Por Esteban Ierardo
La pintura realista de Hopper suele ser interpretada como expresión de la soledad e incomunicación del sujeto moderno habitante de las grandes ciudades. Sin negar esta visión habitual, aquí proponemos otra interpretación en la que, por la contemplación y recepción femenina de la luz, se quiebra lo cerrado y se recupera la salida hacia lo amplio del espacio.
También sobre Hopper:
Hopper y los espacios de silencio, por Laura Navarro
Hopper, y la luz que salva
Por Esteban Ierardo
I
El niño camina entre los vientos sembrados de sol, junto al río Hudson, en Nycak. La luz se vierte suave y enérgica sobre su rostro. Siluetas de barcos, como cristales flotantes, besan las olas, y reciben los rayos solares. El niño pronto volverá a su primer hogar, con su familia de creencias religiosas baptistas; y soñará con imágenes que giran y, al detenerse, se difunden en un lienzo.
Ya en sus primeros años juveniles, Hopper manifiesta un vivo interés por el arte. Su familia no se opone. La única sugerencia es primero formarse en las artes gráficas, en los dibujos y las ilustraciones, para tener un oficio que le permita sobrevivir.
Hopper realiza también tres viajes de formación en Europa. Sus itinerarios: París, Londres, Ámsterdam, Harlem, Toledo.
Llega a París en 1906. Allí reina la vanguardia. El impresionismo: Cézanne, Manet, Renoir, Gauguin, Matisse. Pero la influencia más clara en el visitante americano es la de Manet y Edgard Degas, el pintor de las escenas de danza.
El fenómeno artístico de la vanguardia como tal lo deja indiferente. Picasso ya deslumbra en la ciudad al borde del Sena. Pero el joven norteamericano no muestra ningún interés por la plástica cubista. De todos modos, sus visitas a museos, su absorción de la pintura impresionista le dejan huellas. El impresionismo se obsesiona por luz, por su efecto sobre las superficies. Lo impresionista es fascinación por el color luminoso. El pincel del impresionismo ya no quiere imitar lo que ve. Por el contrario, pinta las propias impresiones ante lo que se observa.
A pesar de su aparente desapego de las pinceladas de Manet y sus seguidores, ya en una edad avanzada, Hopper reconocerá que, a pesar de todo, nunca dejó de ser un impresionista.
La influencia impresionista, durante su periodo en Europa, se expresa en la pintura de temas urbanos, como en su lienzo Yonkers (1916). Aquí, un amarillo tranvía emerge entre un grupo de transeúntes apostados en una calle. La temática urbana será luego protagonista de su arte.
Tras su primera incursión en París (que repetirá después en 1910) visita, en Londres, la National Gallery. Aquí, aprecia la obra de Turner. En Ámsterdam, en el Rijksmuseum, lo impresiona La ronda nocturna de Rembrandt. En Harlem, contempla al maestro neerlandés de los retratos colectivos: Franz Hals. También visita España, Madrid, Toledo. Toledo: el altar del Greco. En su catedral principal brilla El expolio. Junto con El entierro del Conde Orgaz, es una de las cimas del pintor de origen cretense.
De regreso a América, Hopper se establece en New York, en Washington Square North 3. Aquí vive hasta su muerte junto con su esposa, la pintora Josephine Nivison. Alcanza, en ese entonces, cierta notoriedad al ganar un concurso de carteles de guerra.
Luego, empiezan sus visitas a Mohegan Island (Estado de Maine). Aquí, sus pinceles capturan los espacios amplios de la naturaleza. Una apertura temática al paisaje que continuará en South Truro (Massachussetts), su estudio-vivienda que frecuentará hasta sus últimos días.
Ya en Mohegan aparece un tema arquetípico en Hopper: la integración naturaleza- cultura, lo que será importante en nuestra interpretación posterior. En Carretera en Maine (1914), flanqueada por unos telégrafos, la carretera se extiende entre montes de ásperas laderas. El artista empieza su constelación de carreteras. Telégrafos. Gasolineras. Para Hopper, una gasolinera se convierte en un motivo digno de estetización. Actitud que después será interpretada como un antecedente del arte pop.
A los 42 años, sus lienzos ya se caracterizan por un estilo definido. Un estilo que repetirá en distintas variantes hasta el resto de su vida. Asoman también los matices conservadores del pintor norteamericano, su reticencia o indiferencia a los cambios. El desdén por el experimentalismo formal, que exige la modernidad estética. Siempre embarcado en un único velero, Hopper atraviesa, indiferente, los oleajes cambiantes de las modas artísticas.
El contexto en el que nace el arte de Hopper se ramifica hacia el siglo XIX; raíces que se hunden en la pintura norteamericana de paisajes. La Escuela de Hudson River (1). Asimismo, en los comienzos del siglo XX, se rechaza el regionalismo. En 1913, en la exposición Armory Show se exhiben 1600 obras. Y en lo exhibido se perfilan dos tendencias bien diferenciadas. Por un lado los modernistas, partidarios del arte europeo, como John Marin y el «precisionista» Charles Sheeler. O Duchamp, el mensajero dadaísta de los ready-made, con su Desnudo bajando una escalera (1911). Y Man Ray, el único dadaísta norteamericano, aunque luego se radicará en París, donde, hasta su muerte, agitará su llama creativa: sus rayografías y fotografías.
La otra tendencia son los realistas del grupo Ash can School encabezados por Robert Henri. En esta orientación se enrola Hopper. Los temas preferentes de esta agrupación son el humor, inspirado en las caricaturas de Honoré Daumier; un interés por los temas sociales (pero sin ningún ánimo crítico-ideológico); y una valoración por lo real visible heredada de Velázquez.
Frente al rechazo de la «pintura ilustrada provinciana». del modernismo, surge una reacción nacionalista: el ojo del pintor se adentra en los paisajes de un vasto continente aún poco explorado. Es el regreso del regionalismo. Regresa bajo la forma de la American Scene. Pero frente a su explícito nacionalismo, Hopper disiente: «Lo que me saca de quicio es todo este barullo en torno a la American Scene. Nunca he intentando reproducir el ambiente americano, como Benton, Curry y los pintores del Medio Oeste. En mi opinión los pintores de American Scene han caricaturizado a América. Yo siempre he querido expresarme a mí mismo. Los pintores franceses nunca han hablado de una ‘escena’ francesa, lo mismo que los ingleses de la ‘inglesa’ » (2).
La expresión de lo regional sólo es auténtica si evita la exageración localista. Una pintura nacional genuina no exagera lo regional. De una forma paralela, el escritor argentino Jorge Luis Borges, ante la pregunta por la hipotética identidad de una literatura nacional argentina (3), observa que, en el Alcorán, Mahoma nunca alude a camellos porque la pertenencia a una tradición o un lenguaje, o a una geografía o historia particulares, se dan como presupuestas. La necesidad de exagerar los motivos locales evidencia una falsa conciencia nacional. Cuando esta conciencia es auténtica brota con un frescor espontáneo. Sin necesidad de estridentes campanas nacionalistas.
El realismo en Hopper no es así embelesamiento ante un localismo geográfico. No es pincelada reducida a un paisajismo americanista. La tendencia realista es la que se remite a la solidez de los objetos urbanos, a las consistencias de lo terrestre y lo físico. Este proceso es entrevisto por Tocqueville.
El pensador e historiador francés Alexis de Tocqueville visita Estados Unidos en el siglo XIX. Luego lo hará también otro lúcido visitante: Oscar Wilde (3). El resultado del viaje de Tocqueville es La democracia en América. El visitante encuentra en la democracia norteamericana un impulso general hacia el realismo: «Las formas sociales de la democracia y sus instituciones se apartan de la representación del alma para limitarse al cuerpo; y sustituyen la reproducción de sentimientos e ideas por las de los movimientos y sensaciones. Así, finalmente, colocan lo real, en lugar de lo ideal» (4). La democracia renuncia al «derecho divino de los reyes», propio de las periclitadas monarquías absolutistas europeas. El poder legítimo ahora surge de la soberanía popular, de la horizontalidad de la igualdad (emergente desde la Revolución Francesa). Pero, más allá de la posible ilusión de una democracia que anuncia una sociedad igualitaria, su fundamentación teórica se ciñe a lo corporal, a lo terrenal y visible del pueblo. Lo popular, como fuente de la legitimación democrática, orienta la atención hacia la propia materialidad de ese sujeto colectivo, hacia su estar en la tierra. Y lo social que contiene a los individuos-ciudadanos que sólo buscan su sentido en hechos y logros palpables en este mundo «real», antes que en un más allá como el que prometen las religiones.
El poder que encuentra sus razones en la tierra, en lo físico, concede mayor atracción a la realidad como escena social y urbana, en la que se da el encuentro entre el hombre, la historia y la ciudad.
Pero ese realismo que Tocqueville observa, se complementará con otro realismo. El de los lienzos de Hopper…
II
Al aproximarse a la estética de Hopper es preciso meditar en su credo realista. En Hopper, el realismo nunca es reproducción pasiva. Por eso, advierte: «No se trata de reproducir exactamente un lugar, sino de recomponerlo a base de bocetos y reminiscencias mentales de sus inmediaciones» (5). No pura imitación, sino más bien evocación de la realidad observada.
En su filosofía realista, Hopper no pierde oportunidad de envestir contra el neoexpresionismo abstracto de la década del 60’; contra el abstraccionismo en sus diversas variantes, que incluyen el action paiting de Jackson Pollok; o Mark Rothko con sus negros que prevalecen sobre el final de su camino artístico; o Adolph Gottlieb que, con Rothko, integran el grupo The Ten y el New York Artists Painter.
Por eso, en 1953, Hopper edita la revista Reality. A journal of Artist opinión. En su primer número, lanza una declaración de principios de 46 pintores figurativos. En ella se comparte un credo común: «Creemos que la textura, y la forma, así como el color, el dibujo y todos los componentes de la pintura, son medios, para un objetivo más alto, consistente en la descripción del hombre y su mundo» (6). Las diatribas del grupo se lanzan como flechas también contra periodistas, críticos y marchantes de arte que glorifican lo abstracto.
En su ver la realidad «del hombre y su mundo», Hopper teje una trama de imágenes icónicas que muy poco, o nada, le deben a un descripción objetiva, «directa», del mundo dado.
Hopper también extiende sus colores hacia el ambiente provinciano, hacia las pequeñas ciudades; hacia las periferias de casas de madera de cariz pueblerino, como en Domingo (1926); obra en la que domina la escena un hombre sentado y solo, con un cigarrillo meciéndose en su boca entreabierta. Pintura de lo rural que se continúa también con la representación de casas campestres aisladas. Una farmacia. O una esquina redondeada, en una ciudad abrazada por una clara mañana.
Los ejemplos de la arquitectura provinciana transmiten aburrimiento. Una inmovilidad sin cambios acelerados, sin rápidos progresos o transformaciones (7). Y en este ambiente rural se conectan cine y pintura en Hopper, como en su arquetípico lienzo La casa junto a la vía (1925), que es modelo de la casa en Psicosis, de Hitchcock. Y en Domingo de madrugada (1939), una larga fachada de casas en su parte superior, y negocios en la inferior, se muestra de forma apaisada, como si fuera captada por el ojo-lente de una cámara cinematográfica.
Pero otra temática recurrente en Hopper es la mujer que contempla un mundo exterior a través de ventanas abiertas, o frente a una casa, bañadas por la luz del sol. La atención de lo femenino que se derrama hacia el día luminoso, afuera. Y esto remite, a su vez, a un proceso particular: la relación interior-exterior. A través de la ventana abierta e iluminada, lo que antes estaba cerrado, se abre y se une con lo externo. Ya no hay adentro y afuera. Ahora, todo se une por la luz. Este perfil de lo que abre la luz en Hopper, entendemos que es fundamental. Y sobre esto luego volveremos.
III
La tesis habitual sobre la pintura de Hopper es que refleja la soledad, la incomunicación y alienación de la sociedad moderna y capitalista. Su obra desnudaría el reverso oscuro de lo cotidiano burgués. Hopper mostraría la «alienación del hombre moderno». La negación del «sueño americano», que se derrumba con la gran depresión, la caída de Wall Street, el empobrecimiento generalizado, y el posterior intento de reconstrucción del New Deal de Franklin Roosevelt. Hopper sería así la antípoda de Norman Rockwell, símbolo del pintor que exalta lo «luminoso americano», e ignora las grietas del Tío Sam.
Noctámbulos (1942) es una de las pinturas icónicas de esa sociedad de la incomunicación y la infelicidad que se incuban dentro del american dream. La obra muestra un restaurante delimitado por unos cristales.

En la noche, una luz nace vivaz desde el extremo superior derecho que ilumina a dos hombres y una mujer, y al empleado del establecimiento comercial. Unos locales circundantes, de luces apagadas y ámbitos oscuros, determinan el llamativo contraste entre luz, oscuridad y penumbras. Para cierta interpretación habitual, la transparencia de las paredes de vidrio constituye una suerte de jaula de cristal que contiene el escenario que expone, en primer plano, la proximidad física; pero, a la vez, la incomunicación y la soledad.
La soledad puede ser representada también en Habitación en Nueva York (1932). Aquí, el espectador, como ocurre en varias obras de Hopper, es ubicado en una situación de voyeur. El espectador como observador voyeurista se adentra en la intimidad de una pareja que vive en el distanciamiento. El hombre se abstrae en la lectura de un periódico; la mujer se distrae con el teclado de un piano. Su vestido rojo captura la atención. La mujer aquí representa la no atención de lo masculino.
La distancia se repite en una Excursión a la filosofía (1959).
Un hombre yace sentado en una cama, inmerso en sus indescifrables cavilaciones. En el filo de su angustia, olvida a una sugerente mujer dormida, que yace detrás, con sus nalgas provocativas y desnudas. Una probable invitación al eros no atendida por la cavilación e indiferencia masculina. Pero la soledad puede ser espiritual, y también física. Como el caso de la mujer quieta, sentada, ensimismada, escindida de su entorno en un bar, en Automat (1927). En Compartimiento C, vagón 193 (1938), una mujer en un cómodo asiento de un vagón se recluye en la lectura y se aísla mediante un sombrero que vela sus ojos. A diferencia de las muchas mujeres de la «atención luminosa» en ventanales abiertos, aquí, una cercana ventana descorrida del vagón es ignorada. No hay un ver afuera. Predomina el aislamiento. La separación entre los seres también resalta en Cine en New York (1939). En un cine, un auditorio se sumerge en el otro tiempo-espacio de la pantalla. Pantalla en la que aparece un paisaje nevado. La propuesta de olvidarse de todo, y por la imagen proyectarse a otra parte. Pero la sala cinematográfica no cumple plenamente esa función. Porque en un extremo semiiluminado, una mujer permanece aislada y encerrada en sus propios pensamientos. No se proyecta a otra parte.
Hooper entonces como el pintor de la soledad, de la incomunicación sin alternativa, de la angustia del ser aislado.
Pero sin negar la estética de la soledad, ¿es posible otra interpretación paralela del arte del artista que frecuentó la Nueva York de los rascacielos que rozan y golpean las nubes?
Para esto primero hay detenerse en relación luz-sombra. La luz en Hopper induce un efecto de tiempo detenido. La luminosidad de sus cuadros cristaliza los cuerpos en una inmovilidad radiante. Es como si el cuerpo representado se liberara del devenir que desgasta la piel y la vida. El cuerpo liberado del paso del tiempo, como en una instantánea fotográfica, o en un fotograma inserto en la cinta de un celuloide fílmico. Este rasgo ha motivado múltiples asociaciones entre la estética de Hopper y el cine (8).
La inmovilización luminosa de lo destinado al movimiento y el deterioro insinúa, en principio, una congelación de la vida. Un cuerpo alienado del tiempo real de la existencia humana. Otra vez, entonces, la alienación
IV
Pero sin negar lo «alienado» en Hooper tal vez son posibles otras interpretaciones paralelas: el realismo hooperiano como «mitificación de lo banal» como sugiere, por ejemplo, Kranzfelder (9). O quizá la salida de lo alienante en la poética de Hopper dependa más vivamente de la primacía estética de la luz. La luz de la hiper claridad en Hooper no solo como lo que detiene el tiempo, sino como lo que trasfigura lo que ilumina, y como lo que comunica con un espacio más grande.
Hopper confesó en una ocasión que nunca había logrado pintar lo que realmente buscaba, por un «choque de la realidad». En esta búsqueda es posible sospechar que las imágenes de Hopper cambian la relación entre el sujeto y la luz de la modernidad. Se pasa de un sujeto que por la luz ilumina y conforma los objetos, a un sujeto que es iluminado por la luz física, solar y, en esta acción, se trasciende.
Primero atendamos a la relación entre el sujeto y la luz en la modernidad. En su madurez, lo moderno es la Ilustración como movimiento cultural que entroniza la razón en el siglo XVIII. La razón como vehículo de una verdad matemática o deductiva. En la ilustración, el único conocimiento verdadero depende de la razón que ilumina (10). En la Ilustración, el sujeto de conocimiento, a través de la «luz natural de la razón», disuelve las tinieblas de la ignorancia, de la superstición, de la opresión teológica o monárquica.
En la filosofía moderna entonces, el mundo a conocer es dominado por la luz racional del sujeto. La naturaleza solo tiene sentido en tanto es conocida dentro de la acción del sujeto y su luz. Los fenómenos naturales, los objetos, las cosas, así solo son dentro de la luz del sujeto racional. Lo material, lo sensible y sensorial, lo que incluye a la luz física, solar, solo resplandecen en un segundo plano.
Kant, en su Crítica de la razón pura (1791), impulsa su famosa revolución copernicana (11). Esta consiste en que ya no son primero los objetos, y luego el sujeto que refleja a esos objetos, como en el realismo filosófico, sino que, por el contrario, el objeto es efecto de una elaboración o construcción de la subjetividad. El sujeto de conocimiento con su luz de la racionalidad que le es propia da forma a los objetos a conocer. Este sujeto ilumina. No es iluminado. Pero en Hopper, el sujeto no es el que ilumina. Es lo iluminado.
El sujeto racional que ilumina y da forma a los objetos, puede también idealizar al objeto. Por ejemplo el cuerpo humano idealizado por la racionalidad matemática del arte clásico griego. La luz hopperiana no muestra un cuerpo idealizado, con sus armoniosas proporciones musculares como en El discóbolo de Mirón de Beocia, o El David de Miguel Ángel. Por el contrario, los cuerpos se muestran con una leve deformación que los aproxima a la condición de maniquíes, o a inertes figuras de madera, como en Gente al sol, obra sobre la que luego volveremos.
El cuerpo del arte clásico, el de la forma perfecta, exalta la humanitas; afianza el orgullo de lo humano. Esto es lo que ocurrió en el Renacimiento. En su exaltada autovaloración, el hombre corre el riesgo de la hybris (12), que lo lleva a creer que su entorno natural depende de su luz, de su importancia. Con el mundo natural, con lo exterior, con lo físico, solo hay una relación desde el sujeto que ilumina y domina los objetos, desde el humano superior, que no aspira a sentirse parte de la naturaleza que lo rebasa. Solo hay dominación del sujeto racional que ilumina, no la percepción de que el entorno natural, o la vida misma, son un don que el hombre recibe para que sea, o para que busque ser.
Hopper, a diferencia del sujeto moderno que ilumina, regresa a la luz sensorial que ilumina. La valoración de la luz física, solar que ilumina al sujeto (un sujeto femenino como veremos), y lo devuelve a la percepción del espacio más grande al que pertenece, es parte quizá de una secreta sensibilidad religiosa en Hopper. Esto empieza a sospecharse cuando se entiende sus lecturas principales.
El pintor norteamericano siempre se caracterizó por su extremo laconismo. Sus expresiones orales o escritas sobre los posibles significados de su arte son escasas (13). Pero esto no debe ser confundido con una indiferencia o ausencia de ilustración intelectual. Hopper frecuenta lecturas de alto vuelto literario o poético, como Víctor Hugo, Proust, Baudelaire, o Goethe (14).
Una de sus lecturas principales es Emerson y su ensayo sobre El alma Universal. Emerson alienta la doctrina del transcedentalismo (15), una filosofía fuertemente nutrida por la metafísica alemana y el hinduismo. Emerson pondera la unión del alma con el universo, su reintegración al todo. El deseo ancestral del hombre, primero separado del gran mundo de cielo y tierra, y que luego se re-liga a él. Anhelo del homo religiosus. La religiosidad de Emerson es acompañada también por la versión más telúrica o terrenal del impulso trascendentalista en Henry David Thoreau (16).
Podemos imaginar un Hopper admirador de Emerson. Su silencio no lo confirma, pero tampoco lo desmiente. La influencia de Emerson como un posible estímulo, en Hopper, a una reintegración de la parte (hombre) con el todo (el espacio como totalidad luminosa). Una experiencia de religiosidad natural.
V
La primacía de la luz que abre al espacio en Hopper, cobra así una gravitación muy diferente a la luz que solo hace visible la angustia o la alienación.
La luz física y plástica en Hopper no representa un cuerpo idealizado (clasicismo), y representa el sujeto iluminado, en oposición al sujeto que ilumina en la modernidad. Es un arte que, en su cima más alta, tal vez, recupera lo no humano de la luz; y al cuerpo humano que, envuelto en esa claridad, contempla lo que lo luminoso muestra.
Para apreciar esto hay que acudir, como siempre, a la obra misma… En Sol matinal (1952) una mujer está sentada con sus brazos extendidos sobre las rodillas arqueadas.
Tiene un vestido rojo, y contempla la luz que fluye libre, a través de una ventana. La figura es la variación del tema arquetípico en Hopper, que ya habíamos adelantado: lo femenino observando algo otro, exterior, distinto, no humano. A través de las ventanas abiertas, siempre abiertas, la luz diurna, matinal, que regresa y devuelve a la mujer una actitud alerta, receptiva, asombrada. La actitud de la posible veneración del poder elemental de la luminosidad natural. Actitud que, coincide con la celebración de los pueblos antiguos que cantaban al reaparecer el sol en un nuevo amanecer. La contemplación desde una inmovilidad asombrada de la mujer es también, desde lo simbólico, la tierra que recibe los rayos luminosos como fuerza fertilizante. La mujer iluminada por la luz solar como escenificación visual de un religarse, de un unirse con un espacio más grande. Una actitud laica y religiosa.
La mujer que contempla y celebra la luz en Hopper se repite también en Mediodía (1949); Un mujer al sol en Cape Cod (1950); Sol en la ciudad (1954); o Mañana en la ciudad (1944) (ver en Galería Hopper).
En Una mujer al sol (1961), una mujer atisba ahora la luz que se difunde, nuevamente, por otra ventana abierta.
Recibe la caricia luminosa desde su desnudez, completa, de pie. Sostiene con una de sus manos un cigarrillo. Señal posible de que la mujer que venera y se reencuentra con la luz no humana y superior del sol es lo femenino terrestre, pero también es la mujer concreta, urbana, la mujer real, de la angustia que, al levantarse de su cama, en su soledad y silencio, se religa con la fuerza de la luz solar.
La expresión de la alienación urbana que ya hemos mencionado en Hopper es el encierro en la propia soledad, en las habitaciones, en los bares, o en la ciudad misma, convertida en gran jaula. Pero en la poética visual del artista se repiten, obsesivamente, las ventanas y las puertas abiertas, la mujer que es iluminada por la luz que llega del espacio abierto. Esto rompe el estado de lo enclaustrado, es decir lo alienado o separado de un afuera. Y que, así, restaura la comunicación entre lo exterior y lo interior. Lo interior: lo humano o su hábitat urbano encerrados en sí mismos; lo exterior: la realidad, en el tiempo y el espacio, que precede al humano. La luz que brilla en Hopper es así memoria visible de ese estado: el de lo humano que, al abrirse a la luz, vuelve a pertenecer al espacio fuera del sujeto, a lo terrestre, a sus colores y su aire.
La luz disuelve lo separado e incomunicado. Y la situación de la casa, de la habitación, en un principio remite en Hopper al encierro y la soledad.
Pero Hopper también imagina otra habitación, otra casa, sin presencia humana. La casa icono de lo abierto en Hopper es Habitación al mar (1951). Una casa se alza frente al océano. Una puerta abierta permite la llegada de la luz matinal en la interioridad antes cerrada de la habitación, que también acoge el azul brillo de las aguas.
Acontece así la reunión de naturaleza y cultura. Proceso que también se repite en un Sol en una habitación vacía (1963). Una ventanas abierta. Por esa abertura, fluye lo que ilumina la habitación antes cerrada.
Una escenificación afín a la estrategia mística tradicional del «hacer vacío». La «habitación vacía» abre una estructura perceptiva antes cerrada, para dar lugar a la irrupción de una fuerza nueva que ilumina, nutre, amplia, lo antes encerrado (17).
La luz que se adentra en un recinto arquitectónico en principio separado o cerrado estimula también una posible asociación con lo lumínico que se infiltra dentro del templo gótico a través de sus vitrales. La invasión de lo solar dentro de las penumbras del altar o la nave del templum nutre, como se sabe, un conciente anhelo de elevación religiosa. Pero la luz que desciende desde lo celeste es mediada por los vitrales esmaltados de imágenes de santos, historias y simbolismos bíblicos. La luz gótica se adentra en lo cerrado y lo ilumina y eleva. Pero desde un fuerte condicionamiento cultural. Esa luz ya mediada culturalmente, es quizá inferior a la potencia de la luz física, inmediata, que ilumina una habitación vacía, antes reconcentrada en sí misma; la luz desnuda o primaria que, a diferencia de lo luminoso gótico, ilumina a la mujer de Sol matinal, y la reintegra, la religa, con el espacio iluminado por el sol.
La potencia de la luz que regresa, religa y disuelve lo separado, quizá tiene un notable antecedente de «rapto místico» en un aguafuerte del joven Hopper: Viento en la tarde (1921). Aquí ya no es la variedad del color. Es la dualidad blanco-negro. Y nuevamente una ventana abierta. Una mujer recibe el viento que llega a través de los vidrios que se abren. El arremolinado ingreso del aire cobra visibilidad por el movimiento de una cortina. El rostro de la mujer no es visible. Pero podemos sospechar la transfiguración de sus facciones. Su goce por la elemental fuerza del viento.
Luz y viento que invaden, inundan y regresan como memoria visual de las fuerzas materiales del espacio, de lo prehumano y elemental de la naturaleza que el sujeto de la luz racional solo conoce y domina parcialmente.
Una obra emblemática de este proceso en Hopper es la ya aludida Gente el sol (1960). Un grupo de personas sentadas contemplan la luz que se vierte sobre ellos con una serena, pero a la vez, explosiva potencia.
Los cuerpos absorben la luminosidad. Y se deforman. Se acercan a lo caricaturesco, al maniquí anonadado por el reencuentro con una potencia olvidada, tal vez. Pero la aparente deformación es surgimiento de una nueva relación positiva. Es la positiva inversión del vínculo sujeto-luz, al que nos hemos referido antes. El humano vuelve a la luz primitiva y prehumana del sol, o al viento, que no le pertenecen.
La luminosidad en Hopper, que envuelve a a la mujer es la luz que salva la salida al espacio grande, la posibilidad de liberarse del peligro de solo ser en lo cerrado sobre sí mismo. Y en todo este proceso el protagonismo de la «mujer iluminada» de Hopper es fundamental. Las mujeres del pintor que contemplan esa luz que, cuando realmente es contemplada, en una virtual veneración religiosa, nos devuelven al espacio que se extiende en lo cercano y lo lejano. Esa luz que ilumina a las mujeres de Hopper, que siempre disuelve la noche con las primeras caricias de la mañana.

Citas
(1) Arthur Danto vincula la Escuela de Hudson River con la tradición estética de lo sublime en Occidente iniciada por Longino. Lo sublime es siempre alguna forma de lo inconmensurable en la naturaleza. En la Escuela de Hudson River como parte de su apertura a la sublimidad, se confirma la idea romántica del paisaje panteísta (expresada ejemplarmente por Kaspar David Friedrich) según la cual naturaleza y divinidad se identifican. Así, lo «Sublime Americano » suscribe: «… la teoría de que Dios se expresa a sí mismo en la naturaleza dotada de cierta grandeza. Me refiero a la llamada Escuela de Hudson River que, floreció a mediados del siglo XIX, y cuyos cuadros de gran formato solían presentar la naturaleza en todo sus esplendor: los Andes, las cataratas del Niágara o el Gran Cañón», en Arthur Danto, El abuso de la belleza, La estética y el concepto del arte, Buenos Aires, Paidós Estética, 2005, p. 211.
(2) Ivo Kranzfelder, Hopper, Colonia, Taschen, 1998, p.63.
(3) Ver J. L. Borges, «El escritor argentino y la tradición», en Discusión, en Obras completas, Buenos Aires, Emecé, volumen I.
(4) Ver Oscar Wilde, «Impresiones de Yanquilandia», en Oscar Wilde, Ensayos y diálogos, Buenos Aires, Jorges Luis Borges. Biblioteca personal, Hyspamérica Ediciones Argentina, 1985, pp.219-232.
(5) Mencionado en Ivo Kranzfelder, Hopper, op. cit., p.95.
(6) Ibid., pp.64-65.
(7) Ya en los comienzos de su evolución, Hopper adhiere con fervor a publicaciones que arremeten contra lo abstracto, contra la desintegración de las formas en el arte moderno. Así, sus dibujos aparecen «en ‘Scribners’s Magazine. Esta última publicación, se destacaba por cierto por el rechazo, e incluso la maledicencia, contra el moderno arte europeo (que bajo la égida de Alfred Stieglitz, inundaba América). Para Scribner, Rodin es la cabeza de un coco malvado, a Cézanne le falta oficio, Matisse es un inepto. Todo el arte nuevo se considera, como de costumbre, ‘indisciplinado’ o ‘putrefacto’.», en Ivo Kranzfelder, Hopper, op. cit., p.14-15.
(8) Hopper era amante de la película A bout de Souffle (Al final de la escapada) de Jean Luc Godard. Juan de Pablo Pons, de la Universidad de Sevilla, sobre el particular vínculo cine-pintura en Hopper, aclara: «Edward Hopper fue un gran aficionado al cine, de tal manera que el séptimo arte resultó ser para el pintor norteamericano fuente de inspiración. Reconoció su admiración por films como Los niños del paraíso de Marcel Carné (1945), Forajidos, de Robert Siodmak (1946), El Halcón maltés de John Huston (1941) o Marty (1955) de Delbert Mann. Estas películas le inspiraron directamente algunos de sus trabajos más significativos. (…) Si indagamos en films concretos, podemos encontrar «lienzos de Hopper» reconstruidos cinematográficamente en ellos. A modo ilustrativo para los lectores pueden citarse: El Eclipse de Michelangelo Antonioni (1962); Llueve sobre mi corazón de Francis Ford Coppola (1969); La última película de Peter Bogdanovich (1971); Dinero caído del cielo de Herbert Ross (1981); Bagdad Café de Percy Adlon (1987) y de forma especial, las películas de Todd Haynes, Safe (1995) y Lejos del cielo (2002). (…) Su deuda con las películas del cine negro de la gran época de Hollywood, anterior a la caza de brujas promovida por el senador McCarthy, resulta visible en muchas de sus pinturas. El cine funciona con metáforas, transforma una historia anecdótica en un mensaje universal, entendible por muchos. En ese sentido la pintura «narrativa» de Hopper, que partiendo de hechos cotidianos trasciende la mera anécdota, ha pesado en muchos cineastas. La influencia de Edward Hopper en algunos directores de cine, además de relevante, se ha mantenido a lo largo del tiempo. Desde Alfred Hitchcock hasta David Lynch es posible identificar conceptos visuales, soluciones referidas a la iluminación y el encuadre o «atmósferas psicológicas» que de manera inequívoca han sido sugeridas por este pintor (…) Esas influencias son claramente identificables en películas como La sombra de una duda (1943), La ventana indiscreta (1954), Vértigo (1958) o Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock; La noche del cazador (1955) de Charles Laughton; Matar a un ruiseñor (1962) y Verano del 42 (1971) de Robert Mulligan; Malas tierras (1973) y Días del cielo (1978) de Terrence Malick; A quemarropa (1967) de John Boorman; Alicia ya no vive aquí (1974) de Martin Scorsese o Dinero caído del cielo (1981) de Herbert Ross. También directores no norteamericanos han sido influidos de manera muy visible por Hooper; en este sentido debe destacarse especialmente al cineasta alemán Win Wenders, con películas como El amigo americano (1977), París, Texas (1984) y El final de la violencia (1997)», en Juan de Pablo Pons de «El cine y la pintura: una relación pedagógica», en Icono 14, N 7, junio 2006, Revista de comunicación y nuevas tecnologías.
(9) «El procedimiento de Hopper ha sido calificado de «mitificación de lo banal», y ciertamente hay en su obra una poesía misteriosa, casi surrealista, que va más allá de la banalidad de las escenas de la vida diaria. La referencia al surrealismo no es en modo alguno disparatada. Las imágenes de gasolineras han sido ya confrontadas con una cita de Louis Aragon. El principio de la actividad surrealista, consistía en gran medida en reunir objetos dispersos, inconmensurables, en una superficie adecuada, que se convertía en una superficie de proyección, para dar lugar a una nueva y sorprende realidad. De ese modo, la caracterización común al surrealismo y a Hopper sería una nueva forma de ver lo cotidiano, lo supuestamente insignificante», en Ivo Kranzfelder, Hopper, op. cit., p.115.
(10) Sobre la ilustración en general puede consultarse E.Cassirrer, La filosofía de la ilustración, México, Fondo de Cultura Económica.
(11) No es momento aquí para un reconstrucción más específica o técnica de la filosofía kantiana como ejemplo de un sujeto apriori que determina el horizonte general de los objetos. Por eso solo nos referimos a la cuestión general del sujeto y su luz racional que da forma a los objetos y, a la vez, los somete a ese sujeto trascendental.
(12) Entre los griegos antiguos, la hybris es la desmesura, un romper los límites de lo finitud humana que sitúa al hombre en conflicto con el orden y lo expone a sus castigos. Diversos mitos como el de Sísifo o Ixión ejemplifican este proceso.
(13) El único comentario amplio sobre su obra surgido de los propios labios de Hopper fue recogido por el documental Edward Hopper, El pintor del silencio, realizado por Canal +, 2005. Muchos de sus comentarios dispersos son recogidos también por su biógrafa fundamental: G. Levin, Edward Hopper, An Intimate Biography, New York, Knopff, 1995.
(14) Kranzfelder asegura que «el pintor poseía un alto grado de intelectualidad y que había leído las traducciones de los clásicos franceses y rusos. Entre ellos a Moliére, Víctor Hugo, Marcel Proust, Rimbaud, Paul Verlaine y Charles Baudelaire. Una y otra vez se cuenta la anécdota de que Hopper apreciaba tanto Wanderers Nachtlied ( La canción nocturna del caminante) de Goethe que sabía recitarla en lengua original. El propio Hopper opinaba que la poesía de Goethe contenía una extraordinaria imagen visual. Hopper conocía y apreciaba la literatura realista norteamericana o a Thornton Wilder. Este último, de la misma generación de Hopper y más tarde de Tennessee Willians», en Ivo Kranzfelder, Hopper, op. cit., p.29.
(15) Emerson nace en Boston, en 1803. En su obra descuella el ensayo y la poesía. Emerson procede de una familia de pastores. Su padre, William Emerson, es pastor de la Iglesia unitaria de Boston. Completa sus estudios en la Universidad de Harvard, a los 18 años. Estudia teología en la Harvard Divinity School y siguiendo las huellas familiares, es ordenado pastor en 1829. En 1832, renuncia a su cargo pastoral tras manifestar que ya no estimaba a la comunión como sacramento, por lo que no puede impartirla. En Europa, conoce a grandes creadores como Samuel Taylor Coleridge, Thomas Carlyle y William Wordsworth. Con Carlyle sostiene una entrañable amistad. De regreso a su país, en 1833, se radica en Concord (Massachusetts). Se convierte en profesor de la Universidad de Boston. Emerson se declaraba creyente en una inteligencia superior. Así lo manifiesta en su primera gran obra editada, Naturaleza (1836) que, inicialmente, no genera mayor repercusión, pero hoy es estimada como la esencial expresión poética del transcendentalismo, movimiento filosófico-poético que funde la religiosidad puritana con el idealismo romántico. En su ‘Discurso al College de Divinity’, de 1838, en el Divinity College de la Universidad de Cambridge, Emerson provocó una resonante controversia al defender una experiencia religiosa libre, independiente, frente a las coerciones de la religión oficial. En su obra Ensayos (1841) agrupa sus conferencias más destacadas. Allí, sobresale Autoconfianza que devendrá el sustento teórico del individualismo democrático. En 1847, en Inglaterra, invitado por Carlyle, dicta una serie de conferencias sobre grandes personajes como Platón, Goethe, Napoleón, que responden al modelo de Héroes (1840), de Carlyle, y que son editadas bajo el título de Hombres representativos. Aquí, Emerson medita en los atributos esenciales de las llamadas personalidades geniales.
(16) Henry David Thoreau nace en 1817 en Concord, Massachussetts. En 1845 construye una cabaña de troncos. Durante dos años vive cerca de las orillas de un lago. De esa experiencia nace una de sus obras más recordadas: Walden. Thoreau siempre disfruta de la soledad y la naturaleza, de la contemplación de la belleza y misterio de los bosques, y las montañas, las llanuras y los lagos.
(17) Las habitaciones vacías de Hopper, abiertas a la llegada de la luz mediante una ventana o una puerta abiertas, hacen recordar a la experiencia del «hacer vacío» del zen. Un vacío que, al liberar la mente de la acumulación de conocimientos o prejuicios, de lo pasado y lo ya conocido, da lugar para la aparición de la luz de la otredad, del misterio de la vida. A su vez, el abrir las «ventanas del alma» antes cerradas, que permiten que repentinamente la luz de una alteridad divina pueda ingresar dentro de un espacio habitación-alma antes cerrado para iluminar así la conciencia, hace recordar al místico alemán Meister Eckhardt, célebre exponente de la teología negativa.