La pincelada y el destello. Los caminos de la pintura neoclásica, romántica, impresionista, y el expresionismo de Van Gogh

Por Esteban ierardo

(última actualización 5-5-24)

Napoleón cruzando los Alpes (1811), de Jacques-Louis David, en Palacio de Charlottenburg, Berlín. Una de las grandes obras del neoclasicismo.

El siglo XIX brilla con muchos colores. Su pintura es neoclásica, romántica, realista, impresionista, expresionista. Tanto lo neoclásico como lo romántico surgen ya en el siglo XVIII y se continúan en la próxima centuria. Una pintura plena en figuración, en tramas de detalles y diversos simbolismos. Nuestro deseo aquí es ensayar solo una limitada e incompleta aproximación a varias facetas de la pictórica del siglo XIX ( y su antecedente neoclásico en el siglo anterior), en camino hacia las pictóricas de las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX. Pero la pintura occidental moderna interactúo también con otras aventuras creativas, de otras culturas. Por eso al final, unos ejemplos, en ese sentido, en un anexo de pinturas del siglo XIX.

I

Marcas neoclásicas: la exaltación fría.

Juramentos de los Horarios (1794), de Jacques-Louis David, Museo del Louvre, París.

   El padre los convoca. Les entrega las espadas. Cerca, desfallecen las mujeres. Los hijos no temen. Extienden sus brazos firmes, hacia los metales que matan. Los hermanos romanos, los Horacios, no dudan . Son tres en un solo cuerpo. Cuando baje el rayo del destino matarán a sus tres enemigos: los trillizos “Curiacios” de Alba Longa, para así resolver una disputa entre esta ciudad y Roma.

  David, el gran pintor del neoclasicismo, inmoviliza en un instante la pasión bélica de los hermanos romanos en El juramento de los Horacios (1784). Sus pinceles pigmentan los cuerpos con sobriedad, con precisas líneas y planos, en perspectivas espaciales rigurosas. Los cánones del realismo imitativo de la antigua Grecia se reaniman en los tiempos del neoclasicismo anteriores a la Revolución francesa. En este tipo de pintura domina la proporción. La armonía. Lo simétrico. La primacía del dibujo sobre el color. Lo neoclásico. Neoclásico por la recuperación del modelo artístico clásico grecorromano de la antigüedad, que ya lo había recuperado el Renacimiento, en el siglo siglo XVl.

El neoclásico coincide con la Revolución francesa, y el periodo filosófico de la ilustración con su paradigma de la racionalidad que sitúa en un segundo plano a las emociones que deben subordinarse a los conceptos lógicos (1). Su pintor emblemático es Jacques-Louis David. El neoclasicismo es manifestación de la racionalidad moderna encumbrada y de la actitud nostálgica respecto al tiempo de Atenas y Roma, radiantes de cultura y heroísmo.

La admiración por la Grecia antigua se refleja en el lienzo de David sobre Sócrates, el filósofo que predicó por el ejemplo, asumió su ignorancia, y fue condenado a muerte bajo falsos cargos por intentar advertir a sus conciudadanos respecto a la amenaza de la corrupción y el desinterés por la verdad. La digna actitud socrática en el momento final, su moralidad heroica y ejemplar, es lo que transparenta la pintura La muerte de Sócrates (ver anexo pintura imagen 2).

Las características del arte neoclásico son confirmadas por el historiador del arte Heinrich Wölfflin, en su importante obra Conceptos fundamentales de la historia del arte (1915):

«En el arte neoclásico, la forma se define por líneas claras y precisas, y la composición se caracteriza por la armonía, el equilibrio y la simetría. La búsqueda de la perfección clásica y la racionalidad predominan sobre la expresión emocional, reflejando así el espíritu de la Ilustración y la admiración por la cultura y las artes de la antigüedad griega y romana.» (2).

 La herencia de lo clásico griego es entendida por Winckelmann en su Historia del arte antiguo (1764). El coleccionista y viajero pondera la “noble sencillez”, la “tranquila grandeza”, la imperturbabilidad del espíritu griego (3).

El neoclasicismo legitima la forma noble y bella de procedencia griega en las Academias de Artes. Instituciones que dispensan una enseñanza formal desde la época de los hermanos Carracci. En el siglo XVIII, las Academias forman en las bellas artes, financiadas por los Estados monárquicos. El arte que allí se enseña es el arte académico. El estilo neoclásico surge en ese medio de formación artística. El arte exige normas, códigos, reglas para la composición de una pintura o una escultura, como para la creación poética. Los poemas deben ajustarse a una métrica, a distintos tipos de versos formulados en las Arte poéticas.

  Las pinturas de David, como lo neoclásico en general, profesan fidelidad a la forma equilibrada clásica. El pintor de la Revolución Francesa sitúa la presencia humana en el primer plano. Su pintar es la exaltación fría de lo heroico, griego o romano, del personaje de destino histórico. Esta preferencia alimenta una épica gélida, pero a la vez grandilocuente y monumental, como en Los lictores devuelven a Bruto el cuerpo de sus hijos (1789).

Los lictores devuelven a Bruto el cuerpo de sus hijos (1789), de Jacques-Louis David. Museo del Louvre, París.

  David prefiere los bustos de la antigua Roma a los modelos vivos. Las sepultadas Pompeya y Herculano regresan a la luz del día en un nuevo periodo de fervor arqueológico. La época vuelve su imaginación hacia las escenificaciones arquitectónicas romanas. David reconstruye edificaciones gloriosas de otrora, a diferencia del afecto de los pintores del barroco, como Poussin o el Lorenés, por las ruinas de la Roma antigua.

 La Francia revolucionaria se autoconcibe como continuadora de la vieja Roma republicana. Cicerón, Catón, Séneca no son percibidos como personajes antiguos. Son considerados como parte de una sociedad que por un cambio del calendario vuelve al ordenamiento pagano de los días y estaciones. Robespierre se piensa un nuevo Catón. El propio Sade también encuentra en la romanidad una salud vital que oponer a la represión católica del instinto. 

  Así, no sólo Grecia es la gran inspiración. Roma también grita entre los revolucionarios su retorno como modelo ético-político. Roma primero es nostalgia republicana. Después, es apoteosis imperial como cuando el 2 de diciembre de 1804  ( el 11 frimaire, año XIII según el calendario republicano francés), a fines de un otoño gris, Napoleón Bonaparte, cónsul de la República hasta ese momento, es coronado emperador en la Catedral de Notre Dame de París. O mejor: se auto-corona como tal, se pone a sí mismo la corona de metal radiante sobre su corona de laureles, signo de la fama inmortal. Así lo muestra el famoso lienzo de David, de gigantescas proporciones en una de las salas del Museo del Louvre.

La consagración de Napoleón (1806)
(Le Sacre de Napoléon),Jacques-Louis David, Neoclasicismo, Museo del Louvre.

Y, ahora, las águilas de las legiones romanas renacen en los estandartes del ejército imperial napoleónico.

    Y Napoleón, el Gran Corso, estima la cultura egipcia, y los mármoles de la exaltación fría de Canova. Antonio Canova (4), el escultor de lo neoclásico, el que convierte la carne en tallada piedra fría, pero muy bella. Ya dentro del siglo XIX, los mármoles de Canova trasforman al emperador, o a su hermana Paulina, en émulos de Marte y Venus. En una de sus grandes esculturas, Napoleón luce como un dios Marte pacificador, y en una escultura de Paulina, esta luce como una mujer aristócrata romana; en un gesto que imita el modelo del retrato de Madame Récamier, reclinada a la manera de una matrona de Pompeya, que pinta David.

Pero luego del estallido de la Revolución, los revolucionarios, como dice Danton, empiezan a devorarse a sí mismos, como Saturno devora a sus hijos. Se impone la violencia, el Terror, el filo letal de las guillotinas, las intrigas, el jacobinismo, el desmembramiento del proyecto federal, de influencia norteamericana, de los girondinos, y el asesinato de la cúpula girondina. Y la girondina Carlota Corday que mata en la bañadera a Marat, jacobino extremo, personaje torturado por el odio político. Pero que David pinta con un rostro de rasgos armoniosos, cuando yace muerto (ver La muerte de Marat, en apéndice pintura imagen 3).

  Lo neoclásico es la forma perfecta. El artista dotado para este estilo domina las reglas que debe aplicar, con obediencia. En la teoría del acto creativo neoclásico, el artista es autocontrol, aplicación consciente de los medios técnicos para componer la imagen. Cunde así la expresión fría de las pasiones de los héroes de la antigüedad. En el neoclásico, aunque intervengan las pasiones humanas estas son sólo un aspecto de una composición que siempre aspira a lo sereno y simétrico. Es el arte del hacer visible la belleza como equilibrio y un pasado idealizado, que siempre regresa a aspectos históricos y míticos de la antigua Grecia y Roma, como en el caso, por ejemplo, de El rapto de las sabinas, de Jacques-Louis Davis (ver apéndice imagen1) (5)

   Pero la primera pintura emblemática del sigo XIX es, sin duda, la rebeldía romántica. La creación desde la tormenta, no desde torres geométricas. El artista no debe ser ya técnico, sino poietés, creador. Ya no será la exaltación fría. El artista romántico es el inspirado, el coronado por la musa. El artista de la exaltación sanguínea, no helada. El endiosado. Quizá por eso, posible preámbulo del romanticismo pictórico es Ingres, de primera filiación neoclásica, que se mueve luego hacia acantilados románticos. Es el pintor de la Apoteosis de Homero (1827). La musa acomoda la corona de laureles sobre la cabeza de Homero, cantor de la Ilíada. Alguien le acerca la cítara. Una multitud espera. Detrás, un templo clásico subraya la atmósfera pagana…

La apoteosis de Homero (1827), Dominique Ingres, Museo del Louvre, París..

    La musa que desciende hacia el artista es lo inconsciente, lo irracional. El lugar por donde suben los centauros del color romántico.

II

Vuelos románticos: el color sanguíneo, la fuerza sublime.

Dante y Virgilio en los infiernos (1822), por Eugène Delacroix. Museo del Louvre, París.

   La barcaza se desliza pesada. Sostiene a dos poetas, de pie. Cerca, desesperados, se amarran a los bordes del bote, hombres solitarios y desnudos. Condenados que buscan alguna salida de la laguna Estigia. Siempre la luz está vedada por un cielo plomizo, contaminado por vahos sulfurosos. Uno de los poetas alza una mano. Mira la lejanía. Su rostro trasunta sorpresa, angustia, luce una radiante capucha roja. Es Virgilio. El otro, con su cabeza cubierta por una corona de laurel, es Dante. Sus facciones irradian una madura serenidad. El signo de la calma clásica. Virgilio guía a Dante en el viaje por el infierno. El creador pagano protege al vate medieval allí donde reina el grito y la desesperanza. El autor de La Eneida protege al poeta de la Divina comedia, en Dante y Virgilio en el infierno (1822), de Eugenio Delacroix, emblemático pintor del romanticismo.

   En otra imagen del mismo pincel, un orden opresivo estalla. La Bastilla se desmorona. Estalla la Revolución Francesa. Pero luego es la restauración borbónica. La postergada causa republicana gana de nuevo las calles en la Revolución de 1830, que derroca al rey Carlos X y sitúa en el trono a Luís Felipe, hijo del Duque de Orleans. Delacroix pinta ahora La libertad conduciendo al pueblo (1830), una de las máximas obras románticas. El pueblo rebelado es un huracán de fusiles. El revolucionario aquí es el hombre burgués que busca su liberación, en una situación muy distinta al castigo infernal que contempla Dante.

La libertad guiando al pueblo (1830), Eugène Delacroix. Museo del Louvre, París.

En el cuadro de Delacroix, donde antes había pecadores, ahora yacen muertos caídos durante el combate; donde antes eran los poetas viajeros de La Divina comedia, ahora en el centro de la composición, es la mujer-diosa, la deidad-libertad de la bandera tricolor. Aquí no prevalecen las líneas estáticas, pulcras, los planos de la académica perspectiva de David. Ahora es la torsión, el arremolinamiento, el dinamismo. El color que pinta volúmenes. La libertad que guía al pueblo es también el color con valor propio, no es solo lo que pinta una forma…

 Es la vehemencia romántica. El cristal frío neoclásico se resquebraja por un calor que quema…

El romanticismo asoma en Alemania con el filósofo Herder, o los poetas Hamann, Hölderlin, o Novalis; y en Inglaterra como proto-romántico esencial resplandece la extraordinaria obra pionera de William Blake (6), y también la de Henry Fuseli. Lo romántico embiste contra lo neoclásico. Tal como lo suscribe el historiador británico del arte E.H. Gombrich en su Historia del arte (1950):

«El arte romántico, en contraste con el neoclásico, valoraba la imaginación sobre la razón, lo individual sobre lo universal, y la emoción sobre la racionalidad. Los artistas románticos buscaban expresar el alma humana, explorando temas como la naturaleza, lo sobrenatural y lo misterioso, así como los sentimientos y pasiones más profundos del ser humano.» (7)

  El color sanguíneo romántico descompone toda armonía serena. El color en el romanticismo continúa el colorismo sensual y exaltado de la Escuela Veneciana de pintura del siglo XVI (Tiziano, Tintoretto, el Veronés). De ese estilo del Renacimiento que tanto fastidio provoca en Miguel Ángel y los defensores del estilo romano-florentino, donde el dibujo prevalece sobre el color (8).

La pintura romántica ayuda a modelar la subjetividad moderna, el valor del sujeto humano como digno creador. Primero, en la edad media de un milenio, el humano se autopercibe como pecador, como ser mutilado, no digno. Pero, luego, lentamente, en el siglo XVI, en el Renacimiento, Europa recupera la dignidad cantada en el coro de Antígona, o la majestad del cuerpo humano idealizado en la escultórica grecorromana.

  El mencionado Renacimiento es exaltación del cuerpo humano en Hamlet; o de su libertad, en el Discurso de la dignidad humana, de Pico Della Mirandola. Y luego, desde la prosa filosófica, Descartes, Kant, Hegel, convierten al sujeto en origen del saber, en constructor de la verdad bajo las garantías de un pensar racional. Gana terreno el sujeto filosófico de la modernidad que conoce el mundo que construye.

El romanticismo es parte de ese sujeto que se afirma. El sujeto, el ser humano, el artista romántico, como candil, lámpara, ya no como espejo pasivo, según la metáfora del crítico británico Abrahms en el El espejo y la lámpara.

  En la filosofía del romanticismo, el mundo interior del sujeto, su alma, el sueño, es la fuente del acto creador; es la fantasía, la emoción, y libertad de la imaginación románticas contra las reglas estrictas del neoclasicismo y su copia del mundo exterior. La filosofía de los románticos es la intuición de lo misterioso de la noche, como en la novela gótica; es la belleza como posible puente a una verdad espiritual; o es ventana abierta a las pasiones siniestras, como en los grabados de Goya (9); o es la vida sentimental que no acepta el frío mundo racional como única vida digna.

Pero la razón no es la enemiga, sólo es daga peligrosa cuando pretende ser el único lenguaje del sujeto. Este peligro nace del movimiento filosófico de la Ilustración, por su apego a una razón totalizante.

Por eso, frente al sujeto ilustrado convive la fantasía-pasión romántica. El sujeto que libera los poderes de su interioridad. El artista romántico ya no se somete a ningún código, a ningún arte poética. Ya no más la poesía de la métrica precodificada, o la pictórica del academicismo neoclásico. Ahora es el verso libre, o la imagen del cromatismo sanguíneo.

  La fibra romántica se anuncia con el prólogo del Cromwell, de Víctor Hugo (10); con las Baladas líricas de Wordsworth y Coleridge; con las Meditaciones socráticas, de Hamman; o la Idea de Herder. También los Proverbios del infierno dentro de Las bodas del cielo y el infierno de William Blake son la conciencia romántica que lentamente se piensa a sí misma.

La imagen romántica impacta con más poder que el concepto. La imagen supera aun a la palabra lírico poética. El desborde cromático de los lienzos de Delacroix es una introducción al ser de lo romántico. Una atmósfera de hipnótica imaginación, una tendencia a lo siniestro, a lo misterioso y asombroso, brotan de las litografías con las que Delacroix ilustra el Fausto de Goethe. El acierto expresivo de estas composiciones asombran al propio Goethe. El universo poético de Lord Byron lo inspira, a su vez, en El naufragio del Don Juan, o en el Pashá

El naufragio de Don Juan (1840), de Eugene Delacroix, Museo del Louvre, París

En el lienzo de Dante y Virgilio antes comentado, la admiración de Delacroix por el maestro de la Divina Comedia es ostensible. Dante es también el poeta viajero de mundos metafísicos rescatados por el prerrafaelista Rossetti, por Schelley o Chateaubriand. Dante es un momento de lo épico literario. Y, como pintor, Delacroix construye una épica de la imagen. Sus antecedentes admirados aquí son los monumentales lienzos de Rubens, o el dramatismo de la simbiosis luz-penumbra de Rembrandt.

El brillo de los colores es el alma de la pintura de Delacroix. “El gris es el enemigo de toda la pintura… eliminemos de nuestra paleta todos los colores terrosos…cuanto mayor sea la diferencia en color, mayor será el brillo”, dice. El brillo cromático es la gramática primaria del lienzo. La pintura es color. Esto es: impacto sensorial y visual, estremecimiento emocional. No halago a un ideal de fría armonía intelectual, a la manera neoclásica.

  El color ya no es accidente que da una coloración determinada a una forma. El color sanguíneo de la pintura romántica es un medio eficaz para escenificar situaciones de dramatismo y agitación. Algo que Delacroix muestra en La muerte de Sardanápalo..

La muerte de Sardanápalo (1827), por Eugene Delacroix, Museo del Louvre.

Tras ser derrotado, Sardanápalo, un rey asirio del siglo VII ac, antes de rendirse, ordena la ejecución de todas las mujeres, concubinas y esclavos. Desde un rincón de penumbra, con fría serenidad, el rey contempla la matanza; y, en especial, se concentra en la muerte inminente de una bella concubina desnuda,  joven y bella, a punto de ser traspasada por una daga de un vasallo. La violencia y el dramatismo convierten a la pintura en un ejemplo de dramática intensidad. Es la antítesis de la serenidad neoclásica.

Y el dramatismo de esta obra se conecta también con el exotismo romántico, con su fascinación por el Oriente, lo que también explica la influencia de, por ejemplo, Las mil y una noches.

   El romanticismo afirma los poderes del sujeto (lo mismo que la filosofía de la ilustración, o el pensar científico desde Bacon hasta Newton). Defiende la teoría y práctica de la genialidad creadora, que enciende el fuego de la obra. Esto afirma la individualidad del artista romántico. Lo individual exaltado también por la épica del individuo extraordinario, representado en la figura de Napoleón.

Esta exaltación de lo individual épico o creador convive con el agudo sentimiento romántico sobre la fragilidad del ser humano engullido por el poder superior de la naturaleza, como lo que se evidencia en el recurrente tema en su pictórica de los naufragios.  Esos naufragios tan abundantes en los lienzos románticos, como La balsa de la Medusa, de Théodore Géricault, o el ya mencionado El naufragio de don Juan, de Delacroix (11)

Y el heroísmo romántico es también trágico. El tema de Rafael Argullol en su obra El héroe y el único (1982). El héroe del romanticismo busca lo infinito. Es el que arde con el deseo de experimentar la unidad del universo. Pero sabe que no habrá reconciliación ya con el mundo natural; sabe que está separado de la naturaleza. Y esa separación es trágicamente insuperable. Aun así, no renuncia a lo absoluto. Busca la unidad con el todo bajo la conciencia de que el individuo moderno es ya rocío separado de la hierba. Por eso, lo romántico alza al sujeto a una altura celeste. Pero a la vez lo anonada, lo contrae en una pequeñez que sólo puede contemplar y no fundirse con lo infinito. Sabe que la unidad con la totalidad es lo imposible; aun así no renuncia a alguna trascendencia espiritual.

  Un ejemplo de esto es Caspar David Friedrich y su pintura de un monje que camina en la orilla del mar.

,Monje que camina en la orilla del mar (1808-1810)), de Caspar David Friedrich, Museos estatales de Berlín.

El hombre, empequeñecido, contempla un mar que parece confundirse con el cielo oscuro. El contraste entre la pequeñez humana y la inmensidad del paisaje contemplado anonada al espectador. Lo entrega a una experiencia de lo sublime.

Lo sublime primero es motivo de meditación para Longino, en el mundo antiguo. En la modernidad, Burke y Kant reaniman la reflexión sobre las diferencias estéticas entre lo bello y lo sublime.

En Observaciones del sentimiento de lo bello y lo sublime, el joven Kant dice que lo bello es el «día», es decir el mundo ordenado, encantador y armonioso bajo la luz del sol. Y lo sublime es la «noche», la oscuridad en la que las formas se desvanecen, y todo fluye como algo ilimitado, exuberante.

Lo sublime es lo sin límite, como lo que sugiere la matemáticas de los números infinitos, o de los paisaje que remiten a una inmensidad inabarcable, como el horizonte del mar, el desierto o las estepas cuya monotonía contribuyen también a una sensación de lo ilimitado. O incluso la erupción de un volcán transmite la impresión de una energía incontenible, inmensa, sublime.

Y esa inmensidad de lo sublime es lo que fascina y horroriza a un mismo tiempo. Fascinación ante un poder de amplitud inabarcable que provoca la experiencia de algo muy elevado, o algo muy embriagante, un gran estallido de vida como el Himno de la alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven. Pero lo sublime puede provocar también horror ante lo ilimitado como un abismo, inconmensurable e impenetrable para la razón.

Pero en todos los casos, frente a lo inmenso y sublime, el sujeto ya no es el que domina un mundo ordenado sino que es solo una pequeña parte separada del universo infinito, ilimitado, sublime.

  Pero, a pesar de todo, el romántico quiere sentirse unido, quiere ser parte integrante, no separada, del mundo natural. Por eso, frente a un paisajismo de la separación hay otra dimensión del paisaje romántico que aspira a sentirse dentro, y no fuera, de la naturaleza.

John Constable, el paisajista inglés, es uno los alfiles fundamentales del deseo romántico de fundirse con la luz y la atmósfera, en el paisaje de su Suffolk natal, como acontece en su máxima obra El carro del heno (1821) (en anexo de pinturas imagen 5). La dimensión del cielo, su altura y luminosidad, es símbolo de la superioridad del mundo natural que «gobierna todo», desde el cielo y su luz. En su decir:

«El paisajista que no hace a los cielos una parte material de su composición, niega en vano a uno de los más grandes apoyos….El cielo es la fuente de luz en la naturaleza, y gobierna todo».

En esa dirección, el ya mencionado Caspar David Friedrich, siempre siente la divinidad en la naturaleza. En el bosque, en el mar, en la materia de las muchas caras, hierve lo divino. En otras de sus pinturas, tan famosa como la del monje ante la orilla del mar, un viajero solitario contempla un valle cubierto por un manto nuboso, y así va más allá de sí mismo, y se funde con lo que observa. Es el caso de El caminante ante el mar de nubes (1812).

El caminante ante el mar de nubes (1812), en El Kunsthalle de Hamburgo, Hamburgo

La actitud contemplativa de la naturaleza propia del «caminante ante las nubes» o del paisajismo romántico en general, supone el explorar, en soledad, la vastedad del mundo natural. El romántico siente el impuso de salir de la ciudad, o de su vínculo con la «cultura alta», para sumergirse en la naturaleza, pero también en la cultura popular de la vida rural, en el universo de costumbres campesinas. Por eso su predilección por recoger relatos campesinos orales para su trascripción posterior. Lo que es el origen del folklore (el saber o estudios de las costumbres o saberes tradicionales del pueblo).

La vida de campo es también proximidad o inmersión en lo salvaje, en lo no todavía totalmente «civilizado», donde el individuo se encierra en su condición de fragmento, separado de los otros y del mundo.

Frente a esto, el romántico siente que la niebla, la bruma, también hacen que las cosas, o el yo, se fundan con el entorno de la naturaleza.

El Paisaje invernal (1811), y la iglesia que por la bruma se funde con su entorno. Pintura de Caspar David Friedrich, en Museum für Kunst und Kulturgeschichte, Alemania.

Otro medio por el que el paisajismo romántico nos sumerge en el vasto mundo natural es por la difuminación de las formas practicada por Turner. En el pintor romántico inglés los colores y figuras se tornan «brumosas» y se borronean y difuminan. Las figura nítidas y diurnas se difuminan y desvanecen, se desmaterializan, y así son como absorbidas por la naturaleza como en un profundo estado amorfo y abismal.

Esto lo evidencia una de las máximas pinturas de Turner: su pintura La tormenta de nieve

La tormenta de nieve (1842), de Turner, en Tate Britain, Londres.

  Un barco en medio del mar, el Ariel, busca su puerto… Pero una tormenta golpea con ira huracanada a la embarcación, y quiere enviarla al fondo del océano. Turner está a bordo. Pide que lo aten a la proa. El artista quiere sentir toda la sublime fuerza de la tempestad. Quiere fundirse con ella. El naufragio es inminente. Pero luego de un tiempo salvaje, el cielo se calma. Vuelve a tierra. Y la imagen que el artista romántico pinta luego no es la de ninguna embarcación reconocible. Es el barco que deforma sus líneas y perfiles. Hace patente el estar presente del hombre y su frágil nave dentro de una naturaleza que difumina y desmaterializa las formas, y que se sumerge en algo abismal, sin límite, sin forma, sublime e infinito.

La sensibilidad romántica se acerca así a lo infinito tan deseado. No para poseerlo por la imagen ni para comprenderlo a través de una geometría de la composición visual a la manera renacentista, sino para percibir la presencia de lo infinito y abismal, más allá de las formas antes sólidas.

  Es lo romántico, más interesado en lo secreto y difuminado que en la ingenua transparencia de la luz. Una actitud muy diferente a la del impresionismo.

III

Magias impresionistas

  Con su caballete, Coubert sale al aire libre. No se inspira en el pasado, como al menos en parte, los neoclásicos y románticos. Lo fascina el instante, lo efímero, la miel del presente. El cuerpo y la sensación es lo que ahora embelesa al pintor impresionista. Y los hechos y escenas de la cotidianeidad: estaciones de ferrocarril, minas, máquinas. O un entierro. Un entierro en Ornans (1849), que Coubert pinta con meticuloso afán realista.

Entierro en Ornans (Un enterrement à Ornans) (1849), Gustav Coubert, en Museo de Orsay, París.

 La voluntad realista es celebración de la inmediatez. Contacto corporal y directo con las sensaciones penetradas por la luz. La apertura a la materialidad sensorial del mundo es el alimento del impresionismo.

   En 1872, el milagro del amanecer se repite en un lienzo, exhibido en el Salón Independiente de París. La flotación del astro solar en el cielo matinal, su tenue luz difuminada sobre el agua y un bote, escapa a una transposición estrictamente mimética.

Monet, el pintor impresionista fundacional, no pinta ya el amanecer tal como se ve. Pinta la impresión que la luz y el color desencadena en el ojo. Y lo hace en su pintura Impresión del sol naciente

Impresión sol naciente (1872), de Claude Monet, en Museo Marmottan Monet, París.

La ciencia de la óptica de la época cataliza, indirectamente, la experiencia impresionista. Helmholtz asegura que los colores que nacen de la luz blanca en un prisma dependen de la recepción retiniana, antes que de una irradiación especifica de las cosas.

Si el color no es predicado esencial de los objetos, la pretensión de la pintura realista de reproducir un mundo objetivo y de un colorido propio es ilusoria. La pintura no puede más que expresar las impresiones subjetivas de luz que inciden en el ojo con su variedad cromática. El color es así elaboración de la percepción visual del sujeto.

Ernst Gombrich, en su Historia del arte (1950), también nos confirma:

«El impresionismo revolucionó la manera en que percibimos y representamos el mundo visual. Los artistas impresionistas buscaban capturar la fugacidad de la luz y la atmósfera, así como las impresiones momentáneas de la vida cotidiana. Sus pinceladas sueltas y su enfoque en la percepción subjetiva cambiaron la dirección del arte occidental, abriendo nuevas posibilidades de expresión y redefiniendo la relación entre el observador y la obra de arte.»

   Al capturar «la fugacidad de la luz y la atmósfera … como las impresiones momentáneas de la vida cotidiana», el impresionismo implica la primacía del cambio en el tiempo. Lo eterno es especulación abstracta, es lo lejano. Por el contrario, el tiempo es lo cercano que siempre nos atraviesa y acompaña ante las luces fugaces y las cambiantes impresiones en la vida diaria.

El neoimpresionismo radicalizará luego la interacción ciencia óptica y pintura. Georges Seraut y Paul Signac crean el puntillismo o divisionismo. Las pinceladas sobre la tela son reemplazadas por puntos de colores puros. La fisiología de la visión, los textos de Charles Blanc, les impactan esencialmente. Blanc asegura que el color, como los sonidos, obedece a leyes físicas. Entre los tonos musicales obran relaciones matemáticas como existen relaciones físicas determinadas entre los colores. En la creación neoimpresionista, los elementos mínimos de color son separados primero de la naturaleza; pero luego son reintegrados por la retina del espectador y su síntesis visual. La intensidad cromática del objeto depende de una mezcla óptica y no de la mezcla de pigmentos. 

  Más allá de sus diferencias técnicas, en el impresionismo o el neo-impresionismo la magia pictórica nace desde las síntesis sensoriales de la mirada. El color es una construcción subjetiva antes que una propiedad en sí del objeto. Lo real es la cambiante combinación del flujo luz-color filtrada por las síntesis subjetivas del ojo.

El pintor impresionista desea pintar la danza de la luz que cambia de instante a instante. Es la experiencia arquetípica de Monet y sus nenúfares pintados en varios momentos del día; o las imágenes de Pisarro de una calle parisina en sus transformaciones acontecidas durante las horas.

  De forma contemporánea a la empresa impresionista, Nietzsche también también piensa la realidad bajo un devenir constante. El nomadismo deleuziano de las líneas en proyección de lo rizomático, diferentes de los puntos-raíz estáticos, también es solidario a la experiencia pictórica impresionista del ser como circulación de los colores-sensación.

Y el hedonismo sensorial impresionista asoma con especial vigor en Renoir y su Le Moulin de la Galette  (1876); o en el magnetismo de la bella mujer en El Bar del Folies-Bergere (1882), de Eduard Manet. Y la sensualidad embriagante de los impresionistas convive, asimismo, con la serenidad idílica y paradisíaca de las pinturas tahitianas de Gaugin.

La parábola liberadora del color que empieza el romanticismo es continuada por el impresionismo. La pintura de Cézanne es el momento posterior a la primera alegría ingenua de un supuesto contacto inmediato con el puro movimiento, sin un trasfondo de necesaria estabilidad. Cézanne reemplaza la perspectiva de las líneas convergentes (perfeccionada en el Renacimiento) por la que surge de la intersección y superposición de planos de color.

Y la superposición de planos es ensayada por Cézanne en sus múltiples visiones, a lo largo de su vida, de la montaña de Santa Victoria, en Aix, Provenza. Lo efímero y cambiante del primer impresionismo da lugar, lentamente en Cézanne, a un nuevo principio de estabilidad. Una pauta geométrica y ordenadora de los fenómenos. Toda figura diversa se reduce a la variación de las formas paradigmáticas del cilindro, la esfera y el cono. Sustrato geométrico hurgado por Cézanne que será después la clara matriz de la aventura cubista, entre las vanguardias artísticas del siglo XX.

El impresionismo, y luego el postimpresionismo, derivan en el fauvismo o fovismo ( del francés fauvisme; de fauve, «fiera»), ya en el comienzo del siglo XX. Su liberación salvaje y final de color, por ejemplo en André Derain o Maurice de Vlaminck, llevará a la primer etapa del expresionismo, «El puente», de Emil Nolde, o Ernst Ludwig Kirchner, con su intenso cromatismo, trazos vivaces y angulosos. Y en la transición entre el siglo XIX y el XX, fulguran también los vivos colores del luminismo, movimiento que se desarrolla en varios países, con Joaquín Sorolla, en España, como su gran representante.

Montaña Sainte-Victoire (1904-06), Paul Cézanne, Museo de Arte de la Universidad de Princeton, única pintura vertical de la serie.

IV

Incandescencias y la génesis expresionista…

    La campesina suda. Es duro trabajar la tierra, esta no entrega fácilmente sus frutos. El suelo absorbe las gotas de sudor de la muchacha que, al terminar su día de trabajo, se saca su calzado desgastado. El pintor se concentra en absorber con el pigmento la expresión silenciosa de los zapatos. En el siglo XX, un pensador de la Selva Negra, Heidegger, piensa que esos zapatos pintados por Van Gogh expresa la tierra que «se hace tierra«. Un sentido de la tierra que ya no queda encerrado en la materia sino que se muestra, sale afuera, se exterioriza, como parte de un parcial «desocultamiento de la verdad»(12).

Par de botas (titulados como Zapatos de campesino por Heidegger), de van Gogh, Museo Nacional Van Gogh de Ámsterdam, Holanda. 

Pero en el pintor holandés el proceso de lo interior a lo exterior es algo más que desvelamiento de la tierra como suelo labrado bajo el sol, y entre la lluvia y las estaciones.

  Para Van Gogh la expresión artística no es solo un mero pintar la tierra, el cielo, las plantas, los rostros…Para él, expresar es ejercer una presión sobre la forma de manera que ésta se abra y ponga afuera su interioridad. Interioridad que es el ser, una fuerza vital. Pero expresión sólo parcial del ser que siempre encubre su fondo (a la manera de la meditación heideggeriana donde el ser se manifiesta pero sin nunca perder su ocultamiento).

Pero el pintor piensa desde las terrazas de la imagen. Lo que aún es misterio nunca visible para la contemplación intelectual debe ser para él, aun en su invisibilidad, una forma de presencia visible. Por eso, lo invisible en la pintura de Van Gogh se hace presente desde la visibilidad del estallido cromático; como luego, lo abstracto expresionista en Kandinsky pretende hacer cercano o visible lo remoto e invisible.

  En el proto-expresionismo de Van Gogh la pintura se desliza, con una claridad desconocida antes, hacia una radiografía visual de un núcleo metafísico incandescente de lo real. Sólo Cézanne quizá cristaliza una acción artística semejante. Pero en Cézanne el trasfondo de lo empírico es geometría, figuras ideales ordenadoras; en Van Gogh, en cambio, el trasfondo es el fuego.

   El exceso vital.

  Un desbordante punto de ebullición sensorial.

   Dentro de la materia circulan fuerzas ígneas ubicuas, como para el pensar arcaico una fuerza sutil o mana circula por el mundo. La vida incendiada que expresa Van Gogh es parte de un pensar estético de la esencia invisible que se nuestra, aparece, se hace visible. Como lo advierte Artaud, en Van Gogh el suicidado de la sociedad, el pintor holandés es un filósofo que pinta. 

 La noche estrellada es pintura emblemática del genio de la oreja mutilada. Como lo son sus girasoles, o Terraza de café en Arlés. La hermenéutica de estas obras puede restringirse, como corrientemente ocurre, a la liberación expresiva del color, a la hechicería de la brillantez cromática. Pero esto es lo mismo que describir un molino como máquina eficaz sin percibir la fuerza poética del viento que impulsa sus astas. Fuerza que, como el vitalismo nietzscheano, o el posterior de Klages, no debe ser reducida a la vida como acción físico-química. Es la vida como fuerza intensa, incandescente, espiritual. Si el ser es fuego en Van Gogh es porque la naturaleza no es la desertificación del sentido. Porvel contrario, es la fuerza que se expresa para liberar más vida.

La noche estrellada, Van Gogh (1889), MoMa, Museo de Arte Moderno de New York.

 Ahora, en La noche estrellada, las estrellas son furia lumínica; los astros son olas de fulgor, o remolinos vertiginosos.  La exaltación del amarillo y el azul en este lienzo, su vivacidad sensorial, son prolongaciones de la paleta impresionista. Pero el goce sensible no se agota ya en un efecto superficial, como tantas veces denuncia Van Gogh, en sus críticas al impresionismo. Ahora, la pintura sensual es penetración en lo real; ahora el fuego estelar, antes remoto y ahogado por la oscuridad, sale de sí, expresa la incandescencia como el adentro de lo material que se expresa.

    El arte para Van Gogh es expresión de la fuerza vital antes retenida, encerrada, en las formas.

De serie girasoles Van Gogh, Neue Pinakothek, Mónich, Alemania.

   Todo este proceso expresivo ocurre también en sus girasoles, en sus retratos y autorretratos, en sus paisajes, cuyo brillo, que hacen arder el espacio, adelantan la posterior paisajística expresionista de Nolde, miembro del grupo Die brucke

Y la fuerza artística de Van Gogh siempre desprecia el relajado hedonismo impresionista. Y su tragedia personal acaso nace de la distancia entre su intuición de un mundo en llamas y la sociedad del interés burgués. La sociedad del hielo utilitario.

VI

Los distintos caminos de la pintura del siglo XIX…

  Todo estilo artístico en pintura pinta lo que estima como la realidad más relevante.

  Y lo relevante, como el ente en Aristóteles, se dice de muchas maneras… para el neoclásico lo relevante es lo real como formalidad majestuosa, como armonía rigurosa. Una estética aprovechable tanto por el arte de Estado, en el contexto de las monarquías del Antiguo Régimen; o por su signo político opuesto: en la exaltación de la Revolución Francesa con David, como su artista icónico. En lo romántico la pintura de lo real más relevante es la naturaleza, o lo sublime, la energía que rompe todas las formas; o la nostalgia evocada por las ruinas; o el misterio sugerido por la niebla y la bruma; o lo primordial de la cultura campesina; o el valor de lo individual; el atractivo de lo exótico; o la noche gótica, y la cercanía de lo siniestro.

En el impresionismo, lo real relevante se muestra con las pinceladas rápidas y nerviosas del fluir sensorial, de la simbiosis luz-color, que cambia de instante a instante. En la matriz expresionista de Van Gogh, por el color y por la intuición de algo interno y escondido, se expresa lo real relevante como incandescencia vital.

  Como viajero entre las pictóricas del siglo XIX, puedes entregarte al amor por lo romántico, en desprecio de la rigidez neoclásica; o puedes disfrutar del placer del color impresionista en Renoir; o puedes sólo gozar con la vehemencia cromática de Van Gogh, prisionero de su trágica biografía.

Pero las distintas maneras de pintar lo que se estima como lo real más relevante transcurre dentro de las aguas de procesos más amplios: políticos, económicos, filosóficos, que desbordan la pretensión más modesta de este ensayo como un primer conocimiento de algunas aventuras pictóricas del siglo XIX en camino hacia las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX (como el cubismo, el futurismo, el dadaísmo, el expresionismo de la escuela del Jinete azul, con Kandinsky o Paul Klee, el surrealismo, o el neoplasticismo abstracto de Mondrian).

Solo un limitado primer conocimiento de la pintura decimonónica, como incentivo al deseo de mirar de otras maneras, con las pinceladas de óleos y aceites que bailan entre formas, colores, emociones, pasiones e ideas. El juego del arte atraído por su realidad relevante en todo tiempo, en toda cultura, en toda fuerza creativa modelada por el deseo de lo diferente, de lo que nos libera, al menos en parte o por un momento, de la gris vida cotidiana.

El mar de hielo (1823–1824), de Caspar David Friedrich, muestra un naufragio en el Ártico.

Citas

(1) La Ilustración o Iluminismo es el movimiento del pensamiento fundado en la alianza de la filosofía  racional y sus ideas liberales, con la ciencia en el siglo XVIII, o  Siglo de las Luces, en su enfrentamiento a los dogmas religiosos de la Iglesia y el autoritarismo  monárquico. A nivel del pensamiento, es uno de los actores claves de la Revolución Francesa.  Entre sus grandes representantes se encuentran Voltaire, Kant, Diderot, Rousseau, y Descartes y Locke como precursores. En teoría, la razón debe someter las emociones a la superioridad de sus fines de conocimiento. 

(2) Heinrich Wölfflin (1864-1945), teórico y crítico de arte suizo, profesor en Berlín, Basilea, Múnich; uno de los mejores historiadores de arte de toda Europa.

(3) Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), arqueólogo e historiador del arte alemán fundador de la Historia del Arte y de la Arqueología como disciplinas modernas. Promociona el modelo utópico de una sociedad antigua griega sustentada en el ideal griego de la kalokagathia, es decir, de la educación de la belleza y de la virtud. Esta proposición cultural se convierte en fuente del espíritu neoclásico. Por eso, Winckelmann es uno de los principales teóricos de la estética del neoclasicismo.

(4) Antonio Canova (1757-1822), escultor y pintor italiano, típico representante del neoclasicismo, a cuya consolidación contribuye como el teórico, historiador y arqueólogo Winckelmann, o el pintor Jacques Louis David (ambos ya mencionados). Luego de su muerte cae en el olvido, pero su prestigio renace con vigor en el siglo XX. Una de sus grandes obras es La tres gracias, cuya primera versión se encuentra en el Museo del Hermitage, en San Petersburgo.

(5) El rapto de las sabinas es un hecho mítico vinculado a los tiempos de la fundación de Roma, y que refleja el secuestro de las mujeres sabinas, de un pueblo cercano, en el Lacio. Un tema que a David le permite jugar con la representación de figuras semidesnudas en la agitación de un combate. Otro ejemplo del recuerdo de lo romano por el neoclasicismo. Y, tras el mito, se advierten los comienzos del poder romano. La apropiación de las mujeres sabinas representa la anexión de bienes, personas y territorios que serán, con el tiempo, el núcleo de su imperio, siempre dependiente de sus propias virtudes marciales o guerreras.

(6) William Blake (1757-1827), un poeta, pintor y grabador británico, de una poesía visionaria, y creador de una mitología de altas proporciones simbólicas, que se alista como precursor del romanticismo (abajo link hacia ensayo que le dedicamos en esta página). Parecida situación es la de su amigo Henry Fuseli (1741-1825), de difícil clasificación, entre lo neoclásico y prerromántico. Su obra clave es La pesadilla (1781).

(7) Ernst Gombrich (1909-2001), uno de los historiadores del arte británico más prominentes del siglo XX,  de origen austriaco. Luego de la llegada de los nazis al poder, en 1936 se establece en Gran Bretaña. Asistente de investigación en el famoso Warburg Institute, fundado por Aby Warburg, y focalizado en el estudio de la Antigüedad clásica. Luego es su director entre 1959 a 1976. En la Segunda Guerra Mundial es radioescucha de emisoras alemanas para la BBC. Traduce conversaciones de los alemanes al inglés. En 1950, se publica por primera vez su Historia del arte, gran obra de divulgación, que abarca desde la prehistoria hasta el siglo XX. Una recomendable primera introducción a este tema.

(8) La escuela veneciana en pintura, y también en música, es uno de los grandes movimientos artísticos que empieza a brillar en el Renacimiento. Son muchos los grandes pintores de esta corriente, los más característicos son los ya mencionados, el Tintoretto, el Tiziano y el Veronés (pero también el Tiépolo, Giorgione, los hermanos Bellini, y Canaletto). Los venecianos apelan a la intensa sensualidad del color, lo que contribuye a una gradual independencia de lo cromático respecto a la pintura asentada en el rigor del dibujo y la perspectiva, como el mencionado caso del estilo romano-florentino. La República de Venecia y su comercio marítimo, su riqueza y espíritu cosmopolita, su rareza y belleza arquitectónicas, y la falta de luchas internas hasta su conquista y disolución por Napoleón en 1806, también propician el auge de sus artes.

(9) Los grabados de Goya como Los desastres de la guerra (entre 1810 y 1815), su respuesta a la violencia de la invasión napoleónica a España, en 1808, y su famosa serie de Las pinturas negras (entre 1818 a 1823), expuestas en una sala del Museo del Prado, contribuyen a la expresión romántica de lo siniestro.

(10) Cromwell es la obra de teatro escrita por Víctor Hugo, en 1827. No fue representada en su tiempo. Es  un retrato histórico de la Inglaterra del Siglo XVIII  y del Lord protector Oliver Cromwell. No fue representada por sus características nuevas y controversiales. Es ya una obra romántica, al quebrar las tradiciones clásicas. Su prólogo es uno de los textos fundadores del romanticismo.

(11) El naufragio verdadero que representa el cuadro de Géricault es la tragedia de la fragata de la marina francesa Méduse ante la costa de Mauritania, en 1816. Alrededor de 150 personas se amontonan en un bote. Solo 15 sobrevivieron tras 13 días a la deriva en el mar. Para los sobrevivientes fueron días de hambre, deshidratación, canibalismo y locura. El hecho se convierte en un escándalo a gran escala, de proporciones internacionales. El naufragio no se entiende como un accidente, sino como resultado de la incompetencia del capitán francés nombrado al frente de la nave por la monarquía francesa borbónica de Luis XVIII, tras su restauración en el poder, en 1818. En cuanto a El naufragio del Don Juan, de Delacroix, este cuadro se inspira en una escena del Canto II del poema de Lord Byron, Don Juan, que deja inconcluso por su muerte en 1824. Allí, se alude a un naufragio; y entre los náufragos se encuentran don Juan y su tutor Pedrillo. Se echan suertes para determinar quién será víctima del canibalismo para evitar la muerte por inanición de los demás infortunados. Según el poema, la desgracia recae sobre Pedrillo, que no se puede distinguir entre los desgraciados. Luego del acto caníbal, todos van enloqueciendo, y finalmente mueren. Solo queda vivo don Juan, quien llega hasta las islas Cíclades, en el Egeo. Delacroix logra transmitir el impacto emocional de la situación trágica. Cada personaje es pintado con su singularidad y sufrimiento personales.

(12) Ver ensayo de Martin Heidegger, “El origen de la obra del arte (1936), en Senderos del bosque, ed. Alianza.

Bibliografía sugerida:

William Fleming, Música, arte e ideas, ed. Interamericana,1970 (Versión digitalizada).

Albert Beguin, El alma y el sueño, F.C.E.

Heinrich Wölfflin, Conceptos fundamentales de la historia del arte ,1915.

Johannes Joachim Winckelmann, Historia del Arte en la Antigüedad seguida de las Observaciones sobre la Arquitectura de los Antiguos, Aguilar, 1989.

Ernest Gombrich. Historia del arte (Versión digitalizada)

M.H. Abrahms, El espejo y la lámpara, 1962.

William Blake, «Proverbios del infierno«, Las bodas del cielo y el infierno, ed. Cátedra.

Mario de MIcheli, Las vanguardias artísticas del siglo XX, ed. Alianza (Versión digitalizada).

Mario Paz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, ed. El Acantilado.

Rafael Argullol, El héroe y el único, ed Taurus.

R. Argullol, La atracción del abismo. Un itinerario del paisaje romántico, ed. Acantilado,1983.

Michael Bockemuhll, Turner, ed. Tuschen

Ingo F.Walther, Van Gogh, Tuschen.

En esta página:

William Blake, los caminos de un poeta visionario

Galería Kaspar David Friedrich

Esa noche estrellada de Van Gogh

Galería: la pintura de Joaquín Sorolla y otros exponentes del luminismo

ANEXO PINTURAS SIGLO XIX

Neoclasicismo

1.

El rapto de las sabinas (1799) de Jacques-Louis Davis, Museo del Louvre, París

2

La muerte de Sócrates (1787), de Jacques-Louis David, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York,

3

La muerte de Marat (1793), por Jacques-Louis David, en Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas.

Romanticismo

4

Jean Louis Théodore Géricault, La Balsa de la Medusa,(Museo del Louvre, 1818-19)

5

La carreta de heno (The Hay Wain) (1821) ,la obra más importante de John Constable, en la National Gallery, Londes, Reino Unido. Pintura que refleja la atracción romántica por la naturaleza.

6

Francisco de Goya y Lucientes, El sueño de la razón produce monstruos. ( 1799.) perteneciente a la serie de grabados de Los caprichos, en el Museo del Prado, Madrid.

Impresionismo

7

Los nenúfares (en francés Les nymphéas) es una serie de pinturas al óleo de Claude Monet, (aproximadamente 250 obras) que pinto al final de su vida, y que pretende evidenciar las trasformaciones de los nenúfares por los cambios del efecto de la luz a lo largo del día. El Museo de la Orangerie, París.

8

Edouard Manet, A Bar at the Folies-Bergère (1882), en Courtauld Institute of Art, Londres.

9

Baile en el Moulin de la Galette (1876), Pierre-Auguste Renoir, Museo Orsay, París

Expresionismo

10

El comedor de patatas (1885), Van Gogh, en Museo Van Gogh, Ámsterdam.

11

Campo de trigo con cuervos  (1890), Museo Van Gogh, Ámsterdam.

12

Lirios (1889), Van Gogo, Getty Center, Los Ángeles.

Más allá de Occidente (algunos ejemplos del poder de la pintura, en el siglo XIX, más allá de Occidente: Hokusai, en el Japón, Hiroshige y su influencia en Van Gogh, y un ejemplo de África)

La gran ola de Kanagawa(1830 – 1833), grabado de Hokusai, Metropolitan Museum of Art, Nueva York
 Hiroshige, El puente Ohashi en Atake bajo una lluvia repentina;  derecha: Van Gogh, Japonaiserie: Puente bajo la lluvia.
La Batalla de Adwa (1896), de un artista etíope que no logramos determinar. Esta batalla representa la victoria de tropas etíopes ante el ejército italiano, con la que, por el momento, logró preservar la independencia de Etiopía.

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