasmas de lo nuevo. En una cámara de la urbe antigua marciana, Wilder recuerda la infancia. Rememora una noche estrellada en la Tierra. Las estrellas distantes, indiferentes. Recuerda «un viejo sentido de la belleza». Y de nuevo se derrama hacia los millones de billones de fibras eléctricas en la noche cósmica; y sin necesidad del viaje tecnológico, de la incomodidad dentro de la pequeñez alada de un cohete, experimenta la proyección al universo como «una catedral, una multitud de vastos santuarios universales» (60). Es un viaje mental a los fuegos del dragón universal. La exaltación religiosa en el escritor de las múltiples aventuras marcianas, encastra en un mismo anillo expansiones cósmicas e himnos de renacimiento. La cantata «Cristo Apolo» es el verbo más emocionado donde se canta al «octavo día del hombre, en el octavo día de Dios», desde donde el poeta de El hombre ilustrado anuncia: «Volverás a nacer/ y oirás la trompeta que irrumpe en el aire tembloroso de cohetes, todo humilde, todo despojado/ de orgullo. Pero libre de suspensión/ Escucha ahora? ¡Oye ahora! / Es la mañana del noveno día/» (61).

 Pero, en Bradbury, la religiosidad espacial no aleja del desamparo sufriente del hombre aún aplastado en la Tierra. Para comprobar esto basta con leer «El mendigo del puente de O’ Connell» (62), o su poema «Cuando mueren los mendigos no se ven cometas» (63).

   La pulsión destructora tiene muchas formas: la alienación tecnológica, la tiranía racional, la destructividad bélica, el poder represivo y manipulador. Diversos rostros de la oscuridad del propio tiempo que Bradbury impugna desde el promontorio lateral del relato imaginativo. La humanidad dividida, afiebrada por el enfrentamiento continuo, es incapaz de la cooperación. El deseo de reconciliación y reintegración flota como libre modelo utópico en la hermosa narración bradburiana «La dorada cometa, el plateado viento». Dos ciudades se refugian tras murallas; una tiene la forma de un cerdo; la otra de una naranja. El mandarín de la urbe-naranja afirma que el cerdo devorará la naranja. «La vida está llena de símbolos y presagios», por lo que un nuevo símbolo podrá contener al cerdo simbólico de la ciudad enemiga. El mandarín ordena la reconstrucción de sus murallas, con la nueva forma de un garrote para golpear al cerdo. La ciudad de Kwan-Si replica rediseñando sus muros con el trepidante fulgor de una hoguera. Estalla una guerra de símbolos. Las cambiantes permutaciones de formas de las ciudades constituyen una estrategia de enfrentamiento, donde la agresión y el temor no son claramente distinguibles. La energía que demanda el conflicto perjudica el tiempo pleno del amor, de la pesca, la caza, la devoción familiar o la veneración de los antepasados. Los mandarines de las dos ciudades al fin comprenden. En la loma donde se reúnen unos niños remontan cometas. Una cometa en el suelo es inerte cuerpo frío. Para ser necesita del viento. La ciudad de Kwan-Si cambiará, por última vez, la forma de sus muros para que sea viento. La ciudad que antes fue su enemiga, adquirirá la apariencia de una cometa dorada. Una será La Ciudad del Viento plateado, y la otra La ciudad de la Cometa Dorada. Y «la cometa quebrará la uniformidad de la existencia del viento y le dará sentido. Uno no es nada sin el otro. Juntos, todo es cooperación y una larga y prolongada vida» (64).

   Desde un horizonte utópico de reintegración se invoca la salud de la unidad, y la existencia de la diferencia complementaria. La ancestral sabiduría china es el lugar desde donde Bradbury imagina una crítica simbólica de la cultura de la división y el conflicto sin cooperación.

  La superación del conflicto acontece también en «El otro pie», otra de las ficciones de El hombre ilustrado, donde la división es racial. El negro Willie, antes lleno de odio y resentimiento, acepta la integración, la igualdad con el blanco al verlo, por primera vez, en su fragilidad luego de llegar a Marte sin hogar, tras dejar atrás la Tierra envuelta en llamas y destrucción.

  El espectro del dolor también carcome al hombre en un posible futuro donde es negada la hechicería elevadora de la lectura. La incendiaria descomposición del sentido de humanidad y belleza tal como ocurre en Fahrenheit 451. Y aquí, como sabemos, ante el olvido la respuesta más poderosa es el arte de la memoria. Ese arte desplegado por los hombres y mujeres que memorizan y recuerdan en los bosques las antiguas y grandes obras. El recuerdo que custodia la palabra creadora es afín a la contemplación poética que percibe al sol como «un árbol en llamas».

  Y George Smith también recuerda. En «En una estación de buen tiempo»(65), Smith admira a Picasso. Sin entenderlo, sin comprenderlo, encuentra al genio español en una playa. Con un humilde palito de helado, el artista dibuja sobre la arena un jeroglífico de imágenes de docenas de sátiros, toros, unicornios, ninfas. El artista crea espontáneamente. Sin premeditación. Sin pensar. Como la escritura zen que pide Bradbury. Y el artista se va. Y Smith recorre, una y otra vez, «el friso de arena» hasta que lo noche se compenetra con la tierra. Y el mar murmura con las sentencias pendulares de olas y espumas. Smith sabe lo que pasará. Entonces, el testigo recuerda. Y preserva la fuerza del relámpago espontáneo del arte cuando la marea sube y trae los líquidos murmullos del olvido.

  Y, como Smith, Bradbury ejerce, mediante su oficio de la imaginación, un arte del recordar: la memoria de la inmensidad espacial. La divinidad del espacio, como antes lo llamamos, a propósito de los arrebatos poéticos bradburianos. Una mirada apresurada puede reducir los cohetes y el espacio a mera escenografía. Pero el viaje a otros escenarios planetarios, el recorrido de vastas distancias astronómicas no es decorado o trasfondo arbitrario. El predominio del elemento espacial no es sólo punto de partida para arribar luego a lejanos horizontes planetarios. Las últimas afirmaciones de Hitchcock en una de las ficciones de El hombre ilustrado son especialmente reveladoras. Se podrá dudar de todo. Las certezas podrán diluirse en incertidumbre. Pero algo siempre sobrevive a la duda. No es el pensamiento (como en Descartes), o la conciencia (como en Husserl). Es la evidencia indestructible del espacio. El poder de la ilusión o el engaño tiene un límite. Aun cuando todo fuera sueño o devastación, siempre será el espacio el que contiene y permite el tejido de los sueños o las dudas.

Y ese espacio es vasto.

Pero lo vasto debe ser pensado en sus resonancias más finas. Sólo secundariamente lo espacial es escena que soporta a los hombres y sus historias. En primer término, el espacio es lo real como amplitud poética. La distancia entre la piel de un hombre y una remota constelación no es ya sólo cantidad o información, inmensidades de frío o silencio. Lo poético de lo amplio, o la amplitud del espacio como poesía física, despierta la gran expansión de la conciencia. Expandir es ponerse más allá del límite de lo cotidiano o de nuestra posición en lo pequeño y cercano. Mediante una escritura imaginativa, cohetes y viajes espaciales se convierten en gramática de la percepción que se expande, con asombro poético y un secular fervor religioso, hacia los secretos que guardados en los fuegos estelares. Si la amplitud del espacio es matriz y posibilidad de toda vida, el destino poético ineludible del hombre es expandirse y ponerse fuera de sí en el entorno cercano del cuerpo, pero también en lo más lejano.

La proyección en la distancia espacial despierta una sospecha de evasión. Sin embargo, la experiencia literaria de lo amplio golpea toda tendencia monadológica del sujeto. Mónada es realidad replegada sobre sí, con escaso o nulo contacto con la exterioridad. Es, por ejemplo, el sujeto enclaustrado en una pensar racional unidimensional. Y la autorreferencia de la mónada es también la megalópolis, la ciudad-océano, universo artificial, sin percepción de la presencia distinta del viento, la lluvia, la luz del sol. Las estrellas.

La gran ciudad gira sobre su sombra sin conciencia de borde o frontera. Lo exterior a la mónada es distancia sembrada de diferencias. Y la mónada es el individuo que tiende a un encierro no consciente de ese replegarse. La conciencia de la inmensidad espacial, en una literatura como la de Bradbury, es salida de lo cerrado hacia la dinámica de lo infinito sembrado de cuerpos celestes. Y la distancia entre la hierba del campo y la mano de luz de las remotas galaxias es, paralelamente, es un desplegarse y expandirse una piel poetizada.

Y la expansión en lo amplio puede ser también implosión. Retorno de lo distante a la superficie de la piel, a la intimidad del cuerpo del hombre ilustrado, cuyo mundo interior contiene mundos lejanos. La implosión de lo lejano vive sobre y dentro del hombre constelado de ilustraciones. Una realidad extraordinaria que parece tortura o castigo, pero que quizá es también preámbulo de un nuevo cuerpo, distinto, futuro, en resonancia con el gran inmensidad. Otra sensibilidad que espera en un altar que se reparte entre cada estrella. Las estrellas. Siempre las estrellas.

Citas:

(1) Ray Bradbury, El zen en el arte de escribir, Barcelona, Minotauro, 1995. La obra se compone de diez ensayos, escritos durante treinta años, y una entrevista para la revista Film Comment realizada por Mitch Tuchman.

(2)R. Bradbury, El zen en el arte de escribir, op. cit., p.35.

(3) Ibid., p.44.

(4) Los recuerdos de la infancia de Bradbury en su ciudad natal de Waukegan, Illinois, donde nace el 22 de agosto de 1920, se expresan en su obra A este lado de Bizancio. El vino del estío.

(5) R. Bradbury «La ciencia ficción: antes de Cristo y después del 2001», en Fueiserá. Respuestas obvias a futuros imposibles, Emecé, p.264. Una ineludible discusión respecto a su escritura es si pertenece o no efectivamente al género de la fantasy science. Bradbury, por ejemplo en el recién mencionado artículo «La ciencia ficción: antes de Cristo y después del 2001», o en «El arte y la ciencia ficción» (también en Fueiserá) piensa el género de ciencia ficción en términos muy amplios, que trascienden en mucho el elemento exclusivo de la anticipación de tecnologías futuras o de reflexiones sobre sus fundamentos científicos. La literatura bradburiana, estimamos, se afinca, íntegramente, en el género fantástico. La imaginería espacial, los cohetes, los viajes a Marte o Venus, no obran dentro de una imaginación condicionada por los parámetros monopólicos de la ciencia y la tecnología. La anticipación de mundos futuros impregnados de avance tecnológico no es el centro de la dinámica creadora en Bradbury. La travesía espacial o el desplazamiento temporal al futuro es el horizonte narrativo elegido para activar una crítica del hombre enajenado por sus medios tecnológicos, o por diversas amenazas a la libertad. También, el escenario futurista es el ámbito de reflexiones filosóficas que salpican el sentido mismo de la existencia. En Bradbury, tras el aparente anclaje en la ciencia ficción actúa un humanismo que habla por el lenguaje de la imaginación. 

(6) R. Bradbury, El zen…, op. cit., p.87.

(7) La relación con el cine es vasta en Bradbury. Desde su vínculo, también presente en su literatura, con el suspenso o lo policial, Bradbury escribió cuatro episodios de Alfred Hitchock presenta (1955); como guionista participa también en Moby Dick (1956); y en Steve Canyon (1958) de Arthur Miller. En 1959, la célebre serie La dimensión desconocida, de Rod Serling, adaptó el relato de Bradbury «Canto del cuerpo eléctrico». Francois Truffaut participa en la adaptación de su Fahrenheit 451 (1966); Jack Smight hace lo propio con El hombre ilustrado (1969). Serge Bourguignon y Robert Sallin adaptan el cuento «En una estación de buen tiempo» en The Picasso Summer (1969); Crónicas Marcianas (1980) es adaptada por Michael Anderson. En 1983 Jack Clayton filma La feria de las tinieblas con guión del propio Bradbury. El comic El pequeño Nemo (1992) de Winsor McCay tiene guión también de Bradbury y Chris Columbus; y también oficia de guionista en The Halloween Tree (1993) de su obra El árbol de las brujas, que fue también convertido en una serie de televisión. Recientemente, Peter Hyams adaptó el relato bradburiano «El ruido del trueno».

(8) Bradbury participó en dos obras con ilustraciones del fotógrafo argentino Aldo Sessa: Fantasmas para siempre (1980); y Sesiones y Fantasmas (2000), prólogo de Ray Bradbury, fotografías de Aldo Sessa.

(9) Bradbury cultivó sus experiencias teatrales en Los Ángeles y Nueva York. Leviathan 99, a pesar de su condición de ópera, fue escrita como obra de teatro. En 1969 presentó en el Royce Hall de la Universidad de California de Los Ángeles su cantata Christus Apollo, con texto leído por Charlton Heston y música de Jerry Goldsmith para orquesta, coro y soprano. También escribió unos Madrigales para la Era espacial (1972) con música del argentino Lalo Schifrin.

(10) Las herramientas más típicas del tatuaje son punzones dentados de hueso. Se los untaba con pigmento y eran golpeados sobre la piel con un pequeño martillo; el color se impregna en los agujeros producidos por los pinchazos. El tatuaje era logrado por maestros tatuadores.

(11) Sailor Jerry Collins (1911-1973) fue efectivamente marinero. Viajó alrededor del mundo como hombre de mar; esto lo puso en contacto con los tatuajes de Oceanía. En Chinatown de Honolulu, abrió la primera tienda de tatuajes.

(12) Foucault, en su célebre obra Las palabras y las cosas, realiza un exhaustivo análisis de la cosmovisión del Renacimiento donde las palabras aún se corresponden estrictamente con las cosas y expresan un orden divino superior. Para Paracelso, el gran médico, pensador y alquimista del Renacimiento, la voluntad de Dios no queda nunca oculta y se manifiesta por signos exteriores, visibles, como señales de un tesoro diseminadas en la naturaleza. Un signo o signatura es necesaria para que lo invisible salga a luz. Los signos o signaturas son blasones o jeroglíficos que se deben descifrar. El espacio de la naturaleza es así «un gran libro abierto… plagado de grafismos; todo a lo largo de la página se ven figuras extrañas que se entrecruzan y, a veces, se repiten. Lo único que hay que hacer es descifrarlas», en M. Foucault, Las palabras y las cosas, México, ed. siglo XXI, p.35.

(13) Ray Bradbury, Fahrenheit 451, Barcelona, Minotauro, p. 157.

(14) Ray Bradbury, El hombre ilustrado, Barcelona, Minotauro, p.11.

(15) El body art se halla fuertemente relacionado con los conceptuals performances donde el cuerpo del artista es el medio de la acción artística. Yves Klein, con sus antropometrías (impresiones de cuerpos desnudos impregnados de pintura en lienzos o paredes), es pionero en esta forma artística. Gunter Brus en su perfomance Autopintura, en 1965, donde pintó su propio cuerpo es otro ejemplo típico de arte corporal.

(16) Ray Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.13.

(17) Ibid.

(18) Ver R. Bradbury, «La mujer Ilustrada», en Las maquinarias de la alegría, Barcelona, Minotauro, pp. 115-126. Una mujer muy gorda, Emma, se encuentra en una feria con el Hombre que Adivina el Peso, quien entabla una relación afectiva con la obesa mujer con el propósito de plasmar su arte del tatuaje sobre su piel. Así, en pp.120-121: «… ¿por qué crees que he trabajado años enteros en la feria como el Hombre que Adivina el Peso? ¿Por qué? Porque he estado buscando toda la vida a alguien como tú. Noche tras noche, verano tras verano, he estado observando las sacudidas y temblores de las balanzas. ¡Y ahora al fin tengo el medio, la manera, la pared, la tela en que expresar mi genio!».

(19) En «La Tabla de Esmeralda», importante texto de la tradición hermética, se afirma: «Es verdad, sin mentira, cierto y muy verdadero: lo que está abajo es como lo que está arriba y lo que está arriba es como lo que está abajo para hacer milagros de una sola cosa…», en Hermes Trismegisto, «La Tabla de Esmeralda», en Obras completas. Corpus Hermeticum, Barcelona, ed. Continente, p.453.

(20) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.11.

(21) Entre los taoístas, un sendero indispensable para propiciar un existir sin conclusión es la retención de los dioses que habitan en los diversos órganos y regiones corporales. Es así que «nuestro cuerpo rebosa de dioses, y estos son los mismos que los del mundo exterior. He ahí una de las consecuencias de que el cuerpo humano sea idéntico al mundo (…) Los dioses que moran dentro del cuerpo son muchísimos… es un múltiplo elevado de 360, y se habla generalmente de 36.000 dioses. A cada extremidad, articulación, víscera, órgano o parte del cuerpo le corresponde uno o varios dioses», en Henri Maspero, «En busca de la inmortalidad. El taoísmo en las creencias religiosas de los chinos durante la época de los seis dinastías (ca.400-600d.c)», en Mircea Eliade, Historia de la creencias y de las ideas religiosas, Barcelona, Editorial Herder, pp.87-88. Por otra parte, en la moderna investigación médica, mediante el estudio de los tejidos histológicos se abre una perspectiva de variados y apasionados paisajes o mundos intracorporales. Mediante el coloreado de las muestras de tejidos éstos adquieren diversas combinaciones cromáticas que, en muchos casos, parecen superficies de otros planetas, pero que existen dentro de nuestro cuerpo

(22) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.15.

(23) Ibid., p.20.

(24) Paula «…concentra su deseo en los ojos, proyecta la mirada sobre la mesa baja puesta al lado de la mecedora, toda ella se lanza tras su mirada hasta sentir de sí misma como un vacío, un gran molde hueco que antes ocupara, una evasión total que la desgaja de su ser, la proyecta en voluntad…Y ve surgir poco a poco la materialización de su deseo», en Julio Cortázar, «Bruja», La otra orilla, en Cuentos Completos 1, Buenos Aires, Alfaguara, pp.66.72.

(25) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. p.200.

(26) Ibid., p.80.

(27) Ibid., p.80-81.

(28) Ibid., p.94.

(29) Sobre la filosofía estoica puede consultarse el clásico Anthony A. Long, La filosofía helenística, capítulo «El estoicismo», pp.111-203; o «Filosofía helenística: Cínicos y estoicos», en A. H. Armstrong, Introducción a la filosofía antigua, pp.188-213.

(30) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. , p.142.

(31) Es interesante el listado completo de las obras «desterradas»: «Cuentos de misterio e imaginación, por Edgard Allan Poe; Drácula, por Bram Stoker; Frankestein, por Mary Shelley; Otra vuelta de tuerca, por Henry James; La leyenda del valle del sueño, por Washington Irving; La hija de Rapaccini, por Nathaniel Hawthorne; Un incidente en el puento del arroyo del Búho, por Ambrose Bierce; Alicia en el país de las maravillas, por Lewis Carroll; Los sauces, por Algernon Blackwood; El mago de Oz, por L. Frank Baum; La extraña sombra sobre Insmouth, por H. P. Lovecraft. ¡Y más! Libros por Walter de la Mare, Wakefield, Harvey, Wells, Asquith, Huxley…todos autores prohibidos.», en R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., pp.142-143.

(32) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.146.

(33) Ibid., p.155. Luego de un ciclón que lo lleva hasta El país de Oz, Dorothy debe llegar hasta La ciudad esmeralda de Oz, donde vive el Mago de Oz para buscar el auxilio de éste para regresar hasta su rural hogar en Kansas.

(34) Ray Bradbury, «Usher II», en Crónicas marcianas, Barcelona, Minotauro, p. 170.

(35) Irritado, el Sr. Stendahl le recrimina a Garrett: «Oh, ya nadie se acordaba de Poe, de Oz y de los otros. Pero yo tenía mi pequeño refugio. Unos pocos ciudadanos conservamos nuestras bibliotecas hasta que llegaron ustedes, con antorchas e incineradores, y destrozaron y quemaron mis cincuenta mil libros», en R. Bradbury, «Usher II», en Crónicas marcianas, op. cit., p. 171.

(36) Ver Julio Cortázar, «El perseguidor», en Las armas secretas, en Cuentos completos, Buenos Aires, Alfaguara. En la p. 246 de esta edición, Johnny Carter, el músico de jazz personaje central del relato, dialoga con Bruno, su amigo, crítico musical, que escribe su biografía. Entonces, le recuerda su internación en un hospital. Esta es la ocasión para criticar las ilusiones de conocimiento seguro de la ciencia: «Eso era lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran seguros. Seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama: agujeros… Pero ellos eran la ciencia americana, ¿comprendes, Bruno? El guardapolvo los protegía de los agujeros; no veían nada, aceptaban lo ya visto por otros, se imaginaban que estaba viendo».

(37) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.79.

(38) Ibid., p.218.

(39) Así, La Boétie (1530 -1563) manifiesta: «Pero esa astucia de los tiranos, que consiste en embrutecer a sus súbditos, jamás quedó tan evidente como en lo que Ciro hizo a los lidios, tras apoderarse de Sardes, capital de Lidia, al apresar a Creso, el rico monarca y hacerlo prisionero. Le llevaron la noticia de que los habitantes de Sardes se habían sublevado. Los habría aplastado sin dificultad inmediatamente; sin embargo, al no querer saquear tan bella ciudad, ni verse obligado a mantener un ejército para imponer el orden, se le ocurrió una gran idea para apoderarse de ella: montó burdeles, tabernas y juegos públicos, y ordenó que los ciudadanos de Sardes hicieran uso libremente de ellos. Esta iniciativa dio tan buen resultado que jamás hubo ya que atacar a los lidios por la fuerza de la espada. Estas pobres y miserables gentes se distrajeron de su objetivo, entregándose a todo tipo de juegos; tanto es así que de ahí proviene la palabra latina (para los que nosotros llamamos pasatiempos). Ludi que, a su vez, proviene de Lydi. No todos los tiranos han expresado con tal énfasis, su deseo de corromper a sus súbditos. Pero lo cierto es que lo que éste ordenó tan formalmente, la mayoría de los otros han hecho ocultamente. Y hay que reconocer que esta es la tendencia natural del pueblo, que suele ser más numeroso en las ciudades; desconfía de quien le ama y confía en quien lo engaña. No creáis que ningún pájaro cae con mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo como esos pueblos que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la servidumbre por un simple halago, o una pequeña golosina. Es realmente sorprendente ver cómo se dejan ir tan aprisa por poco que se les dé coba. Los tragos, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos, las medallas, las grandes exhibiciones y otras drogas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía», en Étienne de La Boétie, El discurso de la servidumbre voluntaria, Barcelona, ed. Tusquets.

(40) La versión fílmica de El hombre ilustrado fue realizada por Jack Smight en 1969. En el resto de la filmografía de Smight quizá sobresale La batalla de Midway (1976). El guión es de Howard B. Kreitsek. La adaptación se sitúa en la época de la Depresión en Estados Unidos. Un joven, Willie (Robert Drivas), se encuentra con el «hombre ilustrado», Carl (Rod Steiger), quien vaga por el país realizando breves trabajos en circos o ferias. Su cuerpo está cubierto con los tatuajes que le hizo la misteriosa mujer del futuro, Felicia (la bella Claire Bloom). Sobresale la brillante actuación de Steiger que, un año después del film en cuestión, protagonizó magistralmente a Napoleón en Waterloo (1970). Carl y Willie se encuentran en un lugar solitario, cerca de un camino y dominado por la bella presencia de un río, las montañas y un radiante cielo azul. Carl le revela sus tatuajes a su ocasional interlocutor. Con acento irritado y sombrío, recrea la especial historia de su cuerpo ilustrado. Alternativamente, Willie se concentra en tres ilustraciones del extraño nómada tatuado que lo conducen a la adaptación de tres historias, tres relatos de la obra de Bradbury: «La pradera», «Lluvia» y «La última noche del mundo». La mejor adaptación es quizá la del Cuarto de Juegos de los niños en La Casa de la Vida Feliz con su pradera africana. «La lluvia» se concentra en la gradual desesperación de los astronautas sobrevivientes en un planeta Venus apabullado por la lluvia constante. En la época en que Bradbury escribió el relato, aún no había llegado al segundo planeta del Sistema Solar la sonda rusa Venera que, en 1975, sobrevivió sólo unos minutos en la atmósfera venusina, compuesta esencialmente de dióxido de carbono, con un desaforado efecto invernadero, que precipita la temperatura de la superficie a 470 grados centígrados; una temperatura superior a la de Mercurio y capaz de fundir el plomo. Este infierno dantesco hace imposible, obviamente, el libre deambular humano sobre su superficie. En el último relato «La última noche del mundo», el guionista introdujo notables modificaciones respecto a la versión original ya que, en el texto bradburiano, el matrimonio reacciona con serenidad estoica ante la certeza del inminente final. En la adaptación de Smight la acción dramática se concentra en la discusión entre los esposos sobre la cuestión de sacrificar o no a los niños para evitarles el sufrimiento. En apariencia, no se toma ninguna decisión final. Pero la noche que supuestamente sería la última, pasa y, horrorizada, la esposa descubre, bajo la luz de una nueva mañana, los cuerpos exánimes de sus hijos junto al rostro de espanto irreversible de su esposo. La película exhibe buenas actuaciones (donde, como ya se comentó, sobresale la de Steiger). Tal vez, se concentra demasiado en los diálogos y escenas compartidas entre Carl, el hombre ilustrado, y Willie. De todos modos, logra establecer un clima de intriga y los tres relatos recreados se interpolan de forma fluida en la narración central del hombre ilustrado que, entre paisajes solitarios, exhibe sus ventanas-imágenes de las ilustraciones que cubren su piel.

(41) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p. 136

(42) Ibid., p.160.

(43) La epojé se relaciona con la reducción eidética, donde se deja de lado todo lo fáctico de un hecho para llegar a la esencia, un trasfondo invariable que ya no puede ser reducido. Este trasfondo es la conciencia. Mientras que, en el relato de Bradbury, para Hitchcock el único sustrato que no puede ser negado es el espacio. Ver E. Husserl, Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, trad. José Gaos, México, Fondo de Cultura Económica.

(44) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p. 167.

(45) En el relato se aclara que, al viajar al pasado, los viajeros del futuro sufren una «barrera psicológica», que asegura que no hagan revelaciones sobre la realidad futura de la que proceden:  «No era posible decir  dónde o cuándo se había nacido, ni hablar del futuro con los hombres del pasado. El futuro y el pasado debían protegerse el uno del otro.», en  R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit. p.177.

(46) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.109.

(47) Ibid., p.64.

(48) Ibid., p.268.

(49) Ray Bradbury, Las doradas manzanas del sol, Barcelona, Minotauro, p.218.

(50) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.240.

(51) Ibid. p. 243. La ciudad viviente en Taollan es asociable con la casa de «Vendrán lluvias suaves» en Crónicas Marcianas. Sus habitantes han desaparecido, pero la casa vive y repite sus funciones y rutinas sin necesidad de una directa o constante intervención humana. La ciudad viviente capaz de la imitación de la voz y el pensamiento humano se reitera como ejemplo de un «animismo urbano» en una casa como conciencia narradora de la novela La casa, del escritor argentino Manuel Mujica Láinez. Todos estos modelos de ciudades animadas difieren de la imposibilidad y el abandono de la ciudad del relato borgiano «El inmortal».

(52) Ray Bradbury, «El que espera», en Las maquinarias de la alegría, Barcelona, Minotauro, p.30.

(53) R. Bradbury, El hombre ilustrado, op. cit., p.131.

(54) Ibid., p.132.

(55) En 2001 de Arthur Clarke se abre la postulación imaginativa de lo que podríamos llamar alteridad corporal. El cuerpo orgánico es quizá sólo el comienzo de una evolución superadora. Esta primera forma de corporalidad es superada por un cuerpo cibernético, compuesto por metal y plástico, posible vía hacia la inmortalidad, dirigida por el órgano cerebral; así, el cerebro dirige «sus miembros mecánicos», y observa «el universo a través de sus sentidos electrónicos…sentidos muchos más finos y sutiles que aquello que la ciega evolución pudiera desarrollar jamás «(10). De esta forma, la escisión mente-máquina encuentra una «completa simbiosis». Y, en un peldaño más alto de la especulación biológica en relación a la alteridad corporal, algunos biólogos de tendencias místicas «especulaban que la mente terminará por liberarse de la materia. El cuerpo-robot, como el de carne y hueso, sería solamente un peldaño hacia algo que, hacía tiempo, habían llamado los hombres «espíritu» «. El cuerpo, en esta línea evolutiva, deviene finalmente luz. Ver Arthur Clarke, 2001. Una odisea espacial, Hyspamérica ediciones Argentina, Buenos Aires, 1986, (trad. Antonio Ribera)

(56) Ver León Tolstoi, «Los tres staretzi», en Antología del cuento extraño, Buenos Aires, Editorial Hachette, 1976, pp.95-104; traducción Rodolfo Walsh.

(57) Ver R. Bradbury, «Calidoscopio», en El hombre ilustrado, op. cit., pp.33-43.

(58) R. Bradbury, «No han visto las estrellas», en Antología poética, Ediciones Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos Aires, 2000 (selección y traducción Marcial Souto), p. 64.

(59) Ibid., p.73.

(60) R. Bradbury, Fantasmas de lo nuevo, Barcelona, Minotauro, p. 281.

(61) R. Bradbury, «Cantata Apolo», en Fantasmas de lo nuevo, op. cit., pp. 288-295.

(62) Ver E. Bradbury, «El mendigo del puente de O’Connell», en Las maquinarias de la alegría, op. cit., pp.169-185.

(63) R. Bradbury, Antología poética, op. cit., p.105.

(64) R. Bradbury, Las doradas manzanas, pp. 11-17. del sol, op. cit., p.84.

(65) Ver R. Bradbury, «En una estación de buen tiempo», en Remedio para melancólicos, op. cit., pp.11-17.

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