Carta al Greco

Por Nikos Kazantzakis

El entierro del conde de Orgaz (1588), en la Iglesia de Santo Tomé, Toledo, obra esencial de El Greco

Nikos Kazantzakis, el autor de Zorba el griego y La última tentación de Cristo, escribió también una famosa carta al Greco, el gran artista, lo mismo que él, griego y originario de Creta, y que pintó sus grandes obras en Toledo, en tiempos del barroco.

El Greco (1541‑1614), el gran pintor místico nativo de la isla de Creta, no fue comprendido en su época; y, luego, fue olvidado durante varios siglos.

Hoy es un faro brillante e ineludible de la historia del arte. En su obra prevalece un arrebatador impulso hacia lo alto, un hacer arder las formas en pos de su trasformación espiritual. Varios siglos después de su muerte, uno de sus más ilustres coterráneos, otro cretense, Nikos Kazantzakis, nació en la misma ciudad del Greco, en Candía (hoy Heraclio).

 Kazantzakis fue escritor y traductor; estudió en la Universidad de Atenas; en París, estudió con Henry Bergson. Es autor de la célebre novela Zorba el griego (1946); Cristo de nuevo crucificado (1948), donde recrea la representación de la pasión de Cristo en un pueblo griego; La última tentación de Cristo (1951), libro de inspiración religiosa, también llevada al cine en 1988 por Martín Scorsese; y El pobrecillo de Dios (1953), obra sobre San Francisco de Asís; y Odisea (1938), épica y lírica continuación del poema homérico.

  Kazantzakis escribió un homenaje al gran pintor cretense que brilló en Toledo. Escribió La carta al Greco, donde el narrador, su nieto, se encuentra imaginariamente con su ancestro para recorrer los secretos de su arte trascendente. En La mirada de Linceo presentamos una versión parcial de esta extensa carta publicada, en una edición castellana, en Buenos Aires, por la tesonera labor editorial de Carlos Lohle. A través del escritor, el pintor medita en lo hondo de su creatividad. Y así, le manifiesta a su nieto: «Una llama atraviesa las piedras, los hombres, los ángeles, esto es lo que yo quiero pintar. No quiero pintar la ceniza, soy pintor y no teólogo. Quiero pintar el instante en que las criaturas de Dios arden: un poco antes de que caigan en cenizas. Siempre que tenga tiempo. Por eso tú me ves jadear, apresurarme: tengo que pintarlas antes que se conviertan en cenizas».

  El primer artista cretense El Greco, el pintor, hizo arder los seres para que liberen su luz; el segundo gran cretense, el escritor, Kazantzakis, caminó entre los lienzos para, con las lámparas de las palabras, hacer susurrar parte del secreto de un arte que, como movido por un apasionado Lucifer (que adelantaba al de los románticos), quería ir ‘»más allá de las fronteras de lo humano. Pero no éramos nosotros quienes queríamos lanzarla más allá de las fronteras; había en el fondo de nosotros un demonio, llamémoslo Lucifer por ser portador de la luz, y él era quien nos impelía. Él era quien quería superar las  fronteras de lo humano para ir no sabemos dónde -sólo sabemos una cosa: íbamos más alto».

E. I

CARTA AL GRECO (*)

Por Nikos Katazankis

   Abuelo amando, beso tu mano, beso tu hombro derecho, beso tu hombro izquierdo. Mi confesión ha terminado; ahora, formula tu juicio. No te he hablado de detalles de mi vida cotidiana, son cáscaras vacías que tú has arrojado a la basura en el abismo, yo también las he arrojado. Grandes y pequeñas amarguras, pequeñas y grandes alegrías, a veces la vida me hería, a veces me acariciaba, son los incidentes triviales de cada día; todo esto nos ha abandonado, nosotros lo hemos abandonado también, no vale la pena mirar hacia atrás para sacarlo del abismo.

 (…) He amado a algunas mujeres; he sido afortunado en esto, he encontrado en mi camino mujeres maravillosas, nunca los hombres me han hecho tanto bien ni me han ayudado tanto en mi combate como estas mujeres. Y más que todas, la última. Pero tiendo sobre el cuerpo enamorado el velo que los hijos de Noé tendieron sobre su padre ebrio. He amado, tú lo has amado también, abuelo, este mito de nuestros antepasados que habla de Eros y Psique. Existe una gran vergüenza, un gran peligro en hacer la luz, en ahuyentar la oscuridad para ver dos cuerpos abrazados. Tú no lo sabías, tú que has ocultado en la sombra divina del amor a tu amada compañera, Jerónima de las Cuevas; yo he hecho lo mismo con mi Jerónima, valiente compañera de lucha, gran consuelo, fuente fresca en el desierto inhumano porque atravesamos. La pobreza, la miseria, razón tienen los cretenses al decirlo, no son nada, siempre que se tenga una buena esposa. Nosotros dos tuvimos una buena esposa, la tuya se llamaba Jerónima, la mía Helena. ¡Qué suerte tuvimos, abuelo! Cuántas veces, al mirarlas, nos hemos dicho:

– ¡Bendita sea ahora de nuestro nacimiento!

 Pero las mujeres, ni siquiera las más amadas, no nos han extraviado. No hemos seguido su camino sembrado de flores, la hemos traído con nosotros, o mejor dicho, no las hemos traído, ellas nos han seguido por su propia voluntad, como animosas compañeras, en nuestra ascensión.

  Los dos hemos cazado durante toda nuestra vida una sola cosa, una visión cruel, sanguinaria, indestructible, la sustancia. ¡Cuántas copas de amargura nos han llenado los dioses y los hombres, cuánta sangre, sudor y lágrimas hemos vertido por ella! Durante toda nuestra vida un demonio -¿era un demonio o un ángel?- no nos ha dejado reposar; se agachaba, se pegaba contra nosotros y nos musitaba al oído: ¡Inútil! ¡Inútil! ¡Inútil! Creías que nos cortaría brazos y piernas, pero nosotros sacudíamos la cabeza, lo expulsábamos y apretábamos los dientes: -¡Esto es lo que queremos! -le respondíamos-, no trabajamos por un salario, no queremos cobrar el premio de nuestro esfuerzo, luchamos más allá de la esperanza, más allá del Paraíso, en el vacío.

 Esta sustancia ha tomado muchos hombres; a medida que la perseguíamos cambiaba de máscaras- ya la llamábamos suprema esperanza, ya cumbre del alma del hombre, ya espejismo del desierto y ya pájaro azul y libertad. Y finalmente se nos aparecía como un círculo perfecto cuyo centro era el corazón del hombre y la circunferencia la inmortalidad; y nosotros le dábamos arbitrariamente un nombre cargado del peso de todas las esperanzas y de todas las lágrimas de la tierra: Dios.

 Todo hombre cabal tiene en sí, en el corazón de su corazón, un centro secreto alrededor del cual gira el universo; esta revolución secreta da una unidad a nuestro pensamiento y a nuestras acciones y nos ayuda a descubrir o a inventar las armas del mundo. Unos tienen el amor, otros la sed de conocimiento, otros la bondad o la belleza; o también la pasión del oro o del poder: todo esto lo refieren y los someten a esta pasión central. Desdichado el hombre que no siente en el fondo de sí mismo a un monarca absoluto que lo gobierna: su vida, anárquica ce incoherente, se dispersa a todos los vientos. Abuelo, nuestro centro, que en su torbellino se ha apoderado de todo el mundo visible, esforzándose, por levantarlo al estadio superior del calor y de la responsabilidad, es este: la lucha con Dios. ¿Cuál Dios? La cumbre salvaje del alma humana que siempre estamos a punto de alcanzar y siempre se nos escapa un salto y sube más arriba.

 -¿Se ha visto a alguien luchar con Dios?- me preguntaron un día los hombres, por burla.

-¿Con quien otro queréis que luchemos?- le respondí.

 Y verdaderamente, ¿con quién otro?

  Por eso, abuelo, toda nuestra vida ha sido una ascensión. Una ascensión, un abismo, un desierto. Partimos con muchos compañeros de lucha, muchas ideas, una escolta

Mapa de Toledo, por El Greco.

numerosa; pero a medida que subíamos la cuesta y la cumbre se desplazaba y alejaba, las ideas, las esperanzas, los compañeros de lucha, se despedía de nosotros; estaban sin aliento, no querían, no podía subir más alto. Y quedábamos solos, con los ojos clavados en la Monada movediza, en la cumbre que se desplazaba. Si subíamos, no era porque teníamos la presunción ni la ingenuidad de creer que un día la cumbre se detendría y la alcanzaríamos; ni tampoco porque, si la alcanzábamos, encontraríamos allá arriba la felicidad, la salvación y el Paraíso: subíamos porque la propia subida era para nosotros la felicidad, la salvación y el Paraíso.

  Yo admiro el alma del hombre: ningún poder en el cielo ni la tierra es tan grande; llevamos en nosotros la omnipotencia y no lo sabemos; aplastamos nuestra alma bajo un montón de carne y de grasa, sin darnos cuenta de lo que somos y de  lo que podemos. ¿Qué otro poder en el mundo puede mirar de frente, sin quedar ciego, el comienzo y el fin del mundo? Al principio no era, como lo proclaman las almas aplastadas bajo la carne, la grasa, el Verbo, ni la Acción; ni la mano del Creador llena de la arcilla vital: al principio era el Fuego, y al final no es la inmortalidad, ni la recompensa, Infierno o Paraíso: al final es el Fuego. Entre estos dos fuegos marchamos los dos, amado abuelo, y nos esforzábamos, acatando el mandamiento del Fuego, trabajando con él, de hacer de la carne una llama, del pensamiento una llama, una llama también de la esperanza y de la desesperación , y del honor y del deshonor y de la gloria. Tú marchabas delante de mí y yo te seguía. Tú me enseñaste que la llama que está en nosotros, contrariamente a las leyes de la carne, puede expandirse sin cesar  a lo largo de los años. Por eso te veía y te admiraba: a medida que declinabas te volvías más feroz, a medida que te acercabas al abismo de tu corazón se volvía más fírme. Y tú arrojabas los cuerpos, los santos, los señores, los monjes, en el crisol de tu mirada, los fundías como metales, los purificabas de su herrumbre y afinabas el oro puro de su alma. ¿Qué alma? La llama – y tú la unías a la hoguera que nos ha parido y a la hoguera que nos devorará.

 Los prudentes nos han acusado de dar alas demasiado grandes a los ángeles y de tener la imprudencia de querer lanzar nuestra flecha más allá de las fronteras de lo humano. Pero no éramos nosotros quienes queríamos lanzarla más allá de las fronteras; había en el fondo de nosotros un demonio, llamémoslo Lucifer por ser portador de la luz, y él era quien nos impelía. Él era quien quería superar las  fronteras de lo humano para ir no sabemos dónde -sólo sabemos una cosa: íbamos más alto. Como San Jorge, que llevaba en la grupa de su caballo a la princesita que el dragón quería devorar, este demonio llevaba la vida que se ahogaba, estaba en peligro en cada hombre y quería irse, liberarse. Así debieron sentir en su los monos el impulso del universo entero que los empujaba, ya a aullar de dolor, a sostenerse sobre sus patas traseras y frotar dos trozos de piedra, ante la risa de los otros monos, para sacar una chispa. Así nació el pitecántropo, así nació el hombre. Así también esa fuerza indómita e implacable se precipitaba en nuestro pecho, abuelo, para liberarse del hombre, para ir más allá. Por eso hemos sido tan desgarrados, por eso hemos sufrido tanto entre los hombres: no iremos más lejos, gritaban, cortad las alas, no lancéis vuestra flecha tan alto, ¿no teméis a Dios? ¿no entendéis la razón? ¡Sentaos!» Pero nosotros no hablábamos, nosotros trabajábamos; trabajábamos las alas, poníamos tenso el arco. Desgarrábamos nuestras entrañas para que pasara el demonio.

 – No me gustan los santos que pintas, ni tus ángeles- te reprocho un día el gran inquisidor de Toledo. No nos incitan a orar sino a admirar: la belleza se interpone como un obstáculo entre Dios y nuestra alma.

 Te reíste:

 – Pero yo no quiero hacer orar a los hombres. ¿Quién te ha dicho que yo quiero hacer orar a los hombres?- lo pensaste, pero nada dijiste.

 Y otro, un pintor amigo tuyo, cuando vio Toledo en la tempestad, meneó la cabeza y te dijo:

– Tú violas las leyes, esto no es arte; tú sales de los límites de la razón, ya entras en la locura.

 Y tú – ¿cómo hiciste para no enojarte?-, tú sonreíste:

 – ¿Quién te ha dicho que hago obras de arte? No me preocupo de la belleza; la razón es demasiado estrecha para mí, y también la ley. Como el pez volador yo salto fuera de las aguas tranquilas y entro en un aire más ligero, lleno de locura.

 Tu guardaste silencio un instante y miraste la Toledo que habías pintado, envuelta en nubes negras, desgarrada por los relámpagos – las torres, las iglesias, los palacios que se habían liberado de su cuerpo de piedra y surgía del fondo de la noche negra, espectros revestidos de un brillo inquietante. Tú lo mirabas y tus fosas nasales palpitaban, respiraban un olor a azufre. Callabas, pensativo, y luego, al cabo de un momento:

 – ¿Qué demonios hay en mí?- gritaste- ¿Quién ha pegado fuego a Toledo? En verdad respiro un aire lleno de locura y muerte. Quiero decir lleno de libertad.

 Y clavaste tus diez uñas en tu pecho. Sufrías.

  Sólo un poeta, poco importa que también haya sido monje, el Padre Hortensio Félix Paravicino, pudo comprender tu divina locura. Él veía las tinieblas amenazadoras, los relámpagos sagrados, las grandes alas, los santos que habían consumido su cuerpo, se habían convertido en antorchas y ardían; tomo un día tu mano manchada de colores y la beso:

 -Tú haces arder la nieve, tú has superado la naturaleza y el alma permanece indecisa en su admiración y no sabe, entre la criatura de Dios o la tuya, cuál es más digna de vivir- dijo, y al pronunciar estas últimas palabras su voz temblaba.

 Y tu escuchabas, impasible, los insultos y los elogios y sonreías;  y si a menudo simulabas enojarte, la cólera era una tempestad superficial sobre tu rostro, el fondo de tu ser permanecía inmóvil. No tenías esperanza, ni temor, ni vanidad, porque conocías el gran secreto. Los hombres luchan con la cabeza baja contra los dos grandes elementos – o tal vez los dos rostros de Dios: el bien y el mal. Los más irreflexivos dicen: el bien y el mal son enemigos; otros suben un grado más alto y dicen: el bien y el mal son complementarios. Y otros, abarcando de una mirada total el juego de la vida y de la muerte sobre esta corteza de la tierra, gozan de la armonía y dicen: Bien y Mal son sólo Uno.

 Pero nosotros, abuelo, conocemos el gran secreto. Nosotros lo revelamos, aunque nadie lo crea, y es mejor que no crean: el hombre es débil, tiene necesidad de consuelo, y si creyera este secreto, estaría completamente desanimado. ¿Cuál secreto? Tampoco este Uno existe.

 Un día fui a tu casa de Toledo, abuelo, para ver tus santos, tus apóstoles, los señores que pintaste, cómo los has aligerado del peso de la carne y preparado para convertirse en llamas. Nunca había visto llamas tan ardorosas. Así es, pensé, como se triunfa en la carne, así es como se salva la ruina, no estos pies ni estas manos de arcilla, ni estos cabellos rubios o negros, sino la sustancia preciosa que lucha en este odre de cuero y que unos llaman alma y otros llama.

 Si todavía estuvieras revestido de tu carne, abuelo, te traería un poco de queso fresco, miel y naranjas, obsequios de Creta; y al buen tañedor de viola, Caridemos, con una ramita de albahaca en la oreja, para cantarte los tres dísticos que tanto amabas:

Vamos, elige tu camino, y suceda lo que suceda,

Triunfe o fracase tu obra, ¡no importa!

   Cuando piensas en un trabajo, ve derecho y no temas; 

    Entrega tu juventud y no la ahorres.

  Soy hijo del rayo y nieto del trueno

    Y si quiero trueno y relampagueo y si quiero nievo.

    Pero tú ya te habías convertido en una llama. ¿Dónde podría encontrarte, cómo podría verte, qué obsequio podría traerte para hacerte recordar de Creta; para hacerte subir de tu tumba? Sólo la llama puede hallar misericordia ante ti. ! ¡Ah, si pudiera convertirme en llama para reunirme contigo!

  (…)

  (Meneghis, el narrador de la carta, sueña y, en su soñar, se ve Creta, mientras lo visita El Greco joven, que habla sobre la obra que éste proyecta realizar cuando abandone la isla para trasladarse a Italia).

 – No te atormentes, pequeño Meneghis- me dijiste: tengo grandes designios en mi mente, un gran poder en mis manos. En Europa donde voy, lucharé con los más grandes, para obligar a mi alma a perderse o a triunfar. Ya verás, ya verás. Y primero que todo, voy a competir – no tengas miedo- con Miguel Ángel. He visto hace un tiempo una pequeña reproducción del Juicio Final que ha pintado en Roma. No me gusta.

 Tus ojos a la luz de la luna lanzaban llamas; tu voz se había puesto áspera. Te agachaste, recogiste una piedra del suelo y la lanzaste violentamente abajo al mar. Parecía que querías mostrar tu fuerza lapidando las olas.

 – ¿Por qué me miras así? ¿Crees que he bebido demasiado y estoy borracho? No estoy borracho, no, eso no me gusta. Él resucita la carne, llena de nuevo el mundo de cuerpos, ¡no quiero eso! Yo pintaré otro Juicio Final. Habrá dos planos: en el de abajo, tumbas que se abren, de ellas salen grandes larvas, del tamaño de un hombre, inquietas, la cabeza levantada, parecen husmear el aire; en el de arriba: Cristo. Cristo completamente solo. Se inclina, sopla sobre las larvas y el aire se llena de mariposas. Esto es lo que se llama resurrección: que las larvas se conviertan en mariposas en lugar de renacer simplemente y ser larvas inmortales.

 Levanté la cabeza y te mire a la luz mágica de la luna; el aire, en torno a tu cabeza ardiente, se había inundado de mariposas.

 Ya abría yo la boca para hablar, este Juicio Final me parecía en verdad demasiado herético, pero tú te habías lanzado y te apresurabas -estaba a punto de amanecer- para tener tiempo de revelarme tus secretos antes de dejarme. Me parecía que tú no me hablabas, sino que caminabas hablando para ti solo.

 -Ellos pintan el Espíritu Santo bajando sobre la cabeza de los Apóstoles en forma de una paloma. ¿No tiene vergüenza? ¿Nunca se han sentido quemados por el Espíritu Santo? ¿Dónde han ido a buscar ese pájaro inocente y comestible, para presentárnoslo como el Espíritu? No, el Espíritu Santo no es una paloma, es un fuego, un fuego devorador de hombres, que se aferra a la cima del cráneo de los santos, de los mártires, de los grandes luchadores, y los reduce a cenizas. Son las lamas mediocres las que lo toman por una paloma, los que creen que puede degollarlo y comerlo.

Te pusiste a reír:

 -Yo, si Dios quiere, pintaré un día al Espíritu Santo sobre la cabeza de los Apóstoles, y entonces verás.

 Callaste, movías nerviosamente tu mano de arriba a abajo, como si pintaras en el aire la futura Pentecostés.

  – ¿No puedes trasformar el fuego en luz?- te pregunte, pero inmediatamente lo lamente, pues tu rostro se había ensombrecido.

 Frunciste el ceño:

-¡Qué es esta manía de la luz!- me respondiste, y me pareció por un instante que me mirabas con colores-. ¿Por qué tanta prisa? No es nuestro trabajo. Aquí es la tierra. No es una nube, es la tierra con sus cuerpos hechos de carne, de grasa, de huesos, hay que hacer una llama con ellos. Esto lo podemos, ir más lejos es imposible, ya está bien así. En un tronco muerto, en una hoja de árbol, como en el más resplandeciente manto de seda de un rey dormita el fuego y espera a que el hombre lo despierte. Una llama atraviesa las piedras, los hombres, los ángeles, esto es lo que yo quiero pintar. No quiero pintar la ceniza, soy pintor y no teólogo. Quiero pintar el instante en que las criaturas de Dios arden: un poco antes de que caigan en cenizas. Siempre que tenga tiempo. Por eso tú me ves jadear, apresurarme: tengo que pintarlas antes que se conviertan en cenizas.

 – Cállate -le dije; yo había sentido las llamas que rodeaban tu cuerpo, cállate, compañero, tengo miedo.

  -No tengas miedo, pequeño Meneghis, el fuego es la Virgen Madre de quien nace el niño inmortal. ¿Qué niño? La luz. La vida es un Purgatorio en que ardemos. Su trabajo está en el paraíso, y es hacer la luz con la llama que nosotros hemos preparado.

  Te detuviste y luego, al cabo de un momento:

  -Esta es, sábelo bien, la colaboración y Dios. Algunos me dicen hereje, dejémoslos decir. Tengo mi propia Sagrada Escritura, que dice lo que la otra ha olvidado de decir o no se ha atrevido a decirlo. La abro y leo el Génesis: Dios ha creado el mundo y el séptimo día reposó. Entonces llamó a su última criatura, el hombre, y le dijo: «Escucha, hijo mío, y tendrás mi bendición.- Yo he hecho el mundo, pero no lo he terminado, lo he dejado a medio hacer; a ti te toca continuar la creación: quema el mundo, conviértelo en fuego y entrégamelo así. Y yo lo trasformaré en luz».

 El aire puro y la grave discusión empezaban a expulsar la embriaguez. Nos sentamos en una roca y miramos el mar. El cielo en oriente había tomado ya un tinte lechoso; a nuestros pies el mar, todavía sombrío, bramaba.

 – Eres un inquisidor implacable -te dije; atormentas y matas los cuerpos para sacar su alma.

 – Lo que tú llamas alma, yo le digo llama- me respondiste.

 – Amo los cuerpos, la carne me parece santa, ella también viene de Dios. Y déjame decirte esto, no te encolerices; la propia carne tiene un reflejo del alma y el alma tiene algo así como una pelusilla carnal; ellas se equilibran armoniosamente, viven juntas, buenas amigas y buenas vecinas. Tú rompes el santo equilibrio.

 – Equilibrio quiere decir inmovilidad. E inmovilidad quiere decir muerte.

 – Pero entonces la vida es una negación perpetua; tú niegas lo que habría podido, al realizar el equilibrio, poner un obstáculo a la destrucción. Tú lo rompes y buscas lo incierto.

 – Busco lo cierto. Yo rompo las máscaras, levanto las carnes; me digo: es imposible que sea de otro modo, existe bajo las carnes de algo inmortal, esto es que lo que busco, esto pintaré. Todo lo demás, máscaras, carnes, bellezas, se las dejo a los Ticianos y a los Tintoretos, ¡que les hagan provecho!

La Magdalena, del Greco.

 – ¿Quieres superar al Ticiano y al Tintoreto? No olvides la copla cretense:

     “Haces un nido muy alto y se romperá la rama débil.”

   Meneaste la cabeza:

 – No, no quiero superar a nadie; soy el único de mi especie.

  – Eres desmesuradamente orgulloso, Meneghis, eres semejante a Lucifer.

 – No, soy desmesuradamente solo.

 – Dios castigas la presunción y la soledad; ten cuidado, amado amigo.

  No respondiste. Lánzate una última mirada al mar que bramaba, recorriste largamente con la mirada la ciudad aún dormida, cantaron los primeros gallos. Te levantaste:

 – Partamos, ya amanece.

  Me tomaste nuevamente del brazo, nos pusimos en camino. Tu murmurabas, tus labios se movían, sin dudada querías decir algo y vacilabas. Al fin, no has podido contenerte.

 – Voy a decirte algo grave, pequeño Meneghis, perdóname; achácalo a mi embriaguez.

 Me reí:

 – Hermosa ocasión de decir ahora que estás ebrio lo que no te atreves a expresar cuando estás en tus cabales. No eres tú quien habla, es el vino de Malvasía. ¿Y bien?

   Tu voz resonó en la mañana pálida, muy grave, afligida:

  – Una noche pregunté a Dios: -Señor, ¿cuándo perdonarás a Lucifer? – Cuando él me perdone, me respondió. ¿Has comprendido, compañerito? Si un día te preguntan cuál es el más grande colaborador de Dios, responderías: Lucifer. Si te preguntaras cuál es el Hijo Pródigo, para quién su padre mata el ternero cebado, al  recibirlo con los brazos abiertos, responde: Lucifer.

  «Yo te revelo mis secretos más ocultos, para que sepas. Si no tengo tiempo, si no soy capaz de realizar todo lo que tengo en la mente, tú debes continuar mi lucha. Continúala y no tengas miedo; y no olvides nunca el precepto feroz que el cretense da al cretense:

  «¡Entrega tu juventud y no la escatimes!»

  «Esto es lo que se llama ser un hombre, esto es el valor y el deseo sumo de la llama sagrada.

  «¿Me das tu palabra? ¿Eres bastante fuerte? ¿No desfallecerás? ¿No mirarás atrás, no dirás: que bueno es el bienestar, y los brazos de la mujer, y la gloria?

   «¿Por qué no respondes?»

  – Pesado mandamiento me das, Meneghis. ¿No puedes suavizar un poco la tarea del hombre?

 – Es posible, pero no para ti, ni para mí. Hay tres clases de almas, tres clases de plegarias:

 «Soy un arco entre tus manos, Señor; tiéndeme para que no me pudra.

 «No me tiendas demasiado, Señor; me romperé.

  «Tiéndeme lo que tú quieras, Señor. Y si me rompo tanto peor.

  «Elige.»

    Me desperté. Las campanas de Santo Tomé en la vecindad sonaban a maitines; resonaron gritos en la calle, taconeos de mujer crujieron en el pavimento, un gallo en el patio cantó con voz ronca: Toledo se despertaba. El sueño permanecía pendiente ante mis párpados y aún oía la última palabra, implacable, que me había llenado de terror y me había sacado brutalmente del sueño:

«¡Elige!»

 

Nikos Kazantzakis

Abuelo amado, ¿cuánto tiempo ha pasado desde aquella noche en que dormí en Toledo, en que olisqueaste que un cretense estaba cerca de ti- y te levantaste de la tumba y tomaste la forma de un sueño para venir a encontrarme? ¿El lapso de un relámpago o tres siglos? ¿Quién podría, en el clima del amor, distinguir un relámpago de la eternidad?  Ha pasado una vida desde entonces: los cabellos negros se han blanqueado, las sienes se han hundido, los ojos han perdido su brillo. ¿Ha rechinado el arca entre las manos de Dios? ¿Entre las manos del demonio? Nunca pude distinguirlo.- Pero yo era feliz de sentir que una fuerza mucho más grande que la mía, mucho más pura, me armaba de una flecha y tiraba. Todos los pedazos de madera son pedazos de la verdadera Cruz, porque con cada uno de ellos puede hacerse una cruz; asimismo todos los cuerpos son santos, porque de cada cuerpo puede hacerse un arco entre manos implacables, insaciables. ¡Cuántas veces estas manos invisibles lo han tendido, tendido con todas sus fuerzas, cuántas veces lo sentido crujir, a punto de romperse! ¡Que se rompa! gritaba yo. Tú, abuelo, me habías ordenado elegir y yo había elegido. Y ahora el crepúsculo humea sobre las colinas, las sombras se han alargado, el aire se ha llenado de muertos. La batalla cesa. ¿Ha triunfado? ¿Estoy vencido? Sólo sé una cosa: estoy cubierto de heridas y me sostengo de pie.

 Estoy cubierto de heridas, todas recibidas de frente. Hice lo que pude, abuelo, y como me lo habías ordenado, más de lo que pude, para no deshonrarte. Ahora que la batalla ha llegado a tu lado, a fin de que esperemos juntos el Juicio Final.

  Beso tu mano, beso tu hombro derecho, beso tu hombro izquierdo, abuelo, gracias por haberme recibido.

(*) Fuente: Nikos Kazantzakis, «Carta al Greco, editorial de Carlos Lohle.

El Greco, obra musical de su otro compatriota, Evángelos Odysséas Papathanassíou, más conocido como Vangelis:

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