Por Esteban Ierardo

En forma de relato (no muy extenso), recorremos los principales hechos de la vida de Mozart (1756-1791), el niño prodigio del gran genio musical. Desde las primeras manifestaciones de su genialidad hasta el derrumbe de su primera gran popularidad, sus dificultades para sobrevivir, el agobio de sus deudas e inseguridades, su trayectoria musical, su vínculo con la masonería, y el misterio de su periodo final, en el que sobresale la composición de su célebre Réquiem…
El violín de Leopold crea bellos sonidos. Sobre la alfombra, su hijo juega, ríe. Rueda sobre la felpa suave. En sus labios todavía solo viven sonrisas.
Y cuando Leopold toca, su hijo agita los brazos, pide su instrumento para tocar también. El niño quiere un violín, un piano, un clavecín, un clarinete. Una trompeta, o el oboe.
Y no muchos días antes, Leopold pronunció por primera vez el nombre de su hijo: Johannes Wolfgangus Theophilius Mozart. Y otro día dijo nuevamente el nombre, con menos palabras. Wolfang, alemán, no latín. Y Amadeus, latín, no alemán. Amadeus: «El amor de Dios», en el decir de la Roma antigua.
Muy pronto Amadeus aprende a hablar. Y pronto, a los tres años, estira las piernas para alcanzar las teclas del clavecín.
No puede ver esas teclas.
Pero sí recorrerlas. Tocarlas. Al principio, los sonidos son desagradables, disonantes. No hay que saltar con los dedos de una tecla hacia la otra. Hay que dejar una intermedia sin tocar, entonces surge un buen sonido. Empieza la música.
Y Amadeus ama a su madre. Escribe largas cartas para ella. Y le gusta jugar con Nannerl, su hermana mayor. Para ella compone un obsequio: un concierto para dos pianos, para tocar juntos.
Y a su padre lo venera. A él le pide un pequeño violín. Y Leopold se lo regala. Y el violinista Wenzel, músico de la corte, con su colega Schatner, visitan a Leopold, en su casa, para tocar un trío de violín. Wolfang trae también su instrumento de cuerdas. Su padre lo reprende por la impertinencia. Llora tanto que su padre lo deja participar. Solo debe tocar suaves acordes. No tiene que molestar. Pero sus compases son tan perfectos como las operaciones de las matemáticas que lo fascinan.
Y los tres viejos músicos lloran. Lloran. Están frente a un prodigio. ¡Un milagro!
Y cuando Amadeus tiene seis años, Leopold lo lleva a su primera gira. Amadeus visita Múnich. Sale por primera vez de Salzburgo, su primer hogar, que luego detestará. Toca en un concierto ante el príncipe elector. El primer torbellino de aplausos que escucha seguramente lo sorprende.
Después va a Viena, al corazón del Sacro Imperio Romano Germánico, la sede del trono imperial. El Emperador espera al niño prodigio en el salón real. A su lado, la emperatriz. Amadeus viste un traje de color lila, de seda; unos gruesos botones de oro adornaban su chaqueta. ¿Pero para qué su padre lo vistió con tanta pompa?
El chico entra en la sala, tranquilo. Sin ninguna timidez. Y ahí está ella, con su gran vestido de tersos y ondulantes pliegues. Y Amadeus corre hacia ella, hacia la emperatriz. Con ingenuidad, la abraza. La besa, como a la madre de una familia imperial a la que nunca pertenecerá.
Y toca para la pareja privilegiada, y para el público cortesano. A todos les quedan las manos enrojecidas de tanto aplaudir. Amadeus entonces le pide al Emperador que envíe al maestro de capilla, a Wagenseil. Y cuando Wagenseil llega, totalmente libre de etiquetas y parsimonias, Amadeus le dice: «Señor, voy a tocar uno de sus conciertos, tenga usted la bondad de voltear las hojas».
En el Palacio real de Schönbrunn se acostumbran a su presencia, alegre y vivaz. El emperador se divierte proponiéndole problemas musicales. Amadeus los resuelve fácilmente. Después, juega con los otros niños y niñas de su edad. En el jardín real pisa en falso y se cae. Sus compañeros de juego se burlan. Sólo lo ayuda la que después será reina de Francia, y conocerá la guillotina: María Antonieta. El niño le agradece su amabilidad. Y le asegura que, cuando sea grande, se casará con ella.
Pero Amadeus ya es grande.
Por eso, en su segunda gira, de 1763, le aclaman con más entusiasmo que en su primera visita. Viaja entonces con un carruaje envuelto en oropeles. Descansa en las camas de lujosos hoteles. Y en sus oídos resuenan los aplausos que recibe de nuevo en Múnich, Augsburgo, Maguncia, Mannheim, Coblenza, Colonia, Aquisgrán, Bruselas. Y París. La ciudad siempre orgullosa. Ahí suenan sus primeras cuatro sonatas para violín 1-4.
Y luego Londres.
Allí, Wolfang se apea de un carruaje. Camina entre niebla y flema. Sorprendidos, los nobles cortesanos escuchan al niño genial. Jorge III y la reina Sofía Carlota de Mecklemburgo habían escuchado antes, con placer, a Johann Christian Bach, hijo menor del célebre Sebastián Bach, el de la música de órgano, el de las cantatas, de las misas, de El oratorio de San Mateo. Bach hijo le propone al visitante algunas encrucijadas musicales. Wolfang las resuelve sin tardanzas. Se hacen amigos. Amadeus se sienta sobre sus rodillas, ante un clavecín; juntos, improvisaban composiciones. Wolfang sigue el vuelo del músico mayor; pero no es la paloma bajo la grandeza de un águila, sino otra ave majestuosa, en su libre batir de alas. Y su volar acaso roza una altura mayor.
Wolfang abandona la isla de los grandes poetas y navegantes. Otra vez en su tierra natal, en camino a Salzburgo, se pasea con su música. Deslumbra a todos en Dijon, Berna, Zúrich, Ulm.
En Viena se contagia de viruela. Se cura rápido. Después, el Emperador en persona le encarga una ópera. Ahora, sus ambiciones crecen con la consistencia de la hiedra y la velocidad del agua en caída de una cascada. Ya pretende navegar en el mismo barco de gloria de los grandes compositores.
Entonces, lo salpica un veneno: la envidia.
Todos gritan que la obra presentada no puede ser creación de un niño. Su padre, Leopold la escribió; él lo hizo, para engañar a todos. El clima hostil no le deja representar su primera ópera. Pero todo aquello es solo una demora. Nada apagará ya su fuego: estrena Bastian y Bastiana, una singspiel, un género musical cercano a la opereta; y compone la Mass `Waisenhausmesse` c-moll, de 1768; un concierto para trompeta; y una sinfonía en re menor.
En el aire que respira Wolfang arde la música; en su sangre, fluye la música; en sus largos cabellos de los que se enorgullece, y que empolva a la usanza de la época, está la música. Su presencia es música. Música con forma humana. Pero su condición de sinfonía encarnada no lo salva de chocarse con la pobreza.
La salvación podría ser algún cargo de maestro de capilla, tal vez. Ese nombramiento lo recibe del Arzobispo de Salzburgo, en 1769. Wolfang entonces compone pequeñas piezas diversas, un Tedeum, dos misas. La paga no es generosa. Nunca se libra de la inseguridad material. Pero todavía hay partes de Europa que no han presenciado su genio. Es el caso de Italia. Italia lo llama. Y allí va y se siente un pequeño dios de pasadas eras paganas. En Verona, Mantua, Florencia, Roma, Nápoles, Milán, lo reciben como los romanos recibían a sus generales exitosos. Maravilla a todos, a los cortesanos, al pueblo. El licor que desborda la copa de su genio los empapa a todos.
Entonces, las academias se disputan el honor de recibirle. Los poetas lo exaltan con sus versos, y medallas destinadas a la inmortalidad estampan su imagen. Y para coronar tanto entusiasta delirio, Amadeus visita la Capilla Sixtina. Allí, durante cuatro años, Miguel Ángel tendió su espalda dolorida sobre un tablón para pintar esas imágenes semidesnudas, de santos y héroes cristianos que exudan paganismo.
Y allí, bajo los frescos sublimes, un coro entona el Miserere de Allegri. Wolfang escucha. Luego escribe la composición sacra de manera completa. Perfecta. Rápida. Sin dudas ni esfuerzo. El Papa Clemente XIV se entera del prodigio. Recibe a Wolfang. Y Wolfang toca para él. El Papa lo inunda de elogios. Le otorga el pomposo título de «caballero de la espuela de oro».
Y en Milán, la ciudad del Duomo, de la Catedral que roza el cielo, resuena su ópera Mitridate, re di Ponto. Durante veinte noches consecutivas cosecha un éxito estruendoso. En Milán, Amadeus también estrena su nueva ópera Lucio Silla; y otras composiciones se agregaban a ya muchas otras. Casi todo el tiempo Wolfgang crea, casi con la facilidad que se respira. A otros músicos, la creación los debilita; a Wolfgang lo embriaga. Es como ingerir una bebida divina y emborracharse con estrellas y mares.
Segismundo, el arzobispo de Salzburgo muere. Entonces, el boato institucional demanda una alabanza. Un recuerdo musical. Para ese recuerdo Wolfang compone la cantata El sueño de Escipión. Y después de Segismundo llega otro para ocupar la silla arzobispal, ese sitial de tanto lujo y ceremoniales: Jerónimo Colloredo. Su mirada es más dura que la de su predecesor. Los placeres musicales no lo entusiasman. No tiene condescendencias con el chico prodigio. Su trato distante le recuerda a Wolfang que, al fin de cuentas, aun el más exitoso músico de su época es solo un sirviente. En vez de servir platos de comida, su función es ofrecer musicales manjares para la realeza, la corte y las jerarquías clericales. Wolfang, el sirviente que, al crecer, pierde la frescura y la sorpresa de su genialidad infantil.
Las hazañas tempranas de Amadeus son olvidadas. En 1780, compone la Missa Aulica o Missa Solemnis, en Salzburgo, la última misa que logra terminar. Es un músico estimado, pero lejos está de recibir la atención de antes. De vuelta tiene que pensar en los cargos… los cargos. En 1781, cansado de Salzburgo y del arzobispo, renuncia a su anterior nombramiento. Entonces, va con el elector de Múnich. Le propone escribir cuatro óperas por año, y tocar todos los días por un salario discreto, sólo 500 florines. La respuesta es negativa. De nuevo recuerda que ya no es el centro del mundo. No lo contratan porque no tiene renombre de músico serio. Lo mismo le repiten en Augsburgo y en Mannheim.
Los laureles y las rosas se marchitan. Ahora sólo queda recorrer un territorio abarrotado de piedras. Pero si el ahora joven Amadeus tuviera una compañera, quizá tendría más fuerza para recorrer el desierto. Entonces se casa. Su esposa: Constanza Weber. Quería a su hermana, Aloysia, pero ésta prefirió otro pretendiente. Así que Amadeus se resigna.
Constanza no es muy bella. No puede acompañar a su marido en sus vuelos. Pero lo quiere con sencillez y sinceridad. Lo acompaña en los teatros, en la alcoba y en las amarguras domésticas. Y soporta la falta de fortuna.
En 1781, tal vez su suerte pueda cambiar. El Emperador le encarga otra ópera: Un Rapto en el Serallo. Esta vez, el público y el rey no estallan en aplausos tan entusiastas. José II le aclara el motivo de la frialdad: «Es demasiado hermosa para nuestros oídos, verdaderamente encuentro que hay demasiadas notas». Una vez, a Paganini le pidieron la repetición de una inspirada improvisación. Y el genial violinista contestó: «Paganini no repite». Y Amadeus, le contesta al Rey: «Exactamente no hay más notas que las necesarias».
Pero pronto olvida la fría Viena. Los checos lo ayudan a olvidar. En Praga aplauden a raudales sus Bodas de Fígaro. La ciudad checa celebra a Wolfang como maestro supremo.
En sus teatros, Amadeus es un semidios. Un hacedor de milagros. El dispensador de sabrosos bocados musicales.
En los teatros, a veces, es venerado e idealizado. Pero ahí no se siente hermano de nadie; no se siente parte de una comunidad de valores y símbolos. Entonces, Leopold le habla a su hijo de una logia, de una hermandad que profesa la tradición del compás y el martillo. La masonería. El nombre de la logia: La esperanza coronada. Una corona para una espera, una espera…
Wolfgang se convierte en masón.
Se inicia en un templo. Allí, primero reina el silencio. Unas antorchas reberberan en la penumbra. Escucha una fórmula de juramento: «Hacer el bien, mitigar las angustias de la humanidad, difundir la luz y disminuir el odio entre los hombres». Amadeus recorre una cámara oscura. Medita allí en el Gran Arquitecto, el Dios de los masones. Y jura. Lo abrazan. Lo llaman hermano. Y vuelve a las calles de Viena.
Sobre los techos, o a través de las nubes ligeras, clarea la luz del día. Los diáfanos rayos bañan campanarios, fachadas, las ventanas y los cuerpos. Invisibles ángeles flotan entre los humanos. Pero las impresiones celestiales no impedirán que, al final, llegue la muerte. Tras su apariencia jocosa, Wolfang piensa mucho en el último momento. En una carta a su padre le aseguraba que no pasa un día sin que se acuerde de la hora final. Por eso, da gracias de estar todavía entre los vivos; por eso: «Doy gracias a mi creador todos los días».
Mientras tanto, el sol y cielo sonríen sobre una calle nevada de Viena. Amadeus escucha la música. Siempre y en todas partes la escucha. Escucha y escribe lo escuchado en las partituras de su mente. Luego no escribe sobre los pentagramas, como algunos creen. Sólo transcribe lo que le es dictado. La borradura en la corrección es signo de un error o una vacilación. Pero Amadeus no duda sobre la combinación acertada de notas. Clara y nítida es la voz de las musas en sus tímpanos, como enérgico es el sol que brilla sobre la nieve.
Y Wolfang lo sabe: su vida se ha convertido en una espera. ¿La espera quizá de la muerte? ¿O tal vez la espera de algo más que el instante final puede revelar?
Y en un sueño, por primera vez, se le aparece un misterioso hombre vestido de negro. El desconocido quizá es parte de su espera…
Y Amadeus espera ya cuando compone la Sinfonía 41, la famosa sinfonía Júpiter; óperas, como la dedicada a Don Juan; cantatas, conciertos, como el magistral concierto para clarinete.
Y a Wolfang le gustaban las fiestas, las danzas. Y vuelve a Praga para crear otra ópera. Una noche se retrasa para el estreno. La obertura todavía no tiene sus partituras. Como escape de la ansiedad, Wolfgang baila. El empresario que costea los gastos del gran evento suda profusamente. Nervioso, irrumpe en medio de la danza. Le pregunta al músico dónde está la obertura. «¡No se preocupe! ¡Aquí la tengo…aquí la tengo…!», contesta Amadeus entre saltos y contorsiones, mientras señala su frente. El empresario repite la misma pregunta. La respuesta es la misma. Y llega la advertencia: «Sí, mi querido Mozart, pero los músicos no pueden leer allí».
Finalmente, el deber y los relojes le hacen comprender. Despide a los danzarines. Se marcha a escribir, es decir, a transcribir lo ya escrito en él por manos divinas. Y llena los pentagramas de notas. Le pide a Constanza café para soportar el sueño. Ya a las cinco de la mañana, no soporta el cansancio. Se duerme. Y tan profundo es su sueño que Constanza no quiere despertarlo. Pero después, cuando finalmente despierta, el reloj indica las ocho. Pero, antes de dormirse, la partitura ya estaba terminada.
Sin embargo, faltan las copias para cada instrumento. Las cinco es la hora señalada para empezar la función. Recién una hora después, las partituras se distribuyen en los atriles de la orquesta. A Wolfgang lo carcome el nerviosismo. Suda. Sale entonces para dirigir la gran obertura. Los músicos tendrán que leer a primera vista el pentagrama de una obra nunca antes escuchada.
La ópera empieza.
Y al final estalla la ovación: «¡Bravo! ¡Bravo! ¡Viva el maestro!».
En Praga, de nuevo, un instante de gloria. Más que al músico, los espectadores celebran la música. La música grande. No a él, que es un infeliz, pobre y estrangulado de miedo; con su cara raspada por la certeza de saberse perdido en el mundo de las pompas, las falsedades y el poder; y con esa sensación de alegría, pero también de honda soledad en cada momento en que empieza a escuchar la llegada de una nueva composición.
En 1787, Amadeus es nombrado compositor de corte. La retribución: 8000 florines anuales. Paga insuficiente para ahuyentar la maldita pobreza. Ese cuervo que le arroja la daga de las muchas privaciones y deudas. Deudas que convierten a Wolfgang en centro de las demandas de acreedores chacales. Por eso quizá, en una carta a su prestamista Puchberg, le confiesa: «Para mí todo es frío como el hielo». Es un lamento literal, no metafórico: a veces no tiene dinero para comprar leña en invierno; y, muchas veces, el casero le exige el abono de la renta. Entonces, no encuentra otra forma de pago que la entrega de alguna bella y rápida composición.
Varios de sus hijos no sobreviven. También lo persiguen las intrigas de quienes envidian su talento. Pero Wolfang siempre baila. Sonríe. Irradia una alegría que muchos confunden con despreocupación. No comprenden la gravedad y urgencia de sus necesidades. A pesar de los cargos oficiales, su subsistencia depende de los encargos, y del dictado de clases.
Pero bailar y jugar es un consuelo. Y Amadeus ama las cartas, el billar, los bolos, la esgrima, el andar a caballo. Le gustan los animales: perros, gatos, aves, y aquel pájaro estornino que, convertido en su mascota, canta la melodía de su Concierto para piano 17.
Pero su gran juego siempre es la composición. Primero, inhala el aire milagroso y, después, exhala las nuevas notas. Las composiciones se suman. Se multiplican. Superan los seis centenares. Las obras de Wolfgang son de estilo clásico, ese modo en el que brilla junto con su amigo Haydn. Haydn, generoso también, lo reconoce como el máximo compositor de su época. Y en sus composiciones se funden las melodías de tipo italiano y el contrapunto germánico.
Y Elvej, un hermano del compás y la escuadra, le entrega a Wolfgang el libreto para La flauta mágica, en 1791. Amadeus le da la música a la obra.
El príncipe Tanino, su héroe, busca la verdad. Papageno, su compañero, caza pájaros domesticables. Y solo quiere a una papagena. Y aunque son temperamentos distintos, ambos personajes comparten el camino, entre las pruebas difíciles, hacia un elevado conocimiento dentro del templo de Sarastro.
El público estalla en aclamaciones al concluir el difícil vuelo hacia la sabiduría. Wolfgang saluda a la multitud, con su sonrisa juvenil. Los aplausos y hurras frotan el aire en la sala.
Pero el destino nunca detiene su obra. Se acerca. Un hombre vestido de negro es parte de la trama predeterminada. Ese hombre camina por una calle de Viena; ese hombre se detiene donde debe; sube por las escaleras; golpea la puerta. Pocos después, Mozart atiende al llamado. El recién llegado se anuncia como un mensajero. Asegura que viene de parte del Conde de Walsseg. Eso dicen los biógrafos mozartianos. El misterioso mensajero le encarga su última misión: componer una Misa de Réquiem. Una composición de difuntos. La melodía para un gran tránsito.
Las enfermedades y la pobreza son muchas veces aliadas. Más de veinte dolencias acosan a Wolfgang. Una de ellas lo obliga al reposo. Pero a pesar de su descanso obligado no se desentiende de su misión. El misterioso mensajero vuelve para recordarle el encargo.
Mozart desfallece en su lecho. Cerca, sufre Constanza. Lo visita entonces, con frecuencia, Süsmayer, su discípulo que lo ayuda para acelerar la escritura de los sonidos solemnes. El Réquiem para cantarle a los muertos brota en los pentagramas. En su imaginación, Wolfang vuela sobre lápidas; escucha un angélico coro que canta más allá del dolor en la tierra. El músico convaleciente siente que la alegría es más poderosa que el llanto y el pánico, o la muerte que se esconde en las tumbas. Y por eso su Réquiem es de júbilo. Es un canto para alzarse hasta una energía indestructible sobre la cima de las estrellas remotas.
La enfermedad derrama más veneno en su sangre. Otra vez, el mensajero vestido de negro le pregunta por la obra en marcha. «Dentro de poco terminaré…ya terminaré…», murmura Amadeus, mientras le confiesa a Constanza: «Ya tengo el sabor de la muerte en la boca, la siento cerca».
Y el réquiem cobra forma. Es una escultura etérea de sonidos. La música sacra toca campanas en iglesias secretas. Wolfgang sobrevuela los cementerios, las generaciones olvidadas de los muertos; los atardeceres en los que la vida se desvanece como una voz exangüe. Y escucha entonces, dentro de sus oídos, retumbando hasta su labios, la Lacrimosa, el canto bello. Solemne.
Y en la cama que yace Amadeus, lo rodean algunos amigos. Les propone cantar con él. Pero Wolfgang interrumpe el canto. Sus labios tiemblan. Sus mejillas se mojan con sus lágrimas.
Y ve un lugar alto, lejano. El réquiem vuela hasta allí. Todo empieza a verse más claro. Ya no hay que esperar más.
Y Wolfgang le da las últimas indicaciones a Süsmayer para completar la música. Constanza, su hermana Sofía y Süsmayer, los pocos amigos, se arrodillan junto a su lecho.
Y antes del último instante, sonríes, Wolfgang, Amadeus, Mozart, sonríes, te veo sonreír, porque ya escuchas lo que esperabas. Sí, sí… sí, Mozart, solitario creador, pobre hombre divino; ya escuchas el origen de la música que siempre te acarició en tu soledad.
Réquiem de Mozart – Lacrimosa – Karl Böhm – Sinfónica de Viena
El Réquiem de Mozart, por la Orquesta Nacional de Francia y el Coro de la Radio de Francia, dirigido por James Gaffigan, en concierto en Basílica de Saint-Denis, en 2017.