Por Esteban Ierardo

En Atenas, la Acrópolis recuerda el pasado de arte y filosofía de la ciudad, fuente fundamental de la cultura occidental.
Pero también es el encuentro, hoy, con la bohemia, la dureza de la realidad económica, la proximidad del mar y las islas. El encuentro de culturas, entre lo griego, lo turco y lo bizantino. Y los ecos de los pensadores que, desde este lugar, pensaron el universo, el misterio de la vida, la moral y el arte.
Fotos de Laura Navarro y Esteban Ierardo, salvo dos; todas se pueden ampliar salvo una.
Y para más fotos de lugares mencionados o no en el texto:
Atenas, corazón de Grecia
Por Esteban Ierardo
Un cómodo y veloz tren nos conduce hasta nuestro destino dentro de la ciudad. Llegamos a la Plaza Monastiraki. Ya es de noche. Lo primero que advertimos son los muchos peatones que van de aquí para allá. A un bombero que espera novedades le preguntamos por el lugar que buscamos. Y entonces, comprobamos la presencia de la Acrópolis. Desde su alta cima de roca, el Partenón brilla como un faro de tiempos lejanos.
Allí está la Acrópolis, y el Partenón, el ícono de la ciudad de más de tres mil años de historia.Los atenienses antiguos veían el cielo, el mar y la tierra a través de sus dioses. Un ejemplo: el mencionado Partenón construido para la diosa Palas Atenea.
Palas Atenea, o simplemente Atenea. La diosa de la guerra, la sabiduría, la prudencia, la inteligencia estratégica, la ciencia, la justicia. Minerva para los romanos, e hija de Zeus, de cuya cabeza brotó ya armada para el combate. Diosa virgen, invencible en la lucha armada. Ella fue elegida como protectora de Atenas. A su ciudad le transmitió sus cualidades: sabiduría, amor por el pensamiento y las artes.
En la mitología un ave acompaña a la diosa. En la tradición se habla de una lechuza, o un búho. El búho de Minerva inmortalizado por Hegel.
Atenas resplandeció como la gran polis o ciudad-estado,luego de que en la historia política de la Antigua Grecia la monarquía diera lugar al gobierno de asambleas de ciudadanos. Como lo refiere Paul Vernart en Los orígenes del pensamiento griego, tras la Guerra de Troya se pasó, lentamente, de la palabra mágica-política de un rey (basiléus), y a la vez supremo sacerdote, al gobierno de un conjunto de ciudadanos en la polis de la ciudad-estado. El mundo narrado por Homero en la Ilíada, con el sitio de la ciudad amurallada de los troyanos, o el regreso de Ulises a Itaca en la Odisea, eran glorias ya desvanecidas en la niebla de lo pretérito. Con el silencio de los clamores épicos de los reyes, la voz de las polis resonó nueva y única.Y a partir del siglo VII aC, las polis griegas defendieron su celosa independencia. Los localismos cedían a la unidad nacional solo ante un peligro mayor. Así Atenas se unió con Esparta, Corintio, Tebas y otras ciudades ante la gran invasión persa que derrotó la resistencia espartana en el paso de las Termópilas.
Atenas será la ciudad de una importante fuerza militar, pero también de la filosofía, el arte, un gran desarrollo comercial a través de su flota que navegaba por el Mediterráneo como una suerte de marina extensión de sus templos y murallas.
Atenas será antítesis de Esparta, que solo exaltaba el hierro de la guerra, y menospreciaba las honduras de la filosofía ateniense o las elegancia de su arte
Y, como en muchos casos, la procedencia de una toponimia es incierta. El origen del nombre de Atenas no es claro; y se relaciona con una circularidad: para algunos la ciudad se llama Atenas por la diosa Atenea; para otros, la diosa se llama así por la cuidad que protege. A veces, los griegos se refieren a ella como τὸ κλεινόν ἄστυ, es decir “la ilustre ciudad”.
No en vano en el Museo de la Acrópolis descansa el relieve de la Atenea pensativa. Algunos creen que su gesto severo es por la destrucción de Atenas durante las invasiones de los persas. Pero nada impide especular que la figura representa a la diosa sumergida en profundos pensamientos.
Cuando caminamos por una primera calle de Atenas charlamos con Laura que Palas Atenea no es algo del pasado. Es una fuerza viva que surge cuando se ve la Acrópolis no como una postal, sino como la casa de una diosa.
II
El departamento que alquilamos en la ciudad de la diosa está en el barrio Monastiraki, un lugar con muchos bares, con mesas de madera rústica, colores animados, y clientes entusiastas, en general jóvenes. Predomina un clima bohemio.

En la primera noche revisamos un libro sobre Atenas. Abrimos la ventana, y ahí está de vuelta, resplandeciente: el Partenón.
Con el sol del día siguiente caminamos hacia la Acrópolis, etimológicamente «la parte más alta de la ciudad».
Llegamos primero hasta la estatua de un guerrero con escudo. Un arqueólogo inglés se sorprende de que esté contemplado muy concentrado la figura. Se acerca y me aclara que es una copia. Le contesto que me lo imaginaba. Pero la épica del personaje es lo que me atrae. Después me indica una rareza: un templo de un grado de conservación
sorprendente.
Para verlo tenemos que ir por una calle que nos introduce en la Estoa de Átalo, dentro de la antigua Ágora. Ahí vemos una gran construcción con dos pisos, la planta baja dórica y el primer piso jónico, al pie de la parte oriental del Ágora.
La estoa era un espacio público que protegía del sol y la lluvia, tenía también puestos de comercio; era un lugar de vida social, e incluso de reunión de filósofos. Justamente, el nombre del estoicismo, filosofía helenística fundamental, deriva de la Stoa Pecile. Allí Zenón de Citio impartía sus lecciones. Así nació la filosofía estoica.
En la Estoa de Átalo vemos muchas columnas, que representan el arte helenístico. El pórtico o estoa fue un obsequio a Atenas de Átalo II Filadelfo, rey de Pérgamo, gran protector de las artes y las ciencias. Hoy, la Estoa de Átalo es el Museo del Ágora.
Recorremos sus estatuas y objetos. Nos impacta el nombre de Temístocles en un ostracon, una cerámica. En ella se escribía los nombres de los condenados al ostracismo, al exilio. Al final de su carrera, Temístocles, el vencedor de los persas en la batalla de Salamina, fue castigado con el ostracismo. También observamos un cleroterion, un artefacto para sortear los cargos en Atenas. Muestras de la lejana democracia ateniense dispuestas en amplias vitrinas.
El arqueólogo inglés nos había indicado el templo que se levanta dentro del predio de la estoa. Antes de llegar a él, nos atrae otra joya arquitectónica: la iglesia bizantina de Agii Apostili o de los Santos Apóstoles, a pocos pasos de la estoa. De aproximadamente el 1000 d.c, fue erigida sobre los restos de un monumento romano de siglo II. En su interior, descubrimos frescos que resistieron la erosión de los siglos.
Y al salir, finalmente, vemos el templo de Hefestión, lo que me había adelantado el arqueólogo inglés. El templo resplandece, sólido, en la colina de Agores Kolonos. Uno de los edificios dóricos mejor conservados, dedicado a Hefesto, señor de los volcanes y la herrería, dios del fuego y la forja, de los herreros y artesanos, de los metales y la metalurgia. El dios cojo,
esposo de la infiel Afrodita. En las labores subterráneas en su isla, a Vulcano ( la versión romana de Hefesto) lo ayudaban los cíclopes, los gigantes de un solo ojo.
Empezamos después la subida hacia la Acrópolis.
Un sol ardiente nos empapa de sudor. Después de varios giros, encontramos un gran monolito de mármol gris azulado, la vieja Colina de Ares, lugar del Areópago, el tribunal ateniense, a cuyos pies también el apóstol San Pablo pronunció su célebre discurso del «Dios ausente», y donde Sócrates fue juzgado, y condenado, por falsos cargos. Ya estamos muy cerca…
Tenemos suerte: la entrada es hoy gratis, y entramos rápido. En el recinto de la Acrópolis propiamente dicho, el Partenón atrae todas las miradas. El templo consagrado a Atenea Pártenos, Atenea la Virgen, se construyó después del saqueo de Atenas y la destrucción del Antiguo Templo de Atenea por los persas durante las célebres Guerras Médicas, en el 480 a.c.
Dentro del santuario, la diosa estaba representada por una gran estatua de marfil y oro, una imagen de culto de gran sacralidad, realizada por Fidias.
Hay que imaginar a los antiguos atenienses al entrar al recinto del Partenón. Entonces, entre penumbras y antorchas, contemplaban la colosal mujer de brillantes reflejos. Seguramente, arrobados, sentían que estaban ante la diosa.
Dos años después del fin de la guerra contra los persas, por pedido de Pericles, el gran estadista ateniense, el Partenón empezó a levantarse con mármol pentélico, llamado así por el cercano Monte Pentélico, de donde se extraía.
Trato de imaginar el esfuerzo para arrancar los bloques de la roca viva, la paciencia y talento para tallar el mármol y las esculturas en relieve que decoraban el friso del gran santuario. En su gigantismo, la gran estatua de Atenea tuvo un equivalente en la estatua de Zeus en Olimpia, otro logro épico de Fidias. La Atenea Parthenos original tenía

aproximadamente trece metros de altura, de un núcleo de madera cubierta con placas de bronce y láminas de oro; de ese metal también era su manto y casco. Su mano izquierda la apoyaba sobre su escudo o égida; sobre su mano derecha extendida se alzaba una Niké (una Victoria) de marfil.
En Nashville, la capital de Tenessee, Estados Unidos, existe una réplica moderna inaugurada en 1990, pero decorada con pan de oro. El metal dorado fue seguramente la causa de la desaparición de la estatua original.
La Acrópolis es el testimonio visible de lo que fuera la plenitud del arte clásico. Arte asociado a ideales de armonía y proporción, tanto en la concepción de los templos como de las esculturas. La aplicación de un canon o código numérico dispone las medidas de las partes para que el todo de la obra irradie un efecto de belleza basado en la armonía, la simetría, el equilibrio. Esto es propio del Partenón, como de las esculturas del periodo clásico,en su cima,en el siglo V a. C. Está dimensión de la belleza clásica pivota en las medidas, los números, en la estructura matemática de las cosas. Un fundamento matemático para la belleza y el cosmos que se expresó por el pensamiento de Pitágoras.
El arte clásico de la armonía como gloria de la Grecia pagana. Pero luego del colapso del paganismo y el triunfo del cristianismo, el Partenón se convirtió en una iglesia cristiana para el siglo VI d.c; luego de la conquista de Grecia por los turcos otomanos fue mezquita; pero para el año 1687 era solo un depósito de armas turco que fue alcanzado por la artillería de barcos venecianos. Por la explosión provocada por este ataque, el templo quedó fuertemente dañado. Algunas esculturas que sobrevivieron
fueron compradas por Thomas Bruce Elgin, conde, diplomático y arqueólogo británico. Su remoción terminó de arruinar el resto de la estructura del edificio. Se los llamó entonces los Mármoles de Eligin, o Mármoles del Partenón. Se los vendió al Museo Británico de Londres, en 1816.
Es tan intenso el calor que junto con otros visitantes esperamos nuestro turno para cargar una botella de agua bajo un árbol. Desde la cima vemos el mar de escamas azules; abajo, el Odeón de Herodes Ático; y a un costado, el Monte Licabeto, al que se accede por funicular.
En su lado norte, la otra perla dentro de la Acrópolis es el Erecteón, el templo de Erecteo, en estilo jónico, dedicado a Palas Atenea, Poseidón, Zeus y el rey mítico de Ática, Erecteo.
La mitología imagina que en el lugar del Erecteón se enfrentaron Atenea y Poseidón. Se disputaron la protección de Atenas. Atenea plantó un olivo sagrado. Poseidón clavó su tridente. Dejó su marca sobre una roca.
Dentro del templo se encontraba el Paladio, una arcaica estatua de madera. La leyenda la sitúa primero en Troya. Luego, fue trasladada a Atenas. En el tiempo que Pericles proyectó la reconstrucción de la Acrópolis, la finalidad ritual del Erecteón era proteger reliquias, entre ellas el Paladio y el olivo sagrado de Atenea.
Y nos demoramos todo lo necesario ante el Pórtico de las Cariátides, que muestra seis columnas con la forma de mujeres jóvenes de más de dos metros de altura. Ya había leído
que aquellas jóvenes que vemos son copias. En el Museo de la Acrópolis están cinco de las originales, y otra en el Museo británico de Londres. Una medida para cuidar a las verdaderas doncellas esculpidas de la corrosión y la polución.
Vitruvio, el gran arquitecto romano, decía que esas mujeres eran habitantes de la ciudad de Caryae, o Krys, en el Peloponeso. Caryae colaboró con los persas, por lo que los atenienses la conquistaron, y vendieron a sus mujeres como esclavas.
El propósito de las estatuas era recordar esa traición. Algunos dudan de esa explicación, porque las mujeres de Karys eran reconocidas por su belleza, y antes del Erecteón ya se usaban columnas femeninas. Pero el relato del arquitecto romano es el más difundido desde el Renacimiento.
Y de tanta observación y tanto sudor nos sentamos sobre unas piedras. Vemos el cielo, a la distancia, las casas y el mar. Un sol enérgico hace brillar todo alrededor.
III
Empezamos la vuelta. Nos encontramos con un muchacho africano que toca una Kora, un instrumento de cuerda que es una mezcla de arpa y laúd, y que es característico de muchas regiones de África. Con la alegría de su música, pone todo el empeño para sonreír y enfrentar su destino. Volvemos a Monastiraki, “el pequeño monasterio”, el barrio de vida animada. En su plaza central compramos muy buenas naranjas cerca de la iglesia bizantina de Pantanassa.
Entre las calles de Monastiraki, poco iluminadas, Laura se fascina con la música griega, su canto y acordes con alguna influencia turca. Y vemos muchos comensales en salas con velas y decoración folklórica.
Antes de dormir, a través de la ventana nos embruja de nuevo el Partenón en lo más alto de la ciudad. Me sobresaltó al pensar que estamos en la cuna de la filosofía griega. Aquí, Sócrates perseguía a sus conciudanos para demostrarles que no sabían lo que creían saber, y así entendió lo que el oráculo de Delfos había dicho de él, que era el más sabio, no porque supiera más sino porque era el único que sabía que no sabía nada; aquí, Platón presenció el juicio y la condena de su maestro Sócrates, y elaboró una metafísica basada en ideas eternas e inmutables; y aquí el Aristóteles joven fue aceptado en la Academia platónica; y, luego de veinte años de estudio con su maestro, se emancipó y edificó su propia filosofía en la que el conocimiento modelado en conceptos generales es, primero, una forma que el intelecto debe aprehender mediante los sentidos.
En esta ciudad, y otras de la Hélade, como Mileto en Jonia, en Agrigento o Elea en la Magna Grecia ( en sus colonias del sur de Italia), la revolución mental de la filosofía griega se deslizó desde el mito al logos. El mithós, la narrativa imaginativa de la creación del mundo por los dioses; el lógos, el intelecto como fuerza racional orientada al descubrimiento del fundamento de la música de la existencia. Este cambio empezó con los presocráticos, Heráclito, Parmenides,en el siglo VI a C,y continuó con la sinfonía de filosofía y argumentos de Sócrates, Platón, Aristóteles, y luego, los estoicos, epicúreos, etc.
Pienso en todo aquello, y también siento la distancia de ese conjunto de hombres pensantes respecto a nuestro tiempo más veloz y ligero. Hoy de la filosofía mucho se habla como reconstrucción, resúmenes y glosas de lo pensado por otros. Algo muy diferente a lo que ocurrió en esta ciudad, cuando un grupo de espíritus inquietos pensaron la trama misteriosa de las cosas desde el comienzo. Pensar desde el comienzo es una experiencia de asombro ante el sentido de todo lo que nos rodea y ante la cuestión del origen de las estrellas, el rocío, la tierra, o de cada rostro humano. Pero pensar desde el comienzo es también un rasgo de inconformismo esencial: no conformarse simplemente con lo que se nos muestra, e intentar sumergirse en el juego profundo de la vida.
IV
En el día siguiente, descubrimos la Acrópolis romana. Hacia el 146 ac. Grecia fue conquistada por Roma. El primer emperador Augusto ordenó la construcción del Ágora romana en Atenas. Entre sus ruinas su edificio más atrayente y mejor conservado es la Torre de los vientos, construido por el astrónomo Andrónico de Cirro. En forma de torre de planta octogonal, cada uno de sus lados refleja los vientos según sus distintas procedencias. El viento, como casi todo para los paganos griegos de antaño, refiere a alguna divinidad, la del dios Eolo en este caso.
Una brisa nos mueve también hasta los restos de la Biblioteca de Adriano o Biblioteca de las cien columnas, sobre la calle Adrianou. La biblioteca fue construida
por orden del emperador Adriano.
Adriano vivió tres años en Atenas. Amaba la cultura griega. Este emperador viajero no se preocupó por nuevas conquistas imperiales. Le interesó más la filosofía y el arte. Su personalidad es evocada por Margarite Yourcenar en Las memorias de Adriano. De la biblioteca, original, con su sala de lectura y convenciones, hoy pocas columnas y muros se mantienen en pie.
Y al fin de la calle Adrianou está al Arco de Adriano. Lo que parece un arco de triunfo seguramente fue erigido para celebrar al adventus o ceremonia de bienvenida del emperador.
En el arco se leen dos inscripciones: en la parte noreste, la inscripción que reza “Esta es Atenas, la antigua ciudad de Teseo”; y en el lado sureste “Esta es la ciudad de Adriano, y no de Teseo”.
Y a los pocos pasos, experimentamos una nueva sorpresa: las ruinas del Templo de Zeus Olímpico. El dios máximo de la imaginación mitológica, el del rayo justiciero, vencedor de los dioses de la estirpe de los Titanes en una batalla representada con filo poético y contundencia casi cinematográfica por Hesiodo en la Teogonía.
La construcción del templo ateniense de Zeus empezó en el siglo VI ac. Solo con el auspicio de Adriano fue terminado. En tiempos del emperador, y de la época helenística posterior, fue el templo más importante de Grecia. La obra se inició con Pisístrato, pero al consolidarse la democracia, lo descomunal de la obra se asoció con la hybris o desmesura, con la arrogancia del construir algo demasiado grande que desafía a los dioses. En su Política, Aristóteles advirtió sobre ese templo monumental que ocupaba y debilitaba a muchos en su edificación, y así desalentaba cualquier rebelión. La construcción a gran escala como estrategia para mejor dominar.
Alguna vez el gran templo contuvo la estatua gigante de Zeus en oro y marfil, también del genial Fidias.
La figura se destruyó, lo mismo que el templo, quizá por un terremoto en tiempo medieval. Dos columnas terminaron en Roma, y muchas de las otras fueron material para la construcción.
Y donde estamos, en el 2001, Vangelis Papathanasiou presentó su álbum Mythodea, que celebró la entrada en la órbita de Marte de la sonda espacial Mars Odyssey. Música en la que la vanguardia científica se entreteje con la mitología griega.
Lo romano en Atenas se expresa también con el Odeón Herodes Ático. Ya lo habíamos observado en la visita de la Acrópolis, porque se encuentra en el lado norte de la misma. De importantes proporciones, su construcción fue ordenada por el cónsul romano Herodes Ático, otro gran admirador de la filosofía, el arte y la literatura griega.
V
Y no muy lejos del Arco de Adriano, en los Jardines Nacionales, nos encontramos con el monumento a Lord Byron, el poeta romántico inglés, autor de Don Juan. Byron se empecinó en poner su fortuna al servicio de la independencia de Grecia. En el siglo XIX, el país era subyugado por los turcos. Su aventura romántica se malogró por las fiebres que lo
condenaron a una muerte temprana, en 1824. En ese momento, Byron organizaba un ejército liberador.
Los románticos amaban a Grecia por su arte y su filosofía. Y por su democracia. Si bien la democracia antigua griega era restringida, y por tanto muy distinta de la democracia moderna, la Grecia de antaño con sus arcontes o gobernantes elegidos por sorteo es un antecedente de los gobiernos contemporáneos surgidos por elecciones
Y hoy, Grecia como república democrática tiene su Parlamento, que apreciamos en sus grandes proporciones en la Plaza Sintagma, la Plaza de la Constitución, llamada así por la constitución que el rey Otón I de Grecia debió conceder en 1843. La plaza, de mucha circulación de peatones, acoge la tumba al soldado desconocido evocada por la figura de un hoplita moribundo. Fue el sitio también de hechos trágicos y protestas populares que luego referiremos.
En otra jornada, exploramos el entorno de la vía Adrianou, el barrio de Plaka, el centro de la vieja Atenas otomana y bizantina. Sus casas se descuelgan desde las laderas de la Acrópolis. El barrio es un laberinto de calles estrechas. Y la vía Adrianou rebosa en numerosos negocios de ropas, antigüedades, estatuas y remeras de dioses y diosas, de guerreros de Atenas y Esparta, y restaurantes colmados de turistas.
En Plaka, como en todo Atenas, se puede conocer las prácticas gastronómicas locales como la bebida del greek frappé, hecho con hielo, café, leche, y un poco de agua caliente; o la musaka, bocado tradicional de berenjena y carne, del que Laura no se cansa. Mucho nos sorprende un negocio en el que se ofrece un baño de pies en el que unos peces limpian la piel del cliente.
Y en el gran mercado central de Atenas, de estilo neoclásico, de 1875, de impronta oriental, no lejos de la Plaza de Monastiraki, deambulamos entre sus pescaderías y puestos de quesos, encurtidos, corderos despellejados y carnicerías. En la cercana calle Evripidon abundan remedios, hierbas aromáticas, té y especies.
Al terminar el día de caminata, en la noche, al recorrer una calle cercana a nuestro alojamiento, nos topamos con un bar. Muchos parroquianos ven absortos una pared cubierta por seis pantallas. Cada rectángulo electrónico con su propia transmisión, casi todas deportivas. El sentido del espectáculo pareciera ser derramar la atención en la sumatoria de todas las imágenes transmitidas por los canales simultáneos. Un ejemplo de cómo las pantallas no solo fascinan sino que silenciosamente proponen reemplazar el entorno gris y cotidiano por muchas alternativas para estar en otra parte. Estrategia de las muchas ventanas-pantallas para escapar del tedio que asfixia.
VI
Una parte de nuestra estadía ya la teníamos reservada para la visita al Museo Arqueológico Nacional de Atenas.
El gran museo no está demasiado lejos de Monastiraki. Luego de salir del metro, vemos una pequeña plaza, en principio sin nada especial. Pero en un banco reparo en una mujer vestida toda de blanco, y su rostro cubierto con una burka. Alcanzo a sospechar su soledad, su aire de perdida en un desierto. Un ejemplo del dolor en silencio.
Cuando llegamos al Museo, el sol resplandece sin que ninguna nube filtre su luz. El edificio es de estilo neoclásico, del año 1899, vasto, armonioso. Impactante. Entre sus arquitectos principales estuvo un sajón nacionalizado griego, Ernst Ziller, diseñador de muchísimos edificios reales y municipales en Atenas, y otras partes de Grecia. La construcción del edificio fue decidida por el conde Ioannis Kapodistrias, en español conocido como Juan Antonio Capo d’Istria, el primer jefe de Estado de la Grecia independiente, en 1828. Un personaje que creía que los griegos no estaban preparados todavía para su autogobierno; y de ahí su gobierno autoritario, que terminó con su asesinato.
En el museo, y como en casi todo gran museo arqueológico, hay numerosas colecciones de objetos y esculturas no solo del territorio griego sino también del Antiguo Egipto o el Oriente próximo. Al poco de entrar al Museo nos sorprende un niño que monta un caballo lanzado en plena carrera. La figura es de un dinamismo sorprendente. Es el jinete de Artemisión. Una escultura ecuestre que se la ubica en el 140 a.C; fue rescatada del fondo del mar en varios fragmentos, en la isla de Eubea. La impresión de movilidad del caballo es típica del arte helenístico.
En una sala, deslumbra El dios del cabo Artemisio.
Esa figura que habíamos visto en tantas fotografías. Es una estatua de bronce inmensa, de 2,10m de altura, de un dios que parece sostener una lanza en el momento que se prepara para lanzarla. Del fondo del mar proceden muchas de las figuras del museo de una antigüedad milenaria. En el lecho marino, en el Cabo Artemisio, fue descubierta esta escultura, en 1928. Seguramente terminó en la profundidad marina por un naufragio de un barco del siglo I. a.C. Todavía se discute si el personaje representado es Zeus, el máximo dios, cuando se apresta a lanzar un rayo, o Poseidón, dios del mar, en el instante de arrojar su tridente. Esta excepcional obra se ubica en el estilo severo, entre el periodo arcaico de la cultura griega y el arte clásico temprano. En la escultórica, lo arcaico se caracteriza por lo hierático y la llamada «sonrisa arcaica». Lo hierático implica estatuas de pie, rígidas, estáticas, pero a su vez con una expresividad natural, con un sonreír que se delinea en las estatuas, la «sonrisa arcaica», cuyas causas aún se debaten.
El dios del cabo Artemisio quiebra lo rígido de otrora. Enriquece el repertorio escultórico mediante la armonía de una belleza idealizada, propia de lo clásico como ya manifestamos, y con un giro hacia la sensación de movimiento que, luego, el arte helenístico posclásico enfatiza. La belleza de la armonía corporal es, primero, expresión del Kalos o lo bello propio de un dios, pero que, a la vez, dignifica al humano en tanto el dios se hace visible mediante el cuerpo humano que, así, se diviniza.
Otra estatua que asombra es El Diadúmeno, un atleta ciñendo la cinta de la victoria en su cabeza; de ahí el nombre διαδούμενος diadúmenos, ‘el que se ciñe’. La estatua fue diseñada por Policleto en el siglo v a. C, en el esplendor del arte clásico. La obra original se desvaneció en el tiempo. Hoy solo se conservan copias en piedra caliza y mármol. Las esculturas que piden atención en el museo son inagotables. Otra es el Efebo de Maratón. De delicada musculatura, fino tallado, hallada en la bahía de Maratón, en el Mar Egeo, en 1925. Otro ejemplo de la belleza apolínea, clásica, idealizada. Como en otros casos, se desconoce con exactitud su autor o su identidad. Podría tratarse de Hermes, el dios mensajero de los dioses, o de otro modelo desconocido.
Una figura magnética, solemne, nos sale al paso: la célebre máscara de Agamenón. Cuando niño, en el siglo XIX, a un arqueólogo destinado a ser famoso, su padre le leía la Ilíada. En ese momento, no se aceptaba la realidad histórica del sitio de Troya por el ejército de Agamenón, Menelao y Ulises. El niño se prometió
encontrar las ruinas de la entonces mítica Troya. Así lo hará. Y en el camino a cumplir ese gran logro, investigó la acrópolis de Micenas, una importante ciudad de la Grecia antigua de su periodo monárquico, previo a las polis. El buscador era Heinrich Schliemann. El objeto que halló fue una máscara funeraria de oro, sobre un cuerpo en una tumba. Schliemann pensó que era el legendario rey Agamenón. Hoy no se acepta eso, pero la máscara mantiene intacta su poder de fascinación.
La tecnología sofisticada siempre la pensamos como un fruto únicamente de la modernidad. Sin embargo, en la antigüedad, el genio humano también inventó complejos aparatos. Es el caso del mecanismo de Anticitera, exhibido en el museo. Es acaso una computadora analógica (o mecánica) que dataría del 150 a.C al 100 aC; o quizá de una fecha anterior. Esto también se discute.
Fue descubierta en 1901, cerca de la isla griega de Anticitera. Su finalidad aparente era la predicción de eclipses, posiciones astronómicas, los movimientos de la Luna, el Sol, y otros usos. Un complejo mecanismo de relojería, hallado como 82 fragmentos separados.
En su obra De republica, Cicerón alude a dos máquinas probablemente de estas características, diseñadas por Arquímedes, el gran matemático e inventor de Siracusa. De tratarse de un reloj astronómico, esta tecnología desapareció en los tiempos de la decadencia griega y buena parte del cristianismo medieval, hasta solo reaparecer en el siglo XIV.
Estamos muy embelesados con Laura contemplando esto y lo otro, y nos encontramos con una sala con unos frescos de la isla de Santorini, antes llamada Thera. Una isla en la que ocurrió una gran erupción volcánica y una gran terremoto. Quizá es el desastre que inspiró el mito de la Atlántida que Platón presenta en su diálogo Crítias. Por el desastre muchas construcciones quedaron sepultadas, como en Pompeya. Esto permitió que mucho tiempo después, al ser desenterradas, se mantuvieran bastante conservadas. Hay un fresco de unos antílopes, y otros, pero el que en particular nos atrae cubre varias paredes y se llama Primavera. En él, un artista anónimo pintó el entorno natural salpicados por plantas, rocas, pájaros, inmersos en un llamativa fiesta de colores.
Y además de frescos, en el museo también deambulamos entre una hermosa Afrodita, la diosa del amor (Venus para los romanos); semidesnuda, que con su mano izquierda sostiene un manto que le cubre la cadera, y con su mano derecha se tapa, con pudoroso recato, el pecho. Y también vemos un busto del Minotauro y más estatuas, y cabeza de estatuas, y vasijas, ánforas, máscaras…
Nos hemos sumergido lo suficiente en un mundo perdido. A pesar de todo el empeño museístico en la preservación y la presentación de los objetos, éstos son solo las partes de una mundo disuelto y fragmentado . El museo, todo museo, protege una red de huellas de alguna grandeza extinguida, que solo parcialmente se recupera y se hace presente por la imaginación del visitante; por un percibir que no se limita a acumular imágenes y datos, sino a recomponer en la mente el fenómeno de una cultura distinta que, por los inevitables golpes del tiempo, apagó su esplendor en una noche lejana.
VII
Y luego volvemos a la zona de Monastiraki. Recorremos la extensa avenida peatonal Dionissiou Areopagitou. Desde allí tenemos otra vista de la Acrópolis. Además de muchas casas de estilo neoclásico, en el camino se suceden lugares de gran valor arqueológico: el teatro de Dioniso, el llamado teatro más antiguo del mundo, y la Stoa de Eumenes, que une el mencionado teatro con el Odeón de Herodes Ático.
Muchos pintores de retratos ofrecen la habilidad de sus lápices o pinceles; una muchacha canta con emocionante voz; y en un paraje árido se talla una cueva que estaba consagrada al culto del dios Pan, el dios de los pastores y rebaños, de la vida salvaje y exuberante, asociada a la liberación del eros.
La ciudad antigua, de los grandes filósofos y artistas, de vuelta nos sale al encuentro. Y podemos imaginar a un Platón abstraído que piensa en el gobierno justo, como en La república, el diálogo en el que los filósofos son los legítimos gobernantes de la polis; o imaginamos a Aristóteles escribiendo sobre la virtud del justo medio y la sabiduría que nace de la contemplación del universo; o podríamos evocar también a Diógenes el Cínico,
el que aborrece todas las convenciones y las posesiones materiales, y que vive en una tinaja, solo con un manta, un zurrón, un cuenco y un báculo; y solo desea una vida auténtica y austera.
Las mentes filosóficas griegas, y muchas otras, buscaron el fondo escondido, el sustrato de lo vivo y lo muerto, el principio y el origen. El conocimiento sobre todas estas cuestiones siempre produjo visiones distintas. Nunca hubo un acuerdo, quizá porque nadie puede capturar lo que hay en lo más hondo; un secreto, un misterio, el misterio, esa gacela invisible que corre más rápido que la filosofía o la ciencia.
Pero la ciudad antigua no tendría que encandilarnos tanto, o todo el tiempo. En Atenas, como en todas partes donde respira el humano, hay mucho sufrimiento escondido, pero en cada caso el sufrimiento es particular, de cierto lugar, de cierto individuo, o de ciertos grupos de individuos. Atenas mucho padeció durante la ocupación de las fuerzas alemanas durante la segunda guerra mundial, entre 1941 y octubre de 1944. La fotografía de los alemanes arriando el pabellón nazi en la Acrópolis recorrió el mundo. Durante toda la ocupación en Grecia ocurrieron terribles hambrunas, fusilamientos, matanzas inenarrables.
Al terminar la guerra más de 300.000 griegos habían muerto. El país estaba devastado. Entonces estalló una guerra civil. Para muchos, el primer conflicto de la Guerra fría. Los griegos se dividieron. Por un lado, los monárquicos promocionados por el Reino Unido y Estados Unidos; por el otro, los comunistas que aspiraban a una Grecia unida al bloque soviético. Estos últimos fueron derrotado en 1949. En Atenas, el conflicto tuvo un trágico antecedente: la Dekemvriana, los acontecimientos de diciembre de 1944. En el centro de la ciudad marcharon 250000 personas, en una manifestación de izquierda. Los manifestantes recibieron una lluvia de tiros. Los agresores eran miembros de la derecha griega, de fuerzas policiales y tropas británicas. Con ametralladoras ubicadas en tejados de casas contiguas a la Plaza Sintagma, empezaron la balacera que mató a 28 personas, incluido un niño de 6 años, y 148 heridos.
La tormenta social no amainó. Entre 1964 y 1976 se impuso la dictadura de los Coroneles. La Metapolítefsi («cambio político») supuso la caída del aquel régimen. El advenimiento de la Tercera República Helénica. Y otra gran crisis estalló en las manifestaciones en Atenas, entre 2010 y 2012, impulsadas por la precariedad económica, el desempleo, los recortes sociales, y las reformas impuestas por el FMI y la UE como condición para un rescate de la economía griega. El momento también del acceso al poder de Alexis Tsipras y el partido Syriza.
La precariedad como una criatura que nunca se cansó y dio la vuelta, se percibe en el ambiente, en especial en algunas partes de la ciudad. La sombra que proyecta la dualidad entre favorecidos e infortunados debilita el fulgor del pasado conservado entre museos, y los restos del Ágora y la Acrópolis.
En todo viaje en una ciudad, el visitante corre el riesgo de quedar fascinado por la «alegría turística». El viaje no es solo descubrimiento de lugares destinados a agradar. También es visión de las realidades sociales complejas. Un viajar que intenta rozar, al menos, lo vivido por las personas reales, en su vida diaria. Una mirada que se detiene para percibir la complejidad humana circundante; actitud muy distinta a los visitantes que llegan y se van, en un suspiro fugaz.
VIII
El puerto del Pireo es la conexión de Atenas con el mar Egeo y el Mediterráneo. Desde allí, los barcos atenienses fluían, ágiles, para sumarse al intercambio comercial o para fundar nuevas poblaciones. El gran desarrollo por el comercio marítimo, junto a su victoria sobre los persas en las batallas de Maratón y Salamina, hizo creer a los atenienses que podrían fundar un imperio. Esto alertó a Esparta. Así estalló una guerra civil devastadora entre las dos grandes ciudades, y sus aliados: la Guerra del Peloponeso, narrada por Tucídides. Antes de ser finalmente derrotados los atenienses, su ciudad sufrió además una calamitosa peste, que mató al gran estadista Pericles.
Y desde el Pireo que comunica con el Mediterráneo a través del Ego, un barco de muchos viajes, nos lleva hasta la isla Egina. Una bandada de gaviotas vuela entre los soplos del viento con elegante poesía. La isla de una geografía áspera, aunque fértil, el pistacho es su principal producto. Tiene una importante iglesia cristiana ortodoxa. En Grecia,el arraigado cristianismo ortodoxo, que rompió con el católico en el año 1000, tiene numerosos e imponentes ejemplos. Como los monasterios del Monte Athos; o los de Meteora, a 375 kilómetros de la capital griega. Monasterios erigidos sobre altos peñascos «que cuelgan del cielo». En Egina la fe ortodoxa se expresa con ejemplos más humildes. Además de la iglesia ya referida, nos encontramos con un modesto santuario de esta fe oculto en el paisaje.
Por otro lado, en un tramo de las costas
de Egina, las olas azules empapan la arena caliente.
Y queremos conocer una costa en Atenas. Llegamos allí con un tranvía. La playa es muy pedregosa. De todos modos, podemos disfrutar, una vez más, del ritmo incansable de las espumas y el oleaje.
En varios días recorrimos la ciudad de la Grecia perdida, y la de la realidad cotidiana. Alegría y sufrimiento conviven en los rostros; en muchas miradas percibo sueños que quieren volar hacia una vida mejor. Un anciano que vemos en la plaza de Monastiraki vende libros viejos; en la expresión de sus ojos, parecen mezclarse la resignación y el recuerdo de esperanzas nunca cumplidas.
Y en la última mañana de nuestra estadía ateniense, en un sábado radiante, nos deslumbra la feria en la calles de Monastiraki.
Sobre mesas improvisadas se apiñan objetos diversos: juguetes, figuras de dioses, pequeños iconos, libros, postales, llaveros, hasta jarrones, vasos de cristal, cds, telas. O viejas cámaras fotográficas. Compro uno de esos objetos, envuelto en un papel floreado, y lo guardo en mi mochila. Lo pintoresco de toda aquella vida comercial oculta la necesidad. Lo atrayente de lo ofrecido revela también una humildad emprendedora.
Es el momento de volver. Mientras avanzamos hacia la estación de Monastiraki, me sorprende el cielo límpido, sin nubes ni vuelos de pájaros. La visita a Atenas reaviva el amor por el arte y el pensamiento, me dice Laura.
Ya en el aeropuerto, reviso la mochila. Saco el paquete con el objeto que compré, se lo muestro a Laura: es una figura, muy chica, de Atenea Pártenos, la estatua perdida de la diosa con sus ojos encendidos y penetrantes.
Y esperamos para subir al avión, y pienso otra vez en que dejamos atrás la ciudad de los pensadores que caminaron por sus calles antiguas, los que bucearon en las profundidades, buscando el origen de todo, y el porqué de los terremotos o de la ambición humana; o el porqué de la belleza que puede adquirir la forma de la Acrópolis, o de las olas del mar.