Por Laura Navarro

Edward Hopper (1882-1967), como artista de principios de siglo XX, se negó a participar de las vanguardias, a punto tal de crear una revista: Reality, que abominaba del arte abstracto, y toda otra manifestación de la época.
Hopper insistía con su estilo realista, en hacer un camino propio. En su viaje a Paris, hizo suya la soledad de las plazas romanas del pintor Giorgio Di Chirico (1888-1978), que luego plasmó en sus escenas, no así su mirada surrealista. Hopper continuó su estilo realista lejos de las últimas vanguardias.
En una visita a casa del artista, un crítico de arte lo encontró en un largo estado contemplativo, sentado frente al mar, casi inmóvil, con la mirada vacía. Qué es lo que ve, preguntó el visitante, a lo que Hopper respondió: solo estudiaba una obra .Así de complejo era el proceso de elaboración de sus escenas. Hopper tardaba meses en estudiar cada escenario, la incidencia de la luz en las cosas, y cada detalle por nimio que fuese, plasmando lo cotidiano, lo sin importancia, para hacerlo eterno. Obras donde generalmente hay personajes implicados en algo que no podemos definir, unidos simplemente por un espacio compartido, en escenas extrañas como Nighthawks (que traducido significa noctámbulos o halcones de la noche), donde podemos espiar u observar a través de una ventana, una serie de personas en una cafetería, personas distantes entre sí: un hombre de espaldas, una pareja, y un camarero abstraído en su tarea. Pareciera que son los únicos sobrevivientes de algo que es irreversible para sus vidas, solo tienen en común ese espacio interior iluminado, un refugio en la noche dentro de algo mayor: la ciudad habitada por miles de seres solitarios .El tiempo parece haberse detenido por obra de la iluminación, los seres humanos parecen muñecos casi desconectados entre sí, pero no: todo está sucediendo. Es el presente lo que pinta el artista: pinto lo que veo, solía decir. Estamos en 1942, después de los sucesos de Pearl Harbor, la guerra es lo irreversible, y la depresión económica golpea fuerte, pero sin embargo esas escenas pueden interpretarse en todas las épocas, la soledad en la urbe de masas y, esos lugares pueden ser cualquier lugar en cualquier otra ciudad, espacios urbanos de silencio, donde deambulan los mismos seres humanos escapando o atrapados por la soledad.
Hay una obra de Hopper inquietante: Gas (1940): una estación de servicio en medio de la nada, o de una ruta, con solo un personaje: el empleado de la estación de gasoil, tres surtidores en color rojo iluminados, y una arboleda oscura que señala los límites de la civilización. La estación de servicio es esa luz, que impide que la noche se trague todo, en esas carreteras desoladas que imaginamos en el interior de Estados Unidos; donde cada tanto, en las películas, vemos las luces brillantes de los moteles en medio de la oscuridad.
Pero en las escenas de Hopper, hay algo de cinematográfico en esa luz que viene del exterior, e ilumina personajes absortos, quizá en el mismo estado de contemplación en los que caía el artista. Como en esa obra donde vemos una mujer en su habitación, iluminada por la luz que fluye desde el exterior, desde una ventana, podemos saber que está en un espacio urbano, porque también desde ahí observamos los altos edificios de Nueva york. La mujer ve la luz y no sabemos qué está observando, es lo enigmático para el espectador, a Hopper le gustaba crear esos climas en sus escenas, un misterio que se abre sobre sus personajes solitarios e incomunicados, sentados en el lobby de un hotel, en un tren, o un oficinista iluminado por la luz solar que entra por una ventana. Las ventanas como una constante en cada obra, y la luz que proviene del exterior, o esa misma luz, que ilumina espacios interiores. Seres humanos en situaciones cotidianas, entregados a esa maquinaria urbana, sin embargo, un rayo de luz, los rescata por un instante de la alienación. Y de nuevo pensamos en Gas: una estación de servicio iluminada en la oscuridad, una última esperanza, en una carretera solitaria, que nos salva de la noche.
