Macbeth, el oráculo,lo pagano y la caída  

Por Esteban Ierardo

 Shakespeare siempre vuelve. Su genio supo convertir en literatura y pensamiento la faz siempre trágica de la pasión humana. Aquí un ensayo en torno al clásico shakespereano, que incluye también consideraciones sobre la adaptación cinematográfica por Roman Polanski en 1971.

La ambición por el poder del usurpador escocés destruye el sentido positivo de la existencia; y quizá por eso Macbeth sigue repitiendo que la «la vida es la historia contada por un idiota, llena de sonido y furia, que nada significa».

EL caballo de Macbeth cabalga veloz. Jinete y corcel parecen compartir una misma alegría. En la costa escocesa fue vencida una invasión procedente de Noruega. Banquo acompaña a Macbeth, y ante ellos irrumpen tres misteriosas ancianas, tres brujas adoradoras de lo extraño. Las mujeres balbucean y gesticulan dentro de un aire pincelado de asombro. Y pronuncian su profecía. Macbeth escucha sorprendido. Se le vaticina que será rey. No comprende,nunca comprenderá. Pero el encuentro con el oráculo lo hará caer dentro de un laberinto de acciones, decisiones, dudas y perplejidades, en cuyo centro se partirán los escudos de la tragedia. Y en la tragedia nacerá un verbo acusador, una voz que acusará al mundo de ser el escenario donde se repite el sonido y la furia…

 II

 Macbeth se estrena en 1606. En la obra vibra la adaptación de un personaje histórico, de un rey escocés. La fuente directa son las Crónicas de Inglaterra, Escocia e irlanda (1577), de Raphael Holinshed. Obra de contenido histórico que se nutre a su vez de la Historia gentis Scotorum (Historia de los escoceses), de 1527, redactada en latín por Héctor Boece. Desde un acto de pleitesía cortesana, Boece oscurece la figura de Macbeth y exalta a Banquo, antepasado del rey, su protector. Una actitud condescendiente que repite el propio Shakespeare que también favorece el legado de Banquo para agradar a Jacobo VI, rey de Escocia e Inglaterra bayo cuya soberanía se desarrolla su genio dramático en el momento del estreno de Macbeth.

  En el comienzo de los hechos de Macbeth, una invasión ensombrece la continuidad del rey Duncan. Macbeth, Thane (Señor) de Glaims, y primo de Duncan, encabeza una valerosa y exitosa carga contra los invasores. Por sus servicios recibirá la distinción de Thane de Cawdor. Al regresar de la batalla, Macbeth, junto con Banquo, se topan con tres brujas, tres hermanas hechiceras (weird sisters). Las mujeres, supuestas aliadas del diablo, pronuncian sus misteriosos oráculos ante los viajeros. Profetizan que Macbeth será rey y, antes, Thane de Cawdor; y que Banquo será «padre de reyes, aunque no seas rey». Luego, Macbeth, para su asombro, recibe la notificación de la distinción nobiliaria que las enigmáticas mujeres habían adelantado. Esta corroboración abre la certeza de que el oráculo de las brujas inicia un proceso real, el despliegue gradual de un destino irreversible.

 Las brujas remiten al mundo antiguo y pagano. Su palabra oracular contiene las huellas de arcanas prácticas de adivinación del futuro: la inspección de las vísceras de animales sacrificados y del vuelo de los pájaros; la interpretación de los rayos que se detonan en un cielo tormentoso; el viento que susurra premoniciones entre las ramas de las encinas de Dodoma, en Epiro; los sueños proféticos (1).

  Durante la consumación de su primera participación profética, las brujas pronuncian la misteriosa sentencia: «Lo bello es feo, y feo lo que es bello» (fair is foul, and foul is fair) (Macbeth, Acto I, Escena I, 10) (2). A partir de aquí, como luego veremos, una dinámica de inversiones y sustituciones adquiere una tonalidad especial dentro de la obra.

  La duda carcome a Banquo: «las cosas que hablamos, ¿estuvieron aquí o hemos comidos malignas raíces (insane roots) que vuelven prisionera a la razón?».

  La constelación de visiones y de misteriosos dichos de las brujas acaso nace de la ingestión de las misteriosas y «malignas» plantas mágicas, según especula Banquo.

  Belladona, estramonio, beleño, cáñamo, mandrágora, los nombres de diversas plantas preferidas por las brujas para la elaboración de pociones mágicas o venenosas. La belladona en particular pertenece a la familia de las solanáceas. En mayo florece en Europa. El nombre de la planta deriva del beneficio que le otorga a las mujeres romanas: la dilatación de sus pupilas y el aumento de su atracción sobre los hombres. Pero sus cualidades trascienden en mayor medida por su uso secreto entre las brujas medievales en sus aquelarres. Su vínculo con lo mortífero se relaciona con sus efectos crueles e inexorables (acción letal emparentada con Átropos, la Parca que dispone el corte del hilo de la vida con sus siniestras tijeras).

  El beleño secunda a la belladona en sus atributos perturbadores (3). Su fama destila veneno, y «embeleñar» es el adormecimiento que causa el contacto con la planta. Pero el beleño también alivia el dolor o genera una situación de sopor o inconciencia. Asimismo, en la medicina herbolaria, actúa como remedio para atacar estados de hipocondría, enajenación mental, epilepsia, neuralgias o cólico de plomo. En la historia de las iniciaciones mistéricas (como la de Eleusis) (4), o en las fiestas apolíneas como las Targelias, las plantas con propiedades psicotrópicas fueron acaso muy esenciales en el desencadenamiento de los estados visionarios (5).

  Pero el nexo psicotrópicos-visión no desentraña la naturaleza más íntima de la lógica visionaria que asalta a Macbeth. Sus accesos visionarios obedecen a un lento despliegue de la hiedra de lo trágico. Poco tiene que ver con un salto a un nivel otro de conciencia, donde fructifican las perlas de una sabiduría antes insospechada.

III

  Macbeth recibe la generosidad y el reconocimiento real: la concesión del título de Thane de Cawdor en recompensa a sus servicios patrióticos. El agradecimiento tendría que primar en la conducta del agasajado señor feudal. Pero su nueva jerarquía le demuestra a Macbeth que el vendaval que lo llevará al trono ha comenzado. Envía entonces una carta a Lady Macbeth, a la sazón en Inverness (Inbhir Nis, en gaélico escocés), capital del reino. Le narra lo ocurrido. Le manifiesta la sospecha de que un destino de realeza se apresta a posarse sobre sus hombros. Pero Lady Macbeth percibe que en su esposo rebulle demasiada bondad, le falta el odio suficiente para una acción de ambición furiosa y decidida. Por eso, le pide que venga pronto para «vaciarte mi coraje en tus oídos». Lady Macbeth le dará a su cónyuge la seguridad necesaria para consumar el crimen. Ella es la que lanza la flecha de los actos, es la que extirpa la duda. Y para cumplir su labor, se entrega a la invocación de los espíritus invisibles, los «espíritus de muerte». Y a ellos implora: «Arrancadme mi sexo y llenadme del todo, de pies a la cabeza, con la más espantosa crueldad; que se adense mi sangre, que se bloqueen todas las puertas del remordimiento» (Macbeth, Acto I, Escena V, 40). Ruega que en ella se invierta la naturaleza (mutación en sincronicidad con la inversión bello-feo antes referida en el discurso de las brujas), para así sustituir la leche de la madre, dadora de vida, por la hiel, signo de ferocidad. Por esta inversión la mujer encarna la duplicidad arcaica de la diosa que, a un mismo tiempo, es fuente de nueva vida y manipuladora del cuchillo de la muerte, tal como ocurre de forma arquetípica en la dupla Sakti-Kali de la India védica.

  Lady Macbeth muere para la ternura, y renace como genio astuto de la conjura y la ambición de mando. Su destino inicial de madre es reemplazado por sus oficios de promotora de la muerte para acercarse así a la ilusión de la seguridad y la fuerza que confiere el poder. La esposa del Thane de Cawdor impele a Macbeth a no dudar, y a no renunciar así a la tentación de sentarse en el trono. Lady Macbeth se emplaza en el lugar de la tentación que, alguna vez, una mujer ocupó al instigar al primer hombre a comer del fruto de un árbol prohibido. La inminente caída de Macbeth se asimila entonces, inevitablemente, a la caída del propio género humano, y su expulsión del Edén desde la interpretación cristiana de la historia como castigo de la falta que eclipsó a la primera pareja humana.

IV

  En el acto II se despliega una trilogía transgresora compuesta por la noche, el castillo y la visión de un puñal asesino.

  El regazo oscuro y nocturno es ámbito tradicional y ancestral de lo siniestro. Y el castillo es proverbial arquitectura medieval del poder, de la intriga, de las apetencias perversas de autoridad y control sobre los otros. Tribulaciones del espíritu dentro de las fortalezas del medioevo que anticipan las maquinarias de la agresión libertina en los castillos imaginados por Sade.

  Y dentro de la noche y el castillo flota el puñal que contempla Macbeth. ¿El puñal es una proyección de su cerebro o una aparición real, objetiva? «Visión fatal, ¿no eres sensible al tacto y la mirada? ¿O eres, quizá, tan sólo un puñal en mi mente, imagen falsa que surge en el cerebro al que la fiebre oprime» (Macbeth, Acto II, 40). Si ahora impera la visión, el castillo en parte se resignifica; no es sólo antro de una estrategia ajedrecística, y muchas veces clandestina, del poder, sino la posible escena de la irrupción de lo sobrenatural. La morada de Macbeth destila así su afinidad con el futuro castillo de la novela gótica saturada de apariciones fantasmales.

  Y en el espinazo íntimo de la noche donde ocurre la visión, Macbeth presiente que el puñal que flota es puente hacia el crimen. Pero también es revelación de otra forma de muerte: el asesinato del sueño. Al aprestarse a seguir la dirección del arma misteriosa, Macbeth se convierte, fatalmente, en «el que mata al sueño».

  Y el acto asesino se consuma finalmente en la noche. La sangre de Duncan mancha las manos del escocés antes dubitativo. La esposa del asesino apela al agua para hacer desaparecer los rojos rastros del crimen. Por ahora, el líquido cumple con su misión purificadora. Pero, luego, Lady Macbeth descubrirá la pérdida de esa cualidad…

V

   En el drama shakespereano el conflicto humano parece devorar todo el espacio. Pero la naturaleza interviene también dentro de la tempestad de las pasiones. En el acto II de la escena IV se produce el diálogo entre el noble Ross y un viejo. El Viejo es observador externo, que se emplaza así en una función similar al coro en la tragedia griega antigua. Ross manifiesta que los actos turbadores del hombre parecen hacer que la noche avance, que reine la oscuridad cuando debería imperar la clara luz del día. Ante lo que el Viejo afirma: «Todo es contra natura», como el asesinato que ha sido perpetrado. El hombre viola un orden superior. Esta violación es testimoniada por indicios anómalos: un halcón es muerto por un búho ratonero. Y Ross agrega que los caballos de Duncan recuperan su condición salvaje: rompen los establos, se fugan, desbordan una inusitada e inesperada rebeldía. Es «como si declarasen la guerra al hombre». El oscurecimiento del espíritu, el torcimiento del recto camino surge de la violenta negación de un orden natural.   Shakespeare lee intensamente a Séneca, a los estoicos y su filosofía de la ataraxia, de la impasibilidad ante los cambiantes infortunios, para sólo remitirse, como modelo superior de acción moral, a la permanencia de la universal y armoniosa regularidad de la naturaleza. La violación de la legitimidad política (consumada por Macbeth) no se separa de la vejación del orden natural. Las perturbaciones o anomalías de la naturaleza expresan una paralela corrupción humana.

  Las manifestaciones naturales de la ruptura de la armonía universal se entroncan, a su vez, con una escisión del suelo natal. En el ámbito céltico, trasfondo cultural no disuelto de la Escocia medieval y cristianizada de Macbeth, la separación de la matriz terrestre es protagonizada por el soberano. En la mitología céltica no late un diosa-tierra como tal. Tailtiu, madre que nutre al dios Lug, no alcanza el estatuto de la Deméter griega. Las sociedades célticas son pastoriles en un principio, por lo que se rigen por hábitos nómades, a diferencia de las sociedades agrícolas. Pero hay ritos para propiciar la armonía entre la tierra y el pueblo. Para habitar la tierra es necesario un contrato, tal como lo expresa el rito de la Piedra de Fal. El rey se sienta sobre ella, y la piedra grita; lo cual «es el signo de que la tierra acepta a un individuo como rey, es decir como intermediario privilegiado entre ella y la sociedad que sobre ella se establece de manera temporal, en la medida en que todo reino céltico depende de la capacidad del rey y de la extensión de su mirada» (6). El rey es mediador entre el pueblo y la prosperidad de la tierra.

  El sedimento de la antigua coronación céltica en el rito de entronización de Macbeth como rey escocés en Scone se expresa en la presencia de una piedra, la que, luego, en el contexto de la cristianización, se la vinculará con la Piedra de Jacob.

VI

  Las fortalezas construidas sobre la mentira se derrumban. Siempre. Al final. Desde su germen, el sueño de poder de Macbeth se nimba con los horrores de la pesadilla, la imposibilidad y la ruina. Y el cine también derrama la tragedia del matrimonio Macbeth en la magia visual y repetible del celuloide. En su versión de 1971, Roman Polanski exacerba, con especial insidia, la puja por la corona escocesa en tiempos medievales. Con caracterizaciones de vivacidad convincente y en atmósferas de angustia crepuscular, Orson Welles y Akira Kurosawa también reaniman el relato shakesperiano.

Macbeth (John Finch) y Lady Macbeth (Francesca Annis),en la versión cinematográfica de Román Polanski (1971)

  Y en la versión literaria madre urdida por el creador inglés, la agonía del usurpador se inicia a través del regreso de un temor reprimido. El rey teme a Banquo. Y para proteger su autoridad espuria, Macbeth ordena su asesinato y el de su hijo Fleance. El padre sucumbe bajo el cuchillo asesino, pero el hijo logra sobrevivir para difundir luego la semilla de su descendencia real. Entonces, el traicionero rey cae bajo la lógica sobrenatural de una punición espectral. Las apariciones no pueden ser reprimidas ya por la razón. Y su fuerza principal nace de los temores velados. Macbeth es asolado entonces por las apariciones espectrales de Banquo, que empiezan a construir el cerco de la desorientación y la locura que finalmente lo desbarrancará en la muerte. Al escapar Fleance, el monarca escocés siente el encierro del poder frágil: «Estoy, no obstante, encadenado, confinado, atrapado, enjaulado, entre insolentes dudas y con miedo» (Macbeth, Acto III, Escena IV, 20).

  Y la réplica contra su poder envenenado se desata. Malcolm, primogénito de Duncan, príncipe de Cumberland, Donalbain, su otro hijo, y Macduff, noble de Escocia y Señor de Fife, se sublevan con la ayuda inglesa representada por las fuerzas comandadas por el general Seyward, Conde de Northumberlan.

  En la confusión, y en la sensación de un poder oscuro inmanejable para su soberanía real, Macbeth retorna al comienzo para buscar claridad. Regresa al seno de las brujas. Acude a las hechiceras que preparan ungüentos, pronuncian voces extrañas y comparten ritos desconocidos bajo la invocación de Hécate, la antigua diosa griega de la hechicería. En sus representaciones iconográficas más recurrentes en la antigüedad helenística, la protectora de las tres brujas profetizas aparecía como una deidad de triple rostro.

  El visitante contempla las manipulaciones de los calderos, la elaboración de filtros mágicos, los gestos y acciones de una ciencia secreta basada en una ancestral práctica que combina diversas sustancias vegetales o partes de animales. El rey quiere saber qué pergeñan las brujas, pero la preparación de brebajes mágicos es «una cosa sin nombre» (a deed without a name). La brujería misma sería, según actualizadas hipótesis de una historiografía revisionista, pervivencias de antiquísimos rituales paganos de fecundidad (7).

  Y golpeado por la angustia, el monarca consulta al oráculo. La respuesta no es clara, directa, discursiva. El lenguaje oracular rara vez se expresa con una sentencia diáfana. Su revelación suele ser simbólica, indirecta, conjetural, a través de visiones o apariciones. Apariciones que se suceden ante un Macbeth estupefacto. La primera aparición: una cabeza armada (acaso la cabeza del propio Macbeth), y la advertencia de cuidarse de Macduff, Señor de Fife. Segunda aparición: un niño ensangrentado, acaso Macduff arrancado prematuramente del cuerpo de su madre.

  Y entonces escucha el rey la exhortación clave: «Sé decidido, sanguinario, valiente, podrás tomar a risa el poder de los hombres, porque nadie nacido de mujer hará daño a Macbeth». Una palabra mágico-oracular y pragmática-política se combinan en el consejo. La exhortación de las brujas a la decisión desde una aparente actitud de astucia y cautela por parte del rey corresponde a una estrategia para la conservación del poder afín al realismo político maquiavélico. Así como el dramaturgo de Stratford-upon-Avon es lector de Séneca, también lo es del autor de El Príncipe. Pero la aparente cautela o prudencia racional que anima la acción es, como se verá, sólo una apariencia para una burla posterior perpetrada por la palabra mágica pagana, profética y oracular, que nunca pierde su primacía.

  Y entonces ocurre la tercera aparición: un niño coronado, con una rama de árbol (quizá Malcolm). Macbeth no será vencido hasta que el bosque de Birnam no suba hasta la alta colina de Dunsinane para avanzar contra el rey. Hecho aparente irrealizable, por lo que la profecía parece tranquilizadora, la promesa de que el poder de Macbeth nunca será derribado.

  Y acontece después la aparición de Banquo, con un espejo que proyecta la imagen de ochos reyes. La posible descendencia de un desdichado asesinado, de aquel que será «tronco de reyes»…

  Y Macbeth teme, y el miedo ataca como defensa. El intruso en Inverness ordena entonces el asesinato de la familia de Macduff. Los asesinatos se cumplen; nueva sangre inocente contamina la tierra. El usurpador, el asesino del sueño, sopla los vientos siniestros.

  La naturaleza y sus signos, nuevamente, son evidencia de un descalabro que se agiganta. Por eso, Macduff, en diálogo con Malcolm, propone: «defendamos nuestra tierra que agoniza», porque «la patria sangra». Y Ross agrega: «…la tierra ya no es nuestra madre, sino nuestra tumba». Y ya antes del asesinato de Duncan, el noble Lennox repara en las voces que hablan de disturbios extraños en el orden natural de las cosas: «Se escucharon lamentos en el aire, gritos de muerte extraños que presagiaban sucesos confusos»; y «se dice que la tierra tuvo fiebre y tembló» (some say the earth was feverous and did shake) (Macbeth, Acto II, Escena III, 50).

  Desde el lecho de las creencias célticas, sobrevivientes en el folklore de la época isabelina (y que seguramente Shakespeare conoció), la tierra enferma, anémica, trastocada, es señal clara de la deslegitimación de los reyes. El rey nace a la legitimidad por su ya aludido encuentro con la Piedra de Fal. Pero si es débil, si pierde su vigor físico, como consecuencia de una enfermedad del cuerpo o del espíritu, los suelos se resienten. La tierra, como en la saga del rey Arturo, se torna yerma, pierde sus frutos primaverales y su fertilidad. Pero la forma de entender el nexo entre la tierra que enferma y el disturbio de los asuntos humanos, es relacionada en la obra de forma directa con los poderes taumatúrgicos de los reyes, y, en especial, de Eduardo el Confesor. El rey cura la escrófula (la adenitis tuberculosa); y:

  «…a gentes con enfermedades muy extrañas,

  Llenos de úlceras e hinchados, que da pena mirar, ya desahuciados por la ciencia, los ha  curado él

  Colgando de sus cuellos una pieza de oro

  En tanto reza una oración. Y se dice

  Que dejará en herencia, a los que le sucedan en el trono,

  El poder santo de curar» (Macbeth, Acto IV, Escena III, 150).

  Hasta el siglo XVI es una creencia no discutida en Europa occidental el supuesto poder de los reyes para curar. En 1924, el historiador francés Marc Bloch publica Los reyes taumaturgos (8). Taumaturgo es la persona con potencias mágicas capaces de obrar prodigios o milagros.

  Bloch es pionero de la hoy famosa Escuela de historia de los Anales o de las Mentalidades. Su investigación se zambulle en las corrientes de creencias o mentalidades de un horizonte histórico particular. La creencia en particular que ausculta Bloch es la de los hombres y mujeres de la Edad Media en cuanto al milagroso poder curativo que ostentaban los reyes de Inglaterra y Francia. Con sólo tocar con sus manos a los enfermos, los monarcas curan, además de la escrófula ya mencionada, afecciones de los ganglios o lesiones diversas. La soberanía real no es sólo política, económica o militar. Irradia también rayos de potencia mágica. Una soberanía espiritual que permite arrostrar las pesadumbres de la enfermedad corporal.

  Para plasmar su innovadora exploración histórica Bloch estudia tratados de medicina popular, y lee la Rama Dorada de Frazer, cuyo subtítulo, «los Orígenes Modernos de la realeza», anuncia la afinidad con la materia particular de su investigación. Los reyes ejercen su soberanía mágica a través de milagros y curaciones. La cura por el tacto real dimana el aura de un rito. Las condiciones mágico-terapéuticas que se atribuye a los reyes vigoriza su prestigio, la firmeza de su corona, la intimidación de su poder. Esta creencia nace entre los siglos XII y XIII, y declina en Inglaterra en el siglo XVIII, bajo la égida de los Hannover. En Francia, la potencia curadora de la realeza sucumbe finalmente con el fallido intento de Carlos X de resucitar la vieja creencia.

  En el pasado céltico la condición sagrada de los monarcas se evidencia no por supuestos poderes curativos, sino por la capacidad de infundir salud a la tierra. El rey Arturo, de estirpe céltico-galesa, en la peor penumbra de su reinado, gobierna una tierra yerma luego de quebrar el orden por el incesto involuntario con su hermana Morgana. Sólo el contacto con el Grial repondrá su vitalidad perdida y devolverá la lujuria vegetal a sus tierras (9).

  El rey, como poseedor de potencias mágicas de curación, o como estimulador de la vitalidad de lo terrestre, se contrapone al Macbeth incapaz de sostener funciones curativas, o de evitar la percepción de sus vasallos de un disturbio o enfermedad de la tierra. Su malsana soberanía es hemorragia del esplendor del trono real, y del propio brillo del soberano.

VII
  Macbeth padece los primeros golpes al ser invadido por la presencia espectral de Banquo. Su consulta posterior a las brujas le devuelve en apariencia la confianza. Vuelve a ilusionarse entonces con los privilegios de la impunidad. Pero él y su esposa ya sudan dentro de las ciénagas de la perturbación y la degradación.
  Una esfera superior de sentido inicia un proceso de castigo, un castigo como destino, en términos hegelianos. En los albores de su pensar teológico, el joven Hegel imagina un criminal que mata a su prójimo, que despoja del don de la vida a su víctima como si fuera un otro independiente. La agresión exterior no debería revertirse sobre el agresor. Pero la vida de la víctima y el victimario son una sola vida. Por lo que esa vida universal siente la herida, el daño de la conciencia agresora que se pretende separada. Así, el autor de La fenomenología del espíritu manifiesta: “La ilusión del crimen de destruir una vida ajena y de incrementar así la propia se disipa, pues aparece en escena el espíritu incorpóreo de la vida dañada, revuelto contra el crimen, como Banquo, quien fuera amigo de Macbeth, pero no se extinguió con su asesinato, sino que ocupó, inmediatamente después, su asiento, no como un festejante en el banquete, sino como un espíritu del mal. El criminal pensaba habérselas con una vida ajena, pero la que destruyó fue la propia, pues la vida no se diferencia de la vida, ya que la vida descansa en la divinidad unida en sí. Lo que ha destruido ha sido solamente lo que la vida tenía de amistoso: ahora lo ha trasformado en enemigo (…) Ahora la vida dañada se alza como un poder enemigo contra el criminal y lo maltrata de la misma manera como él maltrató.” (10).
  Al matar a un otro (Duncan y Banquo) el criminal (Macbeth) violenta la fuente única de lo vivo. Y entonces, lo viviente deviene destino que castiga a la voluntad que ignora esa unidad superior. La punición es previa al castigo certificado por un poder público. Es la sensible trama de una vida superior y universal la que reacciona.
  Y los pulmones de Lady Macbeth también tosen heridos por los aires de la abyección.
  Las manchas de sangre no se desvanecen esta vez. Lady Macbeth creyó que podría actuar por encima de superiores leyes no humanas. Pensó que podría obligar al destino a someterse, y olvidar o ignorar sus arrebatos criminales. Pero la vida única que ella, como su esposo, han herido, reacciona desde el destino como castigo. El látigo que castiga la zahiere primero con la exclusión del mundo por la pérdida del lenguaje; y, segundo, con la ceguera. Sus ojos lucen abiertos “pero están cerrados a las sensaciones”. Su enfermedad está más allá de la ciencia médica.
  La reina padece los dardos de una vida agredida que reacciona. Y también recibe los flechazos ajusticiadores el hombre, el esposo, el rey usurpador.

  Macbeth espera el ataque de sus enemigos en su castillo.

  El oráculo de las brujas le había anunciado, como si fuera una certeza de su potencia inexpugnable, que sólo perdería la corona si, alguna vez, el cercano bosque de Dunsinane se pusiera en movimiento. Una aparente imposibilidad. Pero, desde lo alto de una torre, uno de los guardias anuncia lo imposible: los árboles se mueven y componen una ágil muralla vegetal que se acerca a la guarida del usurpador. Pero el hecho aparentemente extraordinario tiene su explicación: Malcolm ha pergeñado un particular camuflaje para su ejército. Cada soldado se cubre con una rama. Así el bosque guerrero se acerca amenazante.

  Nuevamente surge una coincidencia con el folklore mitológico céltico. En el siglo VI el niño vidente galés Taliesín, personaje de la mitología cético-galesa, compone su poema La batalla de los árboles (11). Aquí, un ejército de guerreros se trasforma en árboles, y bajo su nueva forma vegetal se enzarzan en duro combate. En el argumento shakespereano la metamorfosis hombre-soldado-árbol es aparente y obedece a razones de estrategia militar. En su antecedente celta, la transformación se relaciona acaso con una espiritualización de las fuerzas vegetales del bosque.

  Y las fuerzas enemigas de Macbeth trasponen las puertas del castillo. Las espadas se incendian. El rey amenazado, iracundo y seguro de lo inexpugnable de su poder (porque nunca nadie nacido de mujer podría vencerlo), tras breve combate, mata al hijo del general inglés Seward. Luego ocurre la lucha esperada e inevitable con Macduff. La certeza del monarca escocés se desvanece con el crujido de una madera reseca cuando, al fin, el centro hasta ahora escondido del oráculo de las brujas se revela. Ante la repetición de la profecía de las brujas, Macduff anuncia que nació por cesárea; no brotó al mundo por la vía normal del alumbramiento. La anormalidad de su nacimiento preserva la verdad cifrada del dicho de las mujeres seguidoras de Hécate. Macduff no nació de mujer por la vía habitual. Nada se aclara en la profecía sobre una excepción al modo corriente de nacimiento de los seres.

  Así, en el centro de la tensión del drama shakesperiano, asoman las dos cuerdas acaso principales de la narración: la contraposición entre el orden mágico-divino, de raíces paganas, pre-cristianas, y la desintegración del significado (que acontece en un ámbito medieval, pero que antecede al escepticismo del hombre moderno, y que deja traslucir con más claridad Hamlet).

  La primera cuerda aludida, la del orden mágico, anuncia su importancia, como sabemos ya, en el inicio mismo de la obra, con las brujas y sus oráculos. Luego se desata el torbellino de las acciones que giran en derredor de ese núcleo inicial; después, la segunda visita-consulta del rey a las hechiceras reunidas en intensos y nocturnos aquelarre; y tras esto, la revelación del sentido inesperado de sus vaticinios durante la toma del castillo y la caída del rey. Y, finalmente, el epílogo, para algunos apócrifo (12) pero que, de todos modos, reitera la importancia y superioridad en la trama narrativa de la voz arcaica de un hado pagano, de una voluntad del destino y de un primado de la magia ancestral. Así Hécate dice a sus discípulas:

  ¡Qué gran placer volar

  cabalgando los aires del espacio

  cuando la luna brilla como hermoso topacio,

  y cantar y bailar, besar y fornicar!

  Por encima de bosques, de altas cimas, de estrellas,

  Por encima de mares, manantial de doncellas,

  Por encima de empinadas torres y torretas,

  entre tropas de espíritus, en la noche volamos:

  un tañer de campanas no suena en nuestro oído, ni el ladrar de los perros, ni el lobo con   su aullido;

  ni el sonido del agua, cuando cae en cascada,

  ni nos alcanza el eco que brota en la quebrada» (Macbeth, Apéndice)

  El vuelo mágico, atributos tradicionales del contacto de las brujas con lo sobrenatural y lo misterioso, es una confirmación de la presencia profunda de una experiencia mágico-pagana dentro del drama shakespereano.

  Y la superioridad del ordenamiento oracular, de estirpe pagana, y dueña del conocimiento del destino, se ve ratificado a su vez por una cristalización final de la lógica de la inversión que regula el anuncio profético, y por las revelaciones de Hécate en el aquelarre que visita el rey desesperado luego de las primeras apariciones espectrales de Banquo.

  Veamos: al comienzo, las brujas manifiestan enigmáticamente: «lo bello es feo, y lo que es feo es bello». Se anuncia en esta afirmación una lógica de la inversión, una subversión de los términos que, en el fondo, es una equivalencia entre los opuestos. En el mundo cristiano de la Escocia medieval de Macbeth, la perduración de una palabra pagana invierte las jerarquías en ese momento prevalecientes: la situación axiomática correcta, un destino sólo regulado por el Dios cristiano es dominado por el mal, por lo que sólo es degradación o mentira para la mirada cristiana: un hado independiente del Dios trinitario y que, por tanto, sus voceros no son profetas bíblicos, sacerdotes o teólogos de la ortodoxia, sino las brujas de Hécate, la vieja diosa pagana. A su vez, las tres brujas, en la Crónicas… de Raphael Holinshed se identifican con las tres diosas o Morías del destino en la antigua Grecia.

  Así, el orden ortodoxo cristiano-medieval (el bien) se invierte por el predominio y triunfo de la superior palabra profética de inspiración pagana (el supuesto mal). Y este proceso, en una segunda visión, más que de inversión hablaría de una final identificación o correspondencia dado que bien y mal, fuerzas aparentemente opuestas, hablan en definitiva de una sola realidad: la superioridad de una jerarquía divina no humana, que el hombre puede negar, pero que, finalmente, de forma irreversible vuelve como destino que aplasta la arrogancia humana.

  Por eso, en Macbeth, el triunfo de un orden mágico-divino superior es paralelo a la debacle de la pretensión humana de autogobierno sin interferencias extrahumanas. En su fiebre ya desatada por el poder, Macbeth delira creyendo en la impunidad de la acción criminal, o en una protección profética de su poder. Mas la voz profética fue precisamente trampa o embeleco para conducir al sujeto exaltado hacia su propio derrumbe. Una trampa que puede percibirse en la arenga de Hécate a sus seguidoras en el aquelarre que interrumpe Macbeth para solicitar una nueva revelación del futuro. Entonces, la vieja diosa pagana dice:

  «…Preparad las vasijas, los conjuros,

  vuestros filtros y todo los demás.

  Me vuelvo al aire, que he de emplear la noche

  En un fatal y trágico designio. Grandes cosas

  habrán de urdirse antes del mediodía.

  De la curva de la luna pende

  unas gotas que exhala hondos misterios

  que yo he de recoger antes que caiga

  a la tierra, y destilada por los filtros mágicos

  hará surgir espíritus artificiales

  con la fuerza debida a su ilusión

  que lo conducirá a su ruina.

  Despreciando el destino, se reirá de la muerte,

  llevará su esperanza más allá del temor, sabiduría y gracia.

  Vosotras lo sabéis: la confianza

  es para los mortales la peor enemiga» (Macbeth, Acto III, escena V, 30).

  Hécate se apresta a retornar a su elemento mágico fundamental: el libre vuelo en la noche. Y debe ayudar a que se concreten los designios de un destino trágico; debe ir a recoger una gota del astro plateado. La luna es imagen mítica del control del tiempo. Para el griego antiguo, como enfatiza Robert Graves, la vida lunar se resume en tres fases luego de su resurrección tras su «muerte» o desaparición del cielo nocturno por tres noches. La gema divina opalina se muestra entonces cono Luna Joven; Luna Mujer, y Luna Vieja. Esta última fase corresponde a los influjos lunares sobre los maleficios, y las artes secretas de la brujería.

  Y la joya del topacio exhala su gota, su sentencia, su saber del futuro. Hécate lo recoge, lo destila con filtros mágicos, para liberar a «espíritus artificiales» que obrarán sobre el mortal para confundirlo, para engañarlo, para empujarlo a una ilusión, «que lo conducirá a la ruina». Bajo el efecto del hechizo que engaña, Macbeth, la víctima ya predispuesta por una voraz ambición de poder a fantasear con su posible condición indestructible y predestinada, «se reirá de la muerte», y «llevará su esperanza más allá del temor»; no sospechará entonces la mentira, que es en realidad verdad disfrazada, de los vaticinios de las brujas. Espoleado por su ansiedad de encontrar una ratificación sobrenatural de su fuerza, Macbeth no sospechará la inversión, es decir que las profecías dicen algo distinto a lo que parece, que su sentido no es directo sino invertido. Quedarse sólo con el anverso es quedarse a lo sumo con una media verdad o una media mentira, que impide leer el reverso, donde se esconde la verdad completa sobre el destino del rey usurpador. Y su incapacidad para entrever lo invertido, lo esquivo, lo oculto, alimenta su confianza ingenua respecto a la continuidad invencible de su autoridad. Por eso «la confianza es para los mortales la peor enemiga».

  Cuando se invierten los oráculos, cuando surge la verdad, el poder humano es lanceado por el verdadero destino, por la fatal predestinación a su derrumbe por su hybris, por su exceso soberbio de autoconfianza y negación de un orden superior. Entonces, el poderoso es succionado por el castigo, el derrumbe y la muerte.

  Lady Macbeth es la primera en regresar a la realidad donde el hombre es roca pequeña, y no segura montaña. Regresa ese orden desde el castigo que destruye su persona. Su humanidad se disuelve por la explosión de la palabra o la esperanza.

  Ya antes del rodar definitivo de su cabeza, Macbeth intuye la victoria de un orden extraño, superior, que acaso perversamente gusta de confundir y precipitar a los hombres en la tumba dolorosa de sus ambiciones. Es el momento del célebre monólogo nihilista del rey usurpador, cuando no puede reprimir la sospecha, que ya es afirmación: 

  «…La vida es una sombra tan sólo, que transcurre; un pobre actor

  que orgulloso, consume su turno sobre el escenario,

  para jamás volver a ser oído. Es una historia

  contado por un idiota, llena de sonido y furia,

  que nada significa» (Macbeth, Acto V, escena V, 20).

  La vida es una sombra narrada por un idiota, que desborda ruido y furia. El primado de la nada es desierto donde ningún significado sobrevive. 

  La intrusión de la nadidad en el centro de los lagos de la vida se interprenetran metafísica y política. El rey, cúspide del poder político, juega a sobreponer el castillo de su soberanía sobre el universo. Lo universal del cielo y la tierra, del tiempo que no se detiene y envejece, del agua o el viento, no asombra al sujeto político. No lo abren a la certeza de una realidad que lo excede y que es fuente del mundo. Pero sin un mundo dado el poder no dispondría del suelo donde levantar las torres de su autoridad. El rey, la política, es deseo camuflado de una potencia humana autosuficiente, instituyente y no instituida por una potencia extrahumana. Decimos “deseo camuflado” porque en épocas de un primado indiscutible de Dios, en épocas del cristianismo medieval, o aun después en el Renacimiento, o en el Antiguo Régimen de los primeros siglos modernos, el rey acepta formalmente la superioridad divina. Pero este reconocimiento camufla el deseo de la sustitución de la fuerza divina-extrahumana por la suprema autoridad humana. Este sustituir es otra variante posible de la lógica de la inversión que antes hemos indagado. La sustitución es el obrar que domina el deseo o la voluntad camuflada de Macbeth. La falsedad implícita de esta sustitución de la acción política real (no desde sus discursos retóricos) genera efectos metafísicos. Si el árbol pequeño del rey sustituye el bosque de la gran fuerza y orden universales, la realeza se ciega a la percepción de una vida cuyo significado no depende de la afirmación del poder real. Macbeth se refugia en los oráculos para pensarse invencible. Pero las apariciones espectrales de Banquo, la muerte agónica, más allá del alcance de la medicina, de la reina, lo empujan al pozo lúgubre donde intuye la debilidad de su poder real o, al menos, su condición amenazada. La vida universal  común que ha sido dañada, tal como lo expone el joven Hegel, inicia su castigo sobre la individualidad que pretende actuar separadamente de esa universalidad, y con leyes propias.   

  Las evidencias del resquebrajamiento de su soberanía real las vincula Macbeth con la licuación del sentido mismo de la vida. En esta dinámica regresiva, cuando la política de la arrogancia ciega (su no conciencia del límite del poder del soberano) se enfrenta a la sospecha de su debilidad, siembra de heridas metafísicas la percepción de la existencia. Por eso, ahora, la vida es sombra. Si el escenario donde actuaba el poder como actor central se parte, su pretendida autoridad absoluta se diluye en la farsa de un idiota que farfulla un relato grotesco de sonido y furia. Una tempestad de balbuceos y violencias que ocultan la nada. La comedia de la fiebre absoluta del poder a cualquier precio deriva entonces en la tragedia inevitable del regicidio. Y detrás del rey que mata o es muerto, los muros de los castillos o palacios se desmoronan ante las hachas del destino. El hado que pinta el rostro humano; el hado que lo pinta con la burla. Y la caída preparada por el oráculo de unas brujas. (*)

(*) Fuente: Esteban Ierardo, «Macbeth, el oráculo pagano y la caída», editado primero en Temakel uno,y ahora en La mirada de Linceo (Temakel 2).

Citas:

 (1) Ver Robert Flaceliere, Adivinos y oráculos griegos, Buenos Aires, Eudeba.

 (2) Las citas de Macbeth pertenecen a: William Shakespeare, Macbeth, Cátedra. Letras universales, Madrid, 1987 (edición bilingüe de Manuel Ángel Conejero y Jenaro Talens).

 (3) Ver Gómez Fernández, J. R, Las plantas en la brujería medieval, editorial Celeste.

 (4) Ver R. Gordon Wasson, Albert Hofmann, Carl. A. P. Ruck, El camino a Eleusis. La solución de los enigmas, México, Fondo de cultura económica.

 (5) Ver Robert Gordon Wasson y otros, La búsqueda de Perséfone. Los enteógenos y los orígenes de la religión, México, Fondo de cultura económica.

 (6) Jean Markale, Los druidas. Tradiciones y dioses de los celtas, Madrid, Taurus, 1989, p. 158.

 (7) Ver Ginzburg, Carlo, Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre, ed. Muchnik.

 (8) Marc Bloch, Los reyes taumaturgos, México, FCE.

 (9) Ver Jean Markale, La trama oculta del Grial, Barcelona, ed. Tikal.

 (10) G.W.F. Hegel, “Espíritu del cristianismo y su destino”, en Escritos de juventud, México, Fondo de cultura económica, p. 322. El joven Hegel piensa también una posible dinámica redentora del criminal cuando éste adquiere “un anhelo por lo perdido”: “En el momento en que el criminal siente la destrucción de su propia vida (al sufrir el castigo) o se reconoce (en la mala conciencia) como destruido, comienza el efecto de su destino, y este sentimiento de la vida destruida tiene que trasformarse en un anhelo por lo perdido. Lo que se siente como carencia se reconoce como una parte de sí mismo, como aquello que debiera haber estado en él y no está; este hueco no es un no-ser, sino la vida reconocida y sentida como lo que no está”, Ibid, p.323. Pero el reconocimiento de la carencia, de lo perdido por la acción criminal como una parte de sí nunca ocurre en el caso de Macbeth.

 (11) Junto con Merlín, Taliesín es la literatura medieval galesa el bardo o poeta fundamental. Merlín es más conocido como el consejero y guía espiritual del rey Arturo.
En el Libro Negro de Carmarthen (El Llyfr Du Caerfyddin ), redactado en galés alrededor del año 1200, Merlín y Taliesín dialogan sobre la derrota de los britanos en la batalla de Ardderyd. A Taliesín, personaje en parte legendario, en parte histórico del siglo VI, se le atribuye el Câd Goddeu (La batalla de los árboles).

 (12) Las dos canciones que componen el Apéndice de Macbeth procederían de The Witch, de Thomas Middleton (1570-1627) recién publicada en 1778.

La muy recomendable edición de Macbeth por editorial Çátedra, y con traducción al español por Luis Ángel Cornejo

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