Por Esteban Ierardo

Unos de los momentos cumbres de Borges, y quizá de la literatura moderna, es su cuento «El Aleph». Aquí, en un ensayo dividido en ocho partes, nos sumergimos en el modo como el autor de Ficciones convierte en escritura la visión del universo concentrado en un punto en un sótano de una casa en el sur de la Ciudad de Buenos Aires.
I. Hacia El Aleph
Alguien temeroso, cargado de dudas y confusión, desciende por una escalera a un sótano. Todo esto ocurre en el sur de una ciudad, ella misma emplazada en el sur del planeta. La puerta se cierra. La oscuridad es total. En uno de los escalones de la escalera, una pequeña esfera tornasolada se abre y enciende y entrega un magnético punto. En éste, en vertiginosa simultaneidad, se muestran, a la vez, todos los ángulos posibles de todas las cosas. Ese mágico punto es El Aleph. Una extática visión del universo.
El cuento de Jorge Luis Borges, «El Aleph», vio la luz en 1945, entre los últimos estertores de la Segunda Guerra Mundial; publicado en la Revista Sur, luego se integró al volumen homónimo editado por la editorial Losada, en 1949. Estela Canto, una pareja de Borges de aquellos años, tuvo una presencia importante en la gestación del relato y en el destino de su manuscrito (1).
El Aleph es una de las cumbres innegables de la literatura borgiana. En su trama fantástica convergen el interés de Borges por la experiencia mística y por un concepto filosófico amplio de lo real, que eleva lo más pequeño al vértigo inexpresable del universo. Por la ficción literaria, el pensamiento bate alas desde un punto hacia lo inmenso. La literatura y el pensamiento unidos en un intuir la realidad perdida, la de la vastedad.
II
El calidoscopio y el huevo de cristal

Borges le regaló a Estela un calidoscopio y luego el manuscrito del cuento. El calidoscopio es un tubo con un prisma formado por láminas translucidas con objetos de diversos colores. Al girarlo, las imágenes de aquellos objetos se multiplican; pueden ser más o menos según la inclinación de sus espejos. Un escocés inventó el tubo mágico, David Brewster, en 1816. No obtuvo beneficios económicos de su invención. Un rápida saga de imitadores propagó la invención. Se convirtió en uno de los juguetes más producidos en el mundo.
El calidoscopio introduce lo maravilloso en lo cotidiano. El espejo mágico de las brujas, por su parte, que puede ser de acero pulido, o un cristal con revestimiento negro, o de forma convexa, entre muchos otras funciones, es puerta abierta a otros mundos. Luego, en el relato se mencionará el espejo universal de Merlín.
Y otro objeto-portal ejerce su influjo en Borges. En el epílogo de su cuento, admite la influencia de «El huevo de cristal» (The cristal egg) de H.G.Wells, del año 1897, justo cuando el escritor inglés se aprestaba a publicar La guerra de los mundos en Pearson’s Magazine (2). En este relato, el señor Cave es anticuario y naturalista. Tiene una tienda. En su escaparate exhibe un trozo de cristal con la forma de huevo. Puede vender el objeto. Pero no lo hace; se obsesiona con él porque, a través de su transparencia, ve paisajes del planeta Marte. El cristal esferoide es una ventana al planeta del Dios de la guerra. Con la ayuda de Wace, un amigo, a través del vidrio mágico divisa llanuras, casas, un valle, insectos con ojos humanos, seres voladores; sobre una serie de columnas distingue otro esferoide huevo de cristal. Cave muere mientras ve el objeto. Su esposa lo vende. Wave no puede rastrearlo por la prensa; ésta desacredita como inverosímiles sus afirmaciones. Al final, Wace especula que, en una época muy lejana, el huevo de cristal fue traído por los marcianos a la Tierra para escudriñar lo que aquí ocurría, y es posible que existan otros esparcidos por el planeta.
En el calidoscopio brilla lo insólito; en el caso del cristal mágico del autor de Time machine, el vidrio con forma de huevo expande el ver, suprime las distancias, devine ventana abierta a otro mundo paralelo. En un pequeño espacio, el del calidoscopio o del huevo de cristal, se des-cubre lo antes escondido.
III
Beatriz, Borges, Beatrice, Dante, el camino hacia la visión

El Aleph, como el calidoscopio o el huevo esferoide de H.G. Wells, es vehículo hacia una forma de visión.
La que le permite a Dante Alighieri la visión de Dios es Beatrice, la mujer divina, portadora de sophía, la sabiduría. Y el Borges en el cuento también inicia su camino visionario a través de la atracción de su Beatrice: Beatriz Viterbo, esa mujer «alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis» (Borges, 2009, p.1062). Esa mujer, antes de su partida, gustaba de las veleidades de la moda, de la publicidad, del exhibicionismo. Por su propio nombre, Beatriz remite a la Beatrice dantesca, y su vínculo con lo italiano se subraya por su apellido Viterbo, localidad en el Lacio.
Tras la muerte de Beatriz, Borges regresa a su casa en los aniversarios de su partida. Entonces, es inevitable el encuentro con su primo, también habitante de la casa, Carlos Argentino Danieri, cuya «actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante». Danieri admira a Paul Fort, un poeta francés, figura relevante en Montparnasse, «El Príncipe de los Poetas«, según Paul Valery. Carlos Argentino se empeña en su Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema dedicado a la vastedad de la Tierra; proyecto con reminiscencias del Polyolbion, la epopeya topográfica del poeta inglés Michael Drayton publicada en 1612, quien pretendió dar cuenta de toda la fauna, flora, hidrografía, orografía, historia militar y monástica de Inglaterra y Gales. El poema topográfico como género poético describe con elogios un paisaje o lugar, con su ríos, colinas, ruinas. El poema «Cooper’s Hill» (1642) de John Denham inició el género que alcanzó su cima en el siglo XVIII en Inglaterra con, por ejemplo, Windsor Forest (1713) de Alexander Pope y Grongar Hill (1726) de John Dyer. Bajo la inspiración de estos modelos poéticos, Carlos Argentino quería «versificar toda la redondez del planeta». En el trato con el primo de Beatriz, Borges comprende «que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable». Las motivaciones, más que un real logro, era el mérito del poema de Carlos Argentino Daneri que, en cuanto a su realización misma, «parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos» .
Como mal poeta, Carlos Argentino invita a la crítica de la poesía empalagosa, pretenciosa, fallida, pura fanfarria retórica. También la apreciación sobre su poética es oportunidad para una estimación de los críticos que, aunque carentes de creatividad, al menos pueden dar señales de un filón de riqueza hasta el momento inadvertido, dado que los críticos son esas personas “que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro”(Borges, 2009, ibid).
Carlos Argentino aspira a que el narrador le consiga un prólogo de Álvaro Melián Lafinur (3) para su obra. Pero el momento esencial del obligado trato del narrador con Danieri es una especial llamada. Preocupado, Carlos Argentino le comunica a Borges que su hogar, en la calle Garay, es contiguo a un salón-bar de los Zunino y Zungri que ambicionan expandir su negocio mediante la demolición de su casa; casa que no solo es la que atesora los recuerdos de Beatriz, sino que en «un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos».
La pérdida de la casa por Zunino y Zungri encubre la crítica a los inmigrantes italianos que, en la primera mitad del siglo XX, desplazan a la aristocracia criolla a la que Borges adhería. Zunino y Zungri representan también la modernidad y el progreso como una marea incontenible en la que una ascendente burguesía arrasa con reservorios de cultura heredadas como en el relato de Manuel Mujica Laínez, «El Salón Dorado» (4).
Y Carlos insiste en su carácter de descubridor de El Aleph:
«Está en el sótano del comedor -explicó, aligerada su dicción por la angustia-. Es mío, es mío: yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph» (Borges, 2009, ibid).

Henry Holiday,Walker Art Gallery, Liverpool, Inglaterra (Wikimedia)
Y en la admirada Beatriz late la conexión simbólica con la Beatrice de Dante. Por su parte, Carlos Argentino Danieri suele ser entendido como el poeta mediocre, la contracara grotesca del narrador. Costa Picazo, en la versión comentada del primer volumen de las obras de Borges publicada por Sudamericana, sugiere que una de las asociaciones posibles es entre Carlos Argentino y Pablo Neruda; equiparación a partir de asociar el Canto Augural con su Canto general. Pero la significación de Danieri es más compleja y ambivalente. Es un malogrado artista, y también, al menos en un momento, se presenta como la figura del loco: «me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco».
Pero la locura de Carlos Argentino es clarividente porque, como descubridor del Aleph, supo intuir que el acceso a otro mundo en el sótano no era solo un baúl, sino algo más. En ese perfil Danieri se emparenta con el Dante Alighieri que encuentra el lugar, en medio de una selva oscura, para descender a un sótano/infierno que luego se troca en cielo de la iluminación.
Si el narrador no hubiera comprobado, por su propia experiencia, la realidad del Aleph, la sospecha de insania de Danieri se hubiera convertido en la locura regresiva del desquicio mental, pero al actuar como guía hacia un sitio numinoso, su condición se asemeja a la concepción antigua del loco como poseído por las musas en el Ion platónico o su rol de profeta en el Renacimiento (5).
En todos los casos, la visión en ciernes que propicia Beatriz/Beatrice, Danieri /Dante, no es un directo alumbramiento místico de la conciencia, sino un viaje que comienza con el descenso a un sótano/infierno, y con la problemática filosófica de la limitación del lenguaje.
IV
El rito del descensus ad inferos, en lo oscuro estalla la luz

En los mitos antiguos, el simbólico camino hacia el conocimiento requiere de un previo descensus ad inferos (descenso al infierno), tema recurrente en varias culturas, como la griega, cristiana, o maya. En la mitología griega, el héroe troyano Eneas es guiado por la Sibila de Cumas en su descenso al inframundo (el Hades, Tártaro, infierno griego). Allí, el espíritu de su padre le anticipa su destino: fundar Roma. Ulises también desciende al Hades. En la Odisea, baja al inframundo para recibir consejo del vidente Tiresias en su regreso a Ítaca. En el cristianismo, en varias fuentes, entre su crucifixión y su ascenso al cielo, Cristo desciende de forma triunfal a los infiernos para liberar a las almas justas. Entre otras fuentes, esto es mencionado en el Credo Atanasiano, declaración de la fe cristiana sobre la Trinidad y la encarnación de Jesucristo; en el Nuevo Testamento en 1 Pedro 4: 6, se afirma que «la buena nueva fue proclamada a los muertos» (6). En el Popol Vuh, obra de los mayas quiché, los héroes, los Dioses Gemelos Hunahpú e Ixbalanqué, descienden a Xilbalbá, la Tierra de los muertos (7).
El descenso a la región subterránea e infernal encaja en el proceso iniciático tal como es explicado en Iniciaciones místicas de Mircea Eliade (8).
Desde el plano del simbolismo, el descenso al infierno funge como ritual muerte simbólica, inmersión en las profundidades del espíritu, superación de pruebas, remoción de obstáculos como preludio al renacimiento en un nuevo conocimiento.
El renacer en otro ver en un espacio subterráneo y oscuro ocurre también claramente en el cuento de Borges «La escritura del dios» (9); y aquí, esta condición se reitera al bajar al sótano en una casa situada en el sur de la Ciudad de Buenos Aires:
«…zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph» (Borges, 2009, ibid).
Descenso a un sótano que «tenía mucho de pozo»; reclinación sobre una bolsa que también Carlos indica debe estar «en un sitio preciso», para que, sumergido en la oscuridad e inmóvil, el «iniciado» mejor se concentre en el escalón diecinueve de la escalera en el que gira una muy pequeña esfera. Entonces, una breve espera. Y la visión de «una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor», de dos o tres centímetros. Todo «el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño». La visión percibe la inmensidad espacial en un lugar y un instante. Al ver cada cosa es muchas; lo opuesto a la cosa idéntica a sí misma que no puede ser otra cosa a la vez bajo peligro de contradicción; es decir, la cosa bajo el reino del principio de identidad aristotélico. Pero ahora cada cosa es «infinitas cosas».
La cosa vista desde un solo ángulo es una sola cosa, pero vista «desde todos los puntos del universo» estalla; y es una cosa y, a la vez, todas las cosas. El infinito en lo particular.
Y la experiencia de la visión se transforma en problema lingüístico. Recaída en lo ya sabido por todo místico: la palabra convive siempre con lo que no se puede traducir en concepto claro . Ver el todo en un instante, en un punto, es ejemplo superlativo de lo indecible. Entonces:
«Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; cómo transmitir a los otro el Aleph , que mi temerosa memoria apenas abarca?… Por lo demás, el problema central es irresoluble: la enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito». Y «lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es» (Borges, 2009, ibid).
Lo visto en El Aleph es experiencia mística porque el observador se funde con lo observado. El calor emocional de esta fusión es en sí misma inexpresable. Esto supone la desesperación de la palabra y del escritor.
La lengua es un código compartido, una lógica común de enunciados. Entonces, ¿cómo compartir lo que fractura el código de una comunidad lingüística? ¿cómo transmitir a los otros el Aleph…? ¿Cómo expresar por el lenguaje un conjunto infinito? Por esta imposibilidad, el discurso visionario nunca es un modo de la verdad como adecuación, no se basa en la correspondencia suave y precisa entre lo que se dice y lo dicho. Así, la visión literaria es solo una aproximación metafórica; es expresión de un gran fuego solo por una débil y anémica llama; es el arte de la sugerencia verbal de lo que late en el silencio fuera de la sucesión en el tiempo de esto y lo otro, y que solo existe en la simultaneidad. La realidad es la gran simultaneidad. Ante esto, el lenguaje, que siempre es sucesivo, es impotente para comunicar la gran simultaneidad de todo lo que se entrega en un instante.
En la narración visionaria, el lector debe apegarse ya no a la palabra escrita, sino a lo que la emoción sugiere e intuye, sin método ni garantías de comprensión. Al amparo de un lenguaje visionario ya no se debe entender sino percibir el milagro de la existencia simultánea de todo.
Y el lenguaje visionario se acerca siempre a la poesía porque, como sugiere Jaime Rest:
«…la poesía permite el uso de las palabras para hablar de otra cosa, para sugerir por medio de enunciados verbales aquello que resulta imposible de denotar; es, a su modo, la única forma de que dispone el hombre para no quedar atrapado en el silencio» (Jaime Rest (1976), p178).
Y lo que existe en lo simultáneo no se divide en sustancias, individuos, cosas, yoes separados. Cada punto es todos los puntos en la unidad de lo simultáneo, como lo que sugiere Alanus de Insulis: la realidad como «una esfera cuyo centro está en todas partes», lo que recuerda «La esfera de Pascal» (10).
V
La visión y las consecuencias de la visión

No se puede enumerar un conjunto infinito, pero Borges, como estrategia narrativa de lo visionario, recurre al efecto de la enumeración de epítetos, de imágenes; recurso poético para aumentar gradualmente la temperatura emocional de la experiencia con antecedentes en los Salmos bíblicos o en la poesía de Whitman.
En la repetición del acto de ver se labra un fantástico tejido de imágenes calidoscópicas en el que irrumpen el mar, el alba y la tarde, pirámides, laberintos, espejos, libros antiquísimos, tarjetas postales, un astrolabio persa; lugares: América, Bengala, Querétaro, el Mar Caspio, Adrogué, Fray Bentos, Mirzapur, Alkmaar; animales: tigres, bisontes, hormigas; y personas: «vi en Inverness una mujer que nunca olvidaré», y a Beatriz Viterbo y a Carlos Argentino; la visión como combinatoria de objetos, lugares, animales, personas. Al final, todo lo visto palpita y se entrelaza en el universo:
«…y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo»(Borges, 2009, ibid).
En la visión del Aleph se percibe algo nunca antes experimentado: la totalidad, la inmensidad, la integración de todo en todo, el universo. Algo que despierta un sentido de celebración, y una solitaria vastedad compasiva: «sentí infinita veneración, infinita lástima.»
El Aleph convierte en literatura un rico torrente de experiencias místico-visionarias en muchas culturas. En el caudal del cristianismo, Santa Teresa de Ávila afirmó ver el infierno, el purgatorio, la Virgen María, los ángeles y los santos hasta llegar al éxtasis y unión con la divinidad; la visionaria alemana medieval Hildegarda von Vigen vio una gran monte, un edificio cuadrangular como representación de la creación y orden del universo; en esta tradición cristiana se suman Santa Faustina Kowalska, Juliana de Norwich; y el carmelita San Juan de la Cruz, y su célebre visión de la «noche oscura del alma», la oscuridad y el vacío que precede a la unión con Dios.
En la cultura precolombina, o en el Asia siberiana, mediante plantas sagradas, como el ayahuasca, en estados alterados de conciencia, los chamanes experimentaban visiones que los ponía en conexión con animales totémicos, antepasados, espíritus de la naturaleza; o en América del Norte, recordemos la Gran visión de Alce negro, quien, siendo joven, abandonó su cuerpo y contempló el mundo secreto de los Seis Antepasados, la montaña más alta del mundo, un círculo sagrado en cuyo centro se erguía un árbol poderoso (11).
En la India, Buda experimentó su gran iluminación y la budeidad bajo el Árbol Bodhi, por la que comprendió que la vida es dolor y deseo, y la posibilidad de su superación por el desapego. En el hinduismo, la meditación conduce al samadhi, estado de éxtasis visionario que implica la perdida del sentido del yo, de la identidad personal, un sentir más allá del tiempo y el espacio. Para la escuela filosófica de la antigua India, el Asvaita Vedanta, el individuo (Atman) adquiere conciencia de su identidad con la realidad última de Brahman, y así se ve, y se supera maya, la ilusión de la separación entre el yo y el mundo.
En estos y muchos otros ejemplos de visión mística, siempre se experimenta la unión con algo intuido como divino; y la huella de esta experiencia es un regocijo vital profundamente transformador. La visión mística del Aleph tiene puntos de coincidencia con la visión plena del todo, pero también diferencias: el regreso de esta experiencia no es necesariamente fuente de nueva vitalidad y claridad espiritual y continua predisposición a la trascendencia. Por el contrario, en el relato borgiano la experiencia visionaria tiene como efecto el peligro de disolver el brillo de lo individual y distinto: «en la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras«; supone el riesgo de perder lo sorprendente: «temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme...»; y un sentirse ajeno, en un proceso de readaptación siempre inconcluso: «temí que no me abandonara jamás la impresión de volver». Ante esa inseguridad la única medicina es olvidar: «felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido». Olvido y el deseo de alejarse de una experiencia que trasmite perplejidad y dudas antes que, necesariamente, una transformación mística que abre a lo inmenso.
VI
El falso Aleph
El nombre del Aleph procede «de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada»; relación con la mística judía porque «para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior». (Borges, 2009, ibid). Es decir, nuevo enlace con las tradiciones místicas.
La toma de distancia de la experiencia mística en El Aleph es cuestionar el carácter de genuino o único del aleph experimentado en el sótano de la casa de Constitución. Acaso el verdadero Aleph es otro, no el descubierto por Carlos Argentino Danieri. Para eliminar la duda el narrador apela al capitán Burton, autor de una de las importantes traducciones de Las mil y una noches.
En 1867, el capitán Burton era cónsul británico en Brasil. En un manuscrito que el narrador le atribuye, se habla de «un cristal en el que se reflejaba el universo entero», y que fue de Alejandro Bicorne de Macedonia. Y entre varias menciones de espejos mágicos se menciona el espejo universal de Merlín “redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio”. Además se vincula a Burton con la afirmación sobre el interior de una de las columnas de piedra de la mezquita de Amr, en El Cairo: «quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor»; un aleph no como apertura multi visual al mundo sino como, tal vez, una convergencia de todos los sonidos.
Las variaciones imaginativas que proponen otro Aleph alejan de la certeza de lo visto, porque en definitiva: «¿lo he visto (al Aleph) cuando vi todas las cosas y lo he olvidado?»
VII
El Aleph, lo infinito en lo particular, el Sur, y la cosmología científica

Al poner en segundo plano las dudas del narrador sobre la «realidad» del Aleph, debemos regresar a la experiencia de unidad con el universo, y la cosmovisión que de esto se desprende.
El relato es un ejemplo de metaficción, de una ficción dentro de la ficción. La narración de la visión se sitúan dentro de la historia mayor que narra la relación con Beatriz y Carlos Argentino Danieri. Además de lo que vimos en la parte II sobre el calidoscopio y el huevo de cristal de Wells, la inspiración del Aleph también procede de los epígrafes del relato. El primero se lo dedica a Shakespeare, una cita de Hamlet: “Oh, Dios, podría estar encerrado en una cáscara de nuez y considerarme el Rey del espacio infinito”. Es decir, aún encerrado en una «cáscara de nuez«, por la imaginación es posible ser un «Rey del espacio infinito»; una forma de romper el enclaustramiento y así percibir la inmensidad del universo. La línea shakesperiana se encuentra en el segundo acto, en el que Hamlet reflexiona sobre la vida como puesta en escena y sobre los límites del lenguaje (“words, words, words”).
El segundo epígrafe procede del Leviatán (1651) de Thomas Hobbes. Dice: «Pero nos enseñarán que la Eternidad es la inmovilidad del Tiempo Presente, un Nunc-stans («un estar ahora», como lo llaman las Escuelas); lo cual ni ellos ni nadie más comprende, como tampoco comprenderían un Hic-stans (un «estar aquí) para una grandeza infinita de un Lugar». Hobbes alude a los escolásticos para refutarlos, para evidenciar sus, como cree él, supersticiones. De hecho, poco después, el filósofo inglés agrega: «Quieren hacernos creer que en virtud del poder omnipotente de Dios, un cuerpo puede estar a la vez en diversos lugares y varios cuerpos, a un mismo tiempo, en un solo lugar». Involuntariamente, Hobbes alude a la idea de «una grandeza infinita de un Lugar», en un ahora. Es decir, «un estar aquí», en un lugar, en el que converge «una grandeza infinita».
Y Carlos Argentino Danieri afirma que El Aleph representa: «¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!». Lo mucho en lo pequeño. La filosofía hermética, y su saber de lo oculto, es atribuida al legendario Hermes Trismegisto, en el Corpus hermeticum. Uno de sus textos célebres, «La tabla de Esmeralda», sentencia que: «así como es arriba es abajo»; es decir, lo pequeño, el micromundo, es reflejo de lo que está arriba, «lo mucho», el macrocosmos. Filosofía así de la integración y correspondencia: lo más pequeño no está aislado de la totalidad. Es una parte suya. Y dicha totalidad es el infinito en la parte. En el punto del Aleph en el que converge la infinitud.
Cada parte de la existencia pertenece a la gran vida de lo infinito, lo que alude también a uno de esos genios que rompen límites, tan estimado por Borges, George Cantor y sus números transfinitos: «para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes» ( Borges (2009), p.1069 ) (12).
El Aleph habla de una cosmovisión en la que lo particular, lo finito, es, a la vez, lo infinito. Y esto también recuerda a Nicolás de Cusa (1401-1464), el teólogo y filósofo, considerado el padre de la filosofía alemana, de gran protagonismo en la transición del pensamiento medieval al Renacimiento. Nicolás de Cusa habló de la docta ignorancia, la conciencia de la incapacidad de comprender la totalidad de Dios. Y el humano es un microcosmos que refleja el macrocosmos, y por una coincidentia oppositorum, Dios y el universo son a la vez todo en conjunto y cada una de las cosas, por lo que «el máximo y el mínimo», lo infinito y lo finito, coinciden (13). Entonces, en un punto, lo finito, en un sótano, también resplandece lo máximo, la infinitud.
Y la experiencia místico visionaria imaginada por Borges despliega alas en un sótano de una casa en la calle Garay, Constitución, en el sur de la Ciudad de Buenos Aires, lo cual es muy significativo por el valor simbólico de esta dirección cardinal dentro de su literatura.
Esto se advierte con cristalina claridad en su relato esencial «El sur». Aquí, Juan Dahlmann, el secretario de la biblioteca Manuel Gálvez, sale de la clínica en la que estuvo internado. Quiere viajar a un terreno de su propiedad en la provincia de Buenos Aires. Debe entonces llegar a la estación de trenes de Constitución en la Ciudad de Buenos Aires, para empezar su viaje. Y, camino hacia allá, al atravesar una conocida avenida, sabe que “nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dalhmann solía repetir que ella no era una convención y que quien atraviesa esa misma calle entra en un mundo más antiguo y firme”. Lo “más antiguo y firme” es trasformación de un punto cardinal de la ciudad en viaje simbólico hacia una mayor consistencia de vida.
Y esto hace comprensible lo que Borges escribe en el prólogo de Buenos Aires en tinta china, libro de 1951, con la poesía de Rafael Alberti y los dibujos de Attilio Rossi. Aquí asegura que:
“…el Sur es la sustancia original de que está hecha Buenos Aires, la forma universal o idea platónica de Buenos Aires” (14).
Y también luego agrega que cuando creía cantarle a Palermo estaba evocando al Sur porque no hay segmento de Buenos Aires que “no sea… el Sur”. En el poema “La noche que en el sur lo velaron”, de Cuaderno San Martín (1929), se detiene en un velorio en casa de gente modesta en un Sur mitificado. Y en un bar en la esquina de Chile y Tacuarí, también en el Sur, el personaje de “El Zahir” recibe en el vuelto una moneda particular, cuya imagen nunca puede olvidarse; un objeto extraordinario que adelanta la visión de la divinidad (15).
Y en el Sur, en el sótano de la casa en la calle Garay, en el barrio de Constitución, acontece la gran visión del Aleph, que permite observar el universo desde todos sus ángulos. Así, la Ciudad de Buenos Aires se transfigura y se convierte en un observatorio del universo desde un punto; así, la urbe se convierte en mirador universal, rozado por un aire fantástico y místico. Pero la casa del prodigio, la casa en el Sur, está amenazada de demolición; es decir, sobre todo lo que representa se proyecta la sombra de su desaparición en un tiempo de modernidad acelerada y superficial; lo que también intuyó Edgar Allan Poe en «La caída de la Casa Usher». Dicha casa está envuelta en una atmósfera extraña, misteriosa, y es habitada por un personaje, Roderick, hipersensible, de refinada sensibilidad estética, sobre el que el narrador dice:
“Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había destacado desde tiempos inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de muchos años, en numerosas y elevadas concepciones artísticas…” (Edgar Alan Poe (1975) ) (16).
En sus exquisiteces del espíritu, Roderick se solaza también en la música, en sus armonías de guitarra, sus impromptus. Y la casa de romántica y enigmática presencia, ya no puede permanecer en pie en el tiempo de la máquina, la prensa, el telégrafo. En el nuevo reino de lo utilitario, el arte y la profundidad de Roderick, de Poe, ya no tienen lugar, ya no pueden tener su refugio-casa.
Así, la casa del Aleph y la casa de Poe comparten un mismo proceso de extinción en el tiempo del feroz materialismo.

Y el Aleph borgiano invita a las relaciones con la física y la cosmología científica. El Aleph se enlaza con el Bing Bang, en cuanto a que ambos conceptos aluden a la totalidad que surge desde un punto de origen. El Big Bang es el estallido desde un punto inicial de densidad infinita, de temperatura máxima; una singularidad a partir de la que emana el universo en expansión. El Aleph contiene dentro de sí la polifonía completa de las cosas, y el Big Bang alberga toda la energía y materia que constituye el cosmos expansivo. Y ambos conceptos encierran zonas grises refractarias a una explicación racional.
El Aleph sugiere también un posible acople con la teoría de cuerdas y los multiversos. La teoría de cuerdas propone que las partículas fundamentales no son puntos, sino cuerdas vibrantes enlazadas a múltiples dimensiones adicionales a las tres espaciales y una temporal que percibimos. Así se perfilan distintas configuraciones de cuerdas que dan lugar a diferentes universos, todos conectados, como lo que está en el punto único del Aleph, que así es una imagen literaria de la idea de los multiversos ( 17).
Y el Aleph como punto que absorbe todos los puntos refiere también a los agujeros negros, esas regiones de espacio-tiempo con una gravedad tan alta que nada escapa de su interior, ni siquiera la luz dentro de un volumen infinitesimal. El Aleph es lo infinitamente grande, el agujero negro muy pequeño, pero ambos son un punto de gran densidad y concentración.
El Aleph borgiano es entonces ampliación de la espiritualidad en la que coinciden la fantasía literaria, la experiencia mística y la vanguardia científica movida por el deseo de dilucidar la fascinante trama escondida del universo.
Luego de encontrarse con el Aleph, aun como mera ficción, cada punto se convierte en posible altar donde, de forma secreta, se concentra lo inmenso.
VIII. Alguna vez, en tus ojos el Aleph

Por su creación de El Aleph, Borges introduce el estímulo hacia la espiritualidad de lo simultáneo. No importa el carácter puramente ficcional del Aleph como tal. Lo significativo es que la inmensidad universal está compuesto por una inimaginable variedad de cosas, seres, objetos, detalles, presencias. Y todo aquello no existe separadamente, uno por vez, si pudiéramos decir, sino simultáneamente. Ya Whitman había percibido este ser en lo simultáneo de los individuos. Borges extiende esta intuición. La espiritualidad de lo simultáneo tiene su punto máximo en un experiencia mística, real o imaginada. Y es aquí donde convive la postura personal escéptica de Borges respecto a lo «religioso», lo «místico».
Borges descree de toda trascendencia real. Sin embargo, los sueños trascendentes convertidos en ficción literaria, como el Aleph, o lo que vive Tzinacán en «La escritura del dios», son una forma de imaginación trascendente, real, al menos en su dimensión imaginaria. Pero real también como un salir del mundo prosaico y sus límites, en el punto en el que lo poético, lo fantástico y lo místico se amalgaman en una percepción del mundo que se transfigura y amplía por el arte.
Así, la gran situación visionaria en el Aleph, desde el acto de imaginación trascendente comentado, reinventa el mundo, lo lleva más allá de lo encerrado en lo digital, o en las distintas burbujas en las que hoy vivimos: la burbuja de «mis intereses personales», las burbujas ideológicas, por las que lo único a atender son «mis creencias políticas o religiosas», etc.
Y el Aleph vive en los ojos que se abren a la inmensidad, a la espiritualidad que percibe el resplandor simultáneo, de todo lo que existe.

Notas
(1) Borges amó a Estela Canto, traductora y mujer no muy atenta a parsimonias y timideces, más típicas del carácter del autor de Ficciones. Sin embargo, sostuvieron una relación sentimental de algunos años. Según ella, en febrero de 1945, recibió una carta de Borges en la que éste le manifestaba: «No te he agradecido aún la alegría que tu carta me dio. Esta semana concluiré el borrador de la historia que me gustaría dedicarte: la de un lugar (en la calle Brasil) donde están todos los lugares del mundo.“ Pocos días después le obsequió un objeto que estimaba como una puerta abierta a lo imposible: un calidoscopio. Luego Borges le llevó a Canto el manuscrito de «El aleph», que ella mecanografió. Borges le dedicó el cuento. Varias años después Canto le anunció que vendería el manuscrito cuando él muriera. Sin embargo lo hizo antes de su deceso. En mayo de 1985 lo subastó en Shoby’s. El comprador fue el Ministerio de Cultura de España, que lo adquirió por 25. 760 dólares, consta de 19 páginas y hoy se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid.
(2) «The Crystal Egg» (en español El Huevo de Cristal) es un cuento de ciencia ficción de H.G.Wells en 1897. En 1952, «The Crystal Egg» fue adaptado a un episodio de la serie de televisión de ciencia ficción Tales of Tomorrow
(3) Álvaro Octavio Melián Lafinur (1891-1958), poeta, crítico literario, profesor universitario y diplomático argentino. Era primo de Borges. Dirigió la publicación de una traducción por Borges de la obra de Oscar Wilde, El príncipe feliz.
(4) «El Salón Dorado» es un cuento de Manuel Mujica Láinez que pertenece a su obra Misteriosa Buenos Aires en 1950. El libro narra historias reales e imaginarias de la ciudad desde su primera fundación en 1536 hasta 1904, a lo largo de 42 cuentos. «El Salón dorado» es el último de ellos.
(5) En el Ion de Platón, el poeta es poseído por la locura de la inspiración de la musa que lo posee; en Historia de la locura de Foucault, en el periodo del Renacimiento, en el siglo XVI, el loco es un visionario profeta que percibe lo que los otros no, el fondo trágico de la existencia y el desquicio de la vanidad huimana.
(6) Descenso de Cristo a los infiernos El Catecismo de la Iglesia Católico señala Efesios 4:9, que afirma que «Cristo descendió a las partes más bajas de la tierra», como apoyo a esta interpretación. Estos pasajes del Nuevo Testamento han dado lugar a diversas interpretaciones. El Descenso del Infierno se conmemora en el calendario litúrgico, el Sábado Santo.
(7) Cf. Anónimo, Popol Vuh, Las antiguas historias del Quiché, traducción, introducción y notas de Adrián Recinos, Fondo de Cultura Económica.
(8) Cf. Mircea Eliade, Iniciaciones místicas, ed. Taurus. Aquí el historiador rumano de las religiones propone que, en la sabiduría antigua, se busca la iniciación mediante un proceso tripartito: el nacimiento del cuerpo natural, la muerte simbólica, y el renacimiento del iniciado a una nueva vida.
(9) En «La escritura del dios», también en el volumen de cuentos El Aleph, la visión se manifiesta cuando un mago azteca prisionero en una prisión subterránea, luego de la conquista española, ve la totalidad a través de la imagen de una rueda, en la cual todos los seres están unidos.
(10) Cf J.L. Borges, «La esfera de Pascal», en Otras inquisiciones (1952). La metáfora de la esfera recorre los tejidos de la historia desde la Grecia de Platón o Parménides, y la Alejandría antigua de la filosofía hermética de Hermes Trimegisto, hasta la Edad Media, el Renacimiento, el tiempo cercano al barroco de Giordano Bruno, y Pascal ya en la era barroca. Así la historia se devela como «la historia de la diversa entonación de algunas metáforas».
(11) Cf. Arco iris Llameante (John Neihardt), Alce Negro Habla, José J. de Olañeta, Editor.
(12) Georg Cantor (1845-1918), matemático nacido en Rusia, nacionalizado alemán. Fue inventor con Dedekind de la teoría de conjuntos, base de las matemáticas modernas. Dentro de sus investigaciones sobre los conjuntos infinitos fue el primero en formalizar la noción de infinito bajo la forma de los números transfinitos, números ordinales infinitos que son mayores que cualquier número natural.
(13) Cf. Nicolás de Cusa (2007), Acerca de la docta ignorancia. Libro I: Lo máximo absoluto. Buenos Aires: Biblos. Introducción, traducción, notas, Claudia D’Amico y Jorge M. Machetta.
(14) Cf. Buenos Aires en tinta china (1951). Buenos Aires: editorial Losada, Biblioteca Contemporánea; con prólogo de JLB; poemas de Rafel Alberti e ilustraciones del italiano Attilio Rossi (1909-1994), hispanista, artista diverso que escribió e ilustró libros, pintó cuadros, creó dibujos, editó y colaboró como crítico en revistas y organizó exposiciones.
(15) «El zahir», en el volumen de cuentos El Aleph. Un zahir es aquello que, una vez visto, no puede ser olvidado; su visión es preludio de la vista del absoluto; contiene referencias a «La conferencia de los pájaros» del místico persa Attar, del siglo XIII.
(16) Cf. E, Ierardo, Detrás de la caída de la casa Usher, de E.A.Poe
(17) Cf. Visiones del multiverso: microcosmos y totalidad en El Aleph de Jorge Luis Borges.
Bibliografía:
Borges, Jorge Luis (2009), Obras completas I (1923-1949), Buenos Aires: Ed. Sudamericana.
-J.L.Borges, «La escritura del dios», en El aleph.
-J.L.Borges, «El zahir» en El Aleph.
H.G.Wells (1897), «The Crystal Egg» (El Huevo de Cristal), Londres: The New Review.
Estela Canto (1989), Borges a contraluz, Buenos Aires: Emecé.
Platón (2003), Ion, en Diálogos, volumen I. Madrid: Editorial Gredos.
Michel Foucault (2021), Historia de la locura en la época clásica. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Jaime Rest (1976), El laberinto del universo. Borges y el pensamiento nominalista. Buenos Aires: Ediciones Librerías Fausto.
Arco iris Llameante (John Neihardt) (1998), Alce Negro Habla, José J. de Olañeta, Editor.
Edgar Alan Poe (1975), «La caída de la casa Huser», Cuentos I, prólogo, traducción y notas de Julio Cortázar, Madrid: Alianza.
