
Juliano el Apóstata quiso restablecer el esplendor pagano ante el avance de la cruz cristiana. Su reinado fue breve. Aún hoy se discute si, de haber tenido un gobierno prolongado, hubiera recuperado la plenitud pagana de los templos de dioses y diosas, para liberarlos definitivamente de la imposición del cristianismo como religión única.
I
Hacia la excepcionalidad de Juliano

Pocos años después del martirio de Cristo, la nueva religión llegó a Roma. En un principio sobre los creyentes en el Hijo de Dios recae la sombra de la persecución. Pero el conficto con el Estado imperial Romano no es religioso. Es un desacuerdo político: los cristianos no aceptan la veneración al emperador como una figura divina que ilumina la tierra. El único Dios es el Padre Creador, no un hombre que monopoliza el poder imperial. La actitud cristiana es una anomalía política que niega la obediencia total al imperium. Los cristianos así son perseguidos. Practican sus cultos en el refugio subterráneo de las catacumbas. Allí también alojan sus féretros. Para no doblegarse ante Augusto, el primer imperator Romano, prefieren ser martirizados en la arena de los coliseos. Pero esta suerte adversa de la fe cristiana cambia lentamente. La religión de la cruz se propaga en el basamento social imperial, en campesinos, pobres y esclavos. De a poco, la fe cristiana empieza a empapar toda la textura social de la romanitas. Pero de forma discontinua, el demonio de las persecuciones persigue sus pasos.
Y un emperador hace revivir la pasión pagana por el Sol. Hacia 270 Aureliano promueve al dios del Sol, el Sol Invictus, como la máxima divinidad del panteón romano. Para Aureliano ese Dios no es el único, pero sí el de mayor brillo, de modo que los distintos pueblos pueden venerar a sus dioses vernáculos y a la vez alabar a un único dios común que vigoriza su sentido de pertenencia al Imperio. Aureliano fue un gran conquistador. Palmira, en Siria, es una de sus más notables conquistas. Con el botín allí obtenido financia el templo dedicado a la divinidad de la gran luz en Campus Agrippae, en Roma. Durante su reinado, Aureliano abraza el fundamental principio de «un dios, un Imperio«. Esta idea alcanza toda su magnitud con otro emperador: Constantino el Grande.
Ante la creciente presencia cristiana, y sus iglesias y diócecis, Constantino advierte que el gran Dios para el imperio debe transmitir un alto vigor moral y una fe y esperanza inclaudicables. Y este es el Dios cristiano.
En 313, Constantino dicta el Edicto de Milán que suspende la persecución a los cristianos. Convoca el Concilio de Nicea, reunión de obispos, para resolver las disensiones internas cristianas respecto a la interpretación de la naturaleza de Cristo. Producto del cónclave, surge el credo niceno, el credo católico esencial. La cristianización crecerá hasta convertirse en religión oficial del Imperio Romano por el Edicto de Tesalónica bajo el gobierno de Teodosio, en el 380. Esto en la práctica significa la disolución del paganismo. Antes de esto, un último emperador romano amante de la filosofía griega se opone al triunfo definitivo de la cruz: Juliano el Apóstata…
II
El nombramiento de un emperador rebelde

París alguna vez se llamó Lutelia, la Lutelia romana. Bajo la conducción de Constancio II, las legiones eligen la cuidad de Lutelia como cuartel de invierno, en 360. La región sufre las repetidas incursiones de las fuerzas bárbaras. Para derrotarlos y persuadirlos de la imprudencia de envestir contra las legiones bajo los estandartes del Águila envía a su primo, con el título de césar (segundo del emperador en conformidad con el modelo de la Tetrarquía entonces vigente). Su primo es Juliano, especialmente conocido hasta ese momento como estudiante de filosofía. Su ejército es discreto en cantidad de soldados, pero experimentado. Además de intelectual, Juliano es un eximio estratega. Los bárbaros no pueden derrotarlo. Retroceden en fuga. El dominio romano se restablece. Constancio escupe envidia por las inesperadas victorias de su pariente. Le ordena entonces enviar a sus tropas al Oriente para emprender una nueva conquista. Pero los soldados no están de acuerdo. Ya están arraigados en la provincia, con sus esposas e hijos. No quieren abandonar sus familias. Los guerreros legionarios acuden entonces a sus armas y al palacio de Juliano. Piden su presencia. Al clarear un amanecer, el solicitado se muestra. Es exaltado por un vivaz clamor. Lo alzan con un escudo de soldado de infantería. Una costumbre germánica entendible por la gran presencia de germanos en las tropas romanas en ese tiempo. Entre un gran griterío es nombrado emperador (augustus). Le entregan después una diadema, signo de realeza (romana, no germana en este caso) como prenda de coronación del nuevo gobernante máximo.
III
Paganismo, no cristianismo.

El emperador Juliano reina entre 361 al 363. Su impronta en la historia será la del “apóstata”, el que abjura de una religión previamente asumida (la fe cristiana) para convertirse en restaurador del paganismo en caída. Una política de reposición de los viejos dioses y sus cultos. Su inmersión en la filosofía neoplatónica le granjea el placer intelectual de la especulacion filosófica griega. La Idea del Bien de origen platónico es radiante fundamento racional que organiza la arquitectura metafísica del mundo, a través de la estructura tripartita de lo espiritual, lo mental, y el espacio sensorial de los cuerpos en el tiempo. La Idea del Bien divina o Uno no se asimila a un Dios personal, como el cristiano. Su pasión por la filosofía griega se trenza con la valoración del culto romano tradicional. Esto, inevitablemete, lo malquista con la fe en el Hijo de Dios. La mirada cristiana lo estigmatiza como el Apóstata.
Antes, en su infancia, Juliano es sumergido en las enseñanzas del cristianismo. Vive un dorado exilio en un palacio imperial en Capadocia. Disfruta allí de paz y alegres días de cacería. Cuando le es posible, alimenta inquietudes filosóficas en Atenas y Antioquia. Estudia el neoplatonismo en la rama teúrgica de Yámblico, principalmente. Se entusiasma con el mundo ideal platónico. Lee los cantos homéricos. En ese momento descubre su pasión por el clasicismo, su deseo de reponer la romanidad plena, un paganismo liberado de cualquier genuflexión ante el dios de la cruz. Cuando llega al poder imperial al fin empieza su plan… Transfiere los privilegios del sacerdocio cristiano a una nueva jerarquía eclesiástica pagana en la que él mismo se emplaza como autoridad máxima o Pontifex Maximus. Una primera señal de inteligencia táctica. Para concretar su estrategia de reposición del paganismo no reemprende ninguna persecución contra el cristianismo. En parte busca imitar su estructura, pero remozándola dentro de la antigua religión de los dioses homéricos.
Juliano se rebela contra la innovación (que supone la trasformación religiosa cristiana): “Más encarecidamente que cualquier otra cosa, detesto la innovación. Especialmente en lo que a los dioses se refiere, y sostengo que deberíamos mantener intactas las leyes heredadas del pasado, porque es notorio que fueron dádivas de los dioses”. Para este fin no son factibles ni prudentes las viejas persecuciones de cristianos.
La meta de Juliano es la transformación de la estructura corrupta de la iglesia. Su corrupción viene de negar el panteón pagano y el ideal de la sociedad platónica justa. El santo y seña de Juliano es precisamente “De Cristo a Platón”. La idea del mundo ideal platónico es la realidad objetiva, espiritual y trascendental a la que el ojo del intelecto debe dirigirse para diferenciar el error, la ilusión y lo pasajero.
Y Juliano es rey-filósofo como lo evidencia su agudeza intelectual en sus Discursos, y su amor por el estudio de los grandes filósofos antiguos. Rey-filósofo como Marco Aurelio, el monarca romano filósofo estoico. Y además Juliano muestra ya tempranamente otra sorpresa: sus grandes dotes de general, de estratega militar, y de duro soldado en el campo de batalla. En este rol, emprende exitosas campañas de protección de los limes o fronteras del Imperio Romano contra los germanos.
Juliano no ve ya en el cristiano un enigma que merezca odio y una persecución sangrienta. Por el contrario, la respuesta más bien debe ser la piedad, cierta condescendencia ante la irreligión cristiana, ya que la irreligión es el peor de los males: “Y esta es la situación de los que abandonaron a los dioses para adorar a cadáveres y reliquias”. Para la mirada pagana, la materia es la espiritualidad de un universo vivo. Le es muy extraña la idea de venerar a un cadáver, el cadáver de Cristo en la cruz como testimonio del poder de un muerto que luego resucita. Manifestación de la rareza de una religión que silba para ahuyentar los demonios y hace la señal de la cruz en la frente.
Juliano no apela al poder del trono para suprimir las disensiones internas del cristianismo, y buscar la homogeneidad del credo, como en su momento hizo su abuelo Constantino. La disputa entre arrianos y cristianos ortodoxos es parte “de la locura galilea”, de esa locura de divinizar a un humilde carpintero, un iletrado, sin sentido práctico de la realidad. Su condición de Hijo de Dios es una fábula. Su culto no asegura ningún conocimiento trascendental; éste sólo procede del sumo dios pagano, de Helios, como sol intelectual, de potestad universal, de esencia eterna, correlato visible de la Idea del Bien platónica.
En una oportunidad, Juliano confisca los bienes de la comunidad arriana de Edesa por atacar a los valentinianos. La medida busca “que la pobreza les enseñara a conducirse mejor y para que no se viesen privados del reino celestial prometido a los pobres”. No obstante, la tolerancia respecto a diversos grupos que se arrogan la recta comprensión de la revelación cristiana es políticamente útil para favorecer sus divisiones internas.
Pero la notable táctica de Juliano para recuperar el viejo paganismo se expresa en su anulación de la tradicional libertad romana de la enseñanza privada. El Estado controla ahora las escuelas. Y prohíbe a los cristianos enseñar retórica y gramática porque éstos usan las funciones docentes para, tras la fachada de la enseñanza de la cultura clásica, difundir sus creencias en el dios que es tres y uno a la vez.
Juliano siente gran admiración por Alejandro Magno; un deslumbramiento que lo lleva a la emulación. Organiza así un importante ejército. Con sus soldados, se adentra en Asia Menor. Su objetivo es conquistar el Imperio Sasánida. La dinastía sasánida representa el resurgimiento del poder persa luego de su destrucción por la invasión de Alejandro. Consigue una primera victoria, y luego sube por el río Tigris. En una escaramuza, una lanza enemiga se hunde en su espalda. Circula la versión indemostrable de que el arma fatal fue arrojada por algún brazo cristiano oculto entre su propia guardia. La tradición también imagina la leyenda apócrifa de las últimas palabras de Juliano: “¡Galileo has vencido!”.
El duro hecho histórico es que Juliano no pudo reinar largamente. Un gobierno extenso como el de Adriano, o Augusto por ejemplo, quizá le hubiera permitido radicalizar y fortalecer su política de restauración pagana; quizá entonces hubiera concretado su sueño de hacer retrotraer el cristianismo a sus orígenes, a su condición de marginal religión encerrada en los límites de Judea. Pero el filo mortal de una lanza proverbial para los cristianos, pulveriza el último contraataque de las águilas del imperio pagano contra la progresiva simbiosis entre el trono romano y el altar cristiano. Fusión que algunos siglos después, con el Papa San Gregorio Magno (590-604), se consumará bajo la doctrina del agustinismo político, doctrina que dispone el sometimiento del poder del rey, del príncipe o del señor feudal, a la autoridad espiritual de la iglesia.
Fuente: Esteban Ierardo, Juliano el Apóstata, en Los dioses y las letras, ed. Alción (versión levemente ampliada)
