Las cosmovisiones en conflicto en la (no terminada) Segunda Guerra Mundial 

Por Esteban Ierardo

La Segunda Guerra Mundial (Foto Fandom.com)

En la gran furia de la Segunda Guerra nadie fue inocente. Pero algunos encarnaron plenamente el mal. Y todos abrieron las puertas del infierno. Puertas abiertas en el cielo, los mares y la tierra. Una narrativa recreación de los paradigmas ideológicos en guerra, y una reflexión final sobre ciertos procesos y significados, es lo que fluye en estas líneas, hasta llegar a la sospecha de que, tal vez, la Segunda Guerra Mundial, como la realidad actual parece indicarlo, nunca terminó…

A veces, se puede disfrutar de los días y las noches de estrellas, de los hijos y la hermandad, de la vida y los logros, de los sueños que buscan nacer, de los paisajes y del amor posible. Pero todo eso estalla cuando las puertas de lo infernal se abren por la guerra, con su ponzoña, su destrucción, su muerte, su embrutecimiento. Y otras cuestiones. Por ejemplo: además de las variables estrictamente geopolíticas, los grandes enfrentamientos armados suponen también un conflicto de ideas, de visiones de mundo, de paradigmas, de mentalidades generalmente irreconciliables.

En la Segunda Guerra Mundial, su vértigo de violencia y genocidio fue paralelo a la confrontación sistémica de paradigmas, de cosmovisiones y mentalidades con sus diferencias en lo político, en la gestión económica, y en la compresión del sentido mismo de las personas y la sociedad. La tempestad bélica rugió entre la democracia parlamentaria y el estalinismo, los llamados Aliados, y el nacionalsocialismo alemán, el fascismo italiano, y la ideología militarista japonesa, las llamadas Potencias del Eje.

Aquí una visión de la guerra más decisiva del siglo XX, con plenas consecuencias actuales, desde la colisión de paradigmas ideológicos.

I. El demócrata

Franklin Delano Roosevelt (1882 – 12 de abril de 1945),

El demócrata caminó en la Inglaterra de la monarquía parlamentaria. O cerca del Capitolio, en Washington. Luego de sus antecedentes en la Grecia antigua, en la Ciudad Estado o polis, en el mundo moderno, la democracia se afianzó en su principio de soberanía popular (1).

En la democracia (de demos pueblo, cratos, autoridad), por un sistema eleccionario, de sufragio universal, los ciudadanos gobiernan a través de sus representantes. Su sistema se asocia a derechos naturales de libertad, igualdad, propiedad y seguridad; y a la fundamental división de poderes (ejecutivo, legislativo, y judicial) que propende al equilibrio y el mutuo control, según lo propuesto por Montesquieu, en el Espíritu de las leyes (1748). (2)

En la teoría democrática, y en su realización aproximada, se pondera la autonomía individual, la igualdad jurídica, la libertad de expresión, de movimiento, comercio, de culto o creencia religiosa; el principio de representación y constitucionalidad; y la descentralización de las decisiones; la vigencia de los derechos humanos; la participación política, el pluralismo multipartidista.

La democracia liberal occidental, constitucional y parlamentaria, aún con todos sus claroscuros y contradicciones, es contracara de las autocracias, de los totalitarismos, de los sistemas en los que el individuo y su energía autónoma son engullidos por un Estado todopoderoso.

Luego del Tratado de Versalles en 1919, uno de los acuerdos (no el único) que detuvo la Primera Guerra Mundial, surgió La Sociedad de las Naciones (antecedente de las Naciones Unidas). Su intención: asegurar la paz y entendimiento entre los países. En el periodo de entreguerras, como principio ordenador de las relaciones internacionales se acudió al principio de la seguridad colectiva. El compromiso de las naciones para no recaer en la guerra como superación de conflictos. Ilusión diplomática.

En entreguerras, las democracias cayeron en el descrédito por su crisis económica. El quiebre de la bolsa de valores de 1929, en New York. Su efecto fue el paro, la recesión, la pobreza, la Gran Depresión. Pero las democracias destilaron debilidad, también, en su incapacidad para contener las primeras señales del expansionismo de Hitler. En 1938, Alemania se anexionó Austria primero (el Anschluss), y luego los Sudetes, en territorio checo.

El 30 de septiembre de 1938, Chamberlain, el premier británico, su colega francés, Édouard Daladier, y Adolfo Hitler, con la mediación de Mussolini, firmaron el Acuerdo de Múnich, en el que se aceptó la anexión de los Sudetes, bajo la justificación de tratarse de territorios habitados por germanoparlantes. ¡Y todo esto acordado sin la participación de Checoslovaquia! (3)

Chamberlain buscó obstruir las ambiciones hitlerianas a través de una política de contención. Fuera de la letra del Acuerdo de Múnich, el líder británico consiguió de Hitler un informal documento con su firma, en el que se comprometía a no continuar su impulso expansivo. Un trozo de papel tan frágil como el viento que lo agitaba, cuando un Chamberlain, sonriente, mostró el supuesto compromiso de un dictador a los periodistas que lo esperaban en el aeropuerto de Londres. Ingenuidad del político de los tratados ante el líder del mal disfrazado.

Mientras tanto, los nubarrones acrecentaban sus tonalidades plomizas, signos de la amenaza futura de hierro y sangre. Las democracias liberales y las monarquías constitucionales debían asumir los cielos cada vez más oscuros. Estados Unidos y su democracia federal; el Reino Unido con su sistema democrático liberal basado en un parlamento elegido por sufragio universal precedido por un Primer Ministro dentro del esquema de una monarquía constitucional; situación parecida a la de otros países de la esfera británica, como Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Entre 1916 a 1922, en parte del periodo de la Primera Guerra Mundial, el Reino Unido de Gran Bretaña fue liderado por el Primer Ministro liberal David Lloyd. En 1937, el ya mencionado Neville Chamberlain asumió como Primer Ministro conservador de un gobierno de coalición hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que emergió el liderazgo del «sangre, sudor y lágrimas» del inefable Winston Churchill, otro Primer Ministro conservador pero no solo al frente de un gobierno de coalición, sino de un país expuesto a una derrota de lluvia de fuego y el retumbar de cañones germanos, durante la Batalla de Inglaterra. En Francia, la Tercera República Francesa (1870-1940) fue una democracia liberal, con un parlamento y un presidente elegido por sufragio universal masculino. El Primer Ministro Édouard Daladier encabezó la república francesa desde 1933 hasta que la garra siniestra nazi alcanzó París en 1940.

Monarquías constitucionales con parlamentos elegidos por sufragios son también los Países Bajos, Bélgica o Noruega. La neutral Suiza se organiza como una república federal con su parlamento. Incluso Alemania, antes de la dictadura hitleriana fue, entre 1919 y 1933, la República de Weimar, una democracia liberal, con un presidente y parlamento elegido por sufragio universal.

Sobre este periodo, Eric Hobsbawm propone que la debilidad de las democracias liberales en el período de entreguerras no solo era consecuencia de la Gran Depresión, sino también de su incapacidad para subsanar el hondo disturbio económico que su propia crisis había detonado. Frente a esa deficiencia, los gobiernos autoritarios se autoerigieron como alternativas superadoras de estructurales problemas sociales y económicos que anegaron de sombras el horizonte posterior a la Primera Guerra Mundial (4).

Ante la imagen de flaqueza de los democracias liberales en la gestión superadora de la retracción económico-social, los autocracias cultivaron una apariencia de eficacia que legitimaba a su vez la fortaleza de Estados magnificados, demandantes de liderazgos autoritarios y sin límites. La Segunda Guerra Mundial posterior implicaría, entonces, invariablemente, la colisión de modelos sistémicos cimentados en dos principios opuestos: uno fundado en la libertad política y de mercado; el otro, solo atento a la divinización de un líder aureolado de un culto a la personalidad, y supuesto instrumento de la mano bienhechora del destino.

Pero aún las puertas del infierno en el cielo, los mares y la tierra no se habían abierto…

III. El fascista

Benito Amilcare Andrea Mussolini (Predappio,1883- 28 de abril de 1945)

No era un día normal en una ciudad sobre el Adriático. Los italianos uniformados ocuparon las calles. Protestaban por lo poco que recibió Italia tras la Primera Guerra Mundial. A los ocupantes los lideraba un soldado que presumía de poeta. En Fiume (hoy Rijeka, Croacia), Gabriele D’Annunzio fundó el Estado Libre de Fiume, entre 1920 a 1924. Su constitución era La carta de Locarno.

D’Annunzio creó un grupo de militares con camisas negras. Su misión era reprimir y torturar a todo aquel que se opusiera al gobierno de facto. Esta es la matriz del fascismo, que Mussolini convertirá en retórica exultante; y, luego, en el abismo de la Italia dentro de la segunda Gran Guerra.

Benito Mussolini modeló el fascismo bajo la inspiración de D’Annunzio, y de su oposición a la democracia liberal, el marxismo, el anarquismo, el socialismo y la revolución bolchevique. La estructura fascista reposaba en un jefe o caudillo, en un líder carismático, cabeza sacralizada de una maquinaria política totalitaria, antidemocrática, ultranacionalista y de extrema derecha.

El fascismo italiano fue modelo de otros totalitarismos derivados, como el nacionalsocialismo alemán con su específico sesgo racista, y el fascismo clerical del falangismo de Franco y su nacionalcatolicismo en España. Su campo de acción política pivota en un elitismo dirigencial adicto al Duce (“el que guía desde adelante”, el caudillo o guía militar), que promueve el sometimiento de las masas, el control completo de la prensa y del sistema educativo, la supresión de los sindicatos, el rechazo de la lucha de clases marxistas, la propaganda, el militarismo, el recurso al miedo y el terror, la intimidación y persecución del disidente.

En su etimología, el término “fascismo” procede de fascio, y éste del latín clásico fascis, haz de leñas, puñado de varas. Los lictores, funcionarios en la Antigua Roma, llevaban el fascis y sus haces de palo atados con cintas de cuero a un hacha como símbolo del poder del Estado sobre la vida y la muerte.

Mussolini trepó al poder a través de la famosa marcha de las camisas negras en Roma, en octubre de 1922. Unos 30000 adeptos, una turba amenazante que no fue detenida por el rey Víctor Manuel III, por, supuestamente, el temor a una guerra civil.

Como todos los hábiles demagogos, Mussolini capitalizó el profundo descontento social; inventó un enemigo culpable de todos los males italianos: los socialistas y comunistas, quienes fueron hostigados, reprimidos, torturados. Después de un primer aire fingido de negociación, el fascismo desnudó su dictadura con el asesinato del político socialista Giacomo Matteotti, en 1924. El fascismo concentró todo el poder, pero mantuvo la fachada de su subordinación al Reino de Italia, estructura puramente formal.

La genealogía ideológica del fascismo es interpretada a veces como continuación del extremismo jacobino de la Revolución Francesa, o como tradicionalismo o conservadurismo en reacción virulenta contra los ideales de emancipación individual y de igualdad de la Ilustración. El fascista alentaba el desprecio por la libertad de pensamiento; el anti-intelectualismo y la superioridad de la acción y la voluntad sobre el pensar.

De todos modos, el fundamento discursivo o ideológico es siempre indispensable a toda dinámica de poder. De ahí el ensayo La doctrina del fascismo, atribuida al propio Mussolini, pero en realidad escrito por Giovanni Gentile, neohegeliano autodenominado “filósofo del fascismo”. Éste proclama: “Somos libres de creer que este es el siglo de la autoridad, un siglo que tiende hacia la “derecha”, un siglo fascista…”. Cimientos de un autoritarismo que finca en la omnipotencia estatal: “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”.

Sobre La doctrina del fascismo, el historiador Renzo De Felice destaca la ambigüedad y confusión de Mussolini respecto a la naturaleza del fascismo. Sin éxito, el dictador italiano pretendía reconciliar la tradición liberal y democrática italiana con la incipiente ideología fascista, pero dentro de una maniobra ideológica que establece la supremacía del Estado y la vía insoslayable de una dictadura (5).

Gentile también redactó el Manifiesto de los intelectuales fascistas, en 1925, que firmaron, entre otros, D’Annunzio, Curzio Malaparte (luego “arrepentido” sobre el final de la guerra, cuando escribe La piel); Marinetti (líder de la adhesión artística al régimen desde la vanguardia futurista), Pirandello y Ungaretti.

Por otra parte, la economía fascista se organizaba como un corporativismo, que suprimía la libertad sindical, y atizaba la intervención mayúscula del Estado en la economía, pero no alteraba el núcleo capitalista fundado en la propiedad privada y el sometimiento del trabajo al capital.

Los discursos de Benito Mussolini fueron vehículos de vigor propagandístico para la legitimación del régimen fascista en Italia, avivados también por su vehemente gesticulación oratoria. Entre sus discursos fundamentales sobresalen el Discurso de la Marcha sobre Roma (1922), mojón crucial en el origen del régimen fascista en Italia; el Discurso del «Estado corporativo» (1930), con su visión del Estado corporativo: los sindicatos y las organizaciones patronales bajo la égida del Estado; y el Discurso de la «Guerra de Etiopía» pronunciado el 2 de octubre de 1935. Mussolini invadió la Etiopía del rey Hailé Selassié, a través de su ejército encabezado por Pietro Badoglio y Rodolfo Graziani. Aprovechándose de las desigualdades de fuerzas, clavó su daga sobre los habitantes del ardiente suelo africano.

Entonces, para refutar la condena de la Sociedad de Naciones de la invasión italiana del país africano, en su Discurso de la «Guerra de Etiopía», con exultante verborragia intentó justificar la expansión colonial del il Duce en África; afirmó que el Imperio Romano subyugó la región en el siglo I a.C, por lo que a Italia le asistían derechos históricos sobre Etiopía. A su vez, en resonancia con otro registro de justificación imperial típico, Mussolini arguyó que la invasión de Etiopía era una misión civilizadora que infundía civilización y progreso a un país «atrasado» y «bárbaro»; y alegó que Italia precisaba de colonias para desarrollar su economía y atender a las necesidades de su población en aumento y, además, para asegurar las colonias de Somalia y Eritrea, ya en posesión de Italia.

El fascismo italiano encendió un hilo de demente fuego que luego, durante la guerra ya desatada, incineró todas las esperanzas de una Italia próspera y la sumió en el caos y la destrucción. Mussolini firmó con Hitler el Pacto de Acero, oficialmente nombrado como Pacto del Amistad y Alianza entre Italia y Alemania, acuerdo militar firmado el 22 de mayo de 1939 en Berlín, entre el Reino de Italia, representado por Galeazzo Ciano (6) y por Joachim von Ribbentrop por parte de la Alemania nazi. Se acordó así el apoyo militar mutuo en caso de guerra. Primero, Mussolini no adhirió al racismo nazi; luego cedió a través de las leyes raciales fascistas, de 1938. Y así como el «cabo austriaco» deliraba a horcajadas del narcisismo colectivo del nacionalismo germánico que se creía dotado de una misión superior, Mussolini también manipuló el deseo irracional de una nacionalismo que no exigía el bienestar de las personas reales sino la construcción de un gran imperio. La ideología del Estado divinizado de un mesianismo neo-imperialista.

Y el fascista entra en un palacio. Se acerca a una ventana abierta. Posa su ambición en un balcón. Una luz ardiente, eso cree, desciende del cielo azul para enaltecer el evento. El pueblo lo ovaciona. El orador de los gestos histriónicos comienza su misa de palabras huecas. La fiebre del poder.  El fascista italiano que colaborará con el nazismo en el abrir las puertas del infierno en el cielo, la tierra y los mares, en una avalancha que sepultará toda alegría…

IV. Nazis en la oscuridad

Miles y miles de soldados, en formación. Una marea uniformada, quieta, sin pensamiento. ¡La religión secular de la esvástica y Heil Hitler! Su dios, su Führer (el líder, conductor). El hombre de bigotes y gestos grandilocuentes escupía una imaginaria misión de grandeza. El fuego de la locura se había encendido. El día del sol negro…

La ideología nacionalsocialista comparte todas las aversiones del fascismo italiano, y le agrega su racismo antisemita. La “biblia” del nacionalsocialismo es Mein Kampf  (Mi lucha) escrito por Hitler en 1925, cuando cumple su condena luego de intentar tomar el poder por el golpe de estado en Múnich. Aquí, Hitler despliega una serie de oscuros principios: el racismo y antisemitismo; las supuestas razas «arias» son superiores a las razas «inferiores»; nacionalismo y patriotismo, el nazismo era el camino para refundar el orgullo alemán, y para imponer lealtad y sacrificio por la realidad suprema de la nación alemana; anticomunismo: el comunismo soviético es postulado como una amenaza existencial para la nación alemana y la civilización occidental (esto luego «justificará» la invasión de la Unión soviética en 1941); el darwinismo social: adhesión a la teoría de la evolución de Charles Darwin, según la cual la lucha la selección natural como la supervivencia de los más aptos es uno de los centros de gravedad de la historia; autoritarismo y liderazgo, que recaerá luego en la propia persona idolatrada de Hitler exaltada con un culto a la personalidad; militarismo y expansión territorial que se trenzará con la doctrina del Lebensraum que luego analizaremos.

Al fin de la Primera Guerra Mundial, Hitler era un oscuro cabo, ebrio de resentimiento. Primero fue espía del ejército en las reuniones del partido obrero alemán. Luego comprendió que esa actividad podía fungir como su primer trampolín político. Congenió con el intransigente nacionalismo que escuchaba. Así, por su persuasiva oratoria, rápido encabezó un grupo inicialmente minoritario, altamente radicalizado. El origen del nacionalsocialismo alemán. Movimiento del culto a la violencia, fuerzas paramilitares de choque, las SS de Heinrich Himmler, y la SA (las “camisas pardas” de Ernst Röhm, descabezadas en “la noche de los cuchillos largos”).

Al principio, el pequeño hombre vociferante participó en las elecciones en la República de Weimar, para acceder a los escaños del parlamento o Reischtag, mientras Alemania sufría una célebre escalada inflacionaria. La gran crisis económica de 1929 lo benefició. La desesperación aumentó. Finalmente, en 1933, su éxito electoral lo convirtió en Canciller. En poco tiempo, aplicó reglas de excepción de la propia constitución de Weimar para erigir un estado dictatorial. Y engañó a Occidente, con su calculada fachada de cordialidad y pacifismo en las Olimpíadas en Berlín, en 1936 (7).

El trasfondo de la extrema derecha hitleriana en alza manipuló el resentimiento por las cláusulas del Tratado de Versalles. El orgullo herido alemán; y el mito de la puñalada por la espalda, de judíos y comunistas. A éstos se los acusaba del derrocamiento del Káiser Guillermo II, y de la derrota militar alemana en la Gran Guerra.

A su vez, la burguesía de Europa occidental apoyó a Hitler como un dique de contención ante el avance del comunismo. La burguesía europea, en particular la de Alemania, y no toda ella, espoleó el ascenso de Adolf Hitler y el Partido Nacionalsocialista (NSDAP) en la década de 1930. Era, entendían, una estrategia necesaria para detener la marea roja comunista y para salvaguardar sus privilegios y poder mediante el sostén de la derecha política. Los medios para sustentar a Hitler adquirieron varias modalidades: financiamiento de la campaña electoral del futuro dictador alemán entre 1932 y 1933; soporte económico a la política de rearme, lo que posibilitó el renacimiento del ejercito alemán como potencia bélica desafiante. La burguesía alemana también contribuyó a la política de rearme de Hitler, lo que permitió a Alemania reconstruir su ejército y prepararse para la guerra. Parte de la burguesía alemana participó también en la política de represión del régimen nazi, en la persecución de judíos, comunistas, homosexuales, gitanos, personas con discapacidades físicas y mentales (8).

También se percibía que el liderazgo fuerte de Hitler podría sanar un nacionalismo herido tras la afrenta del Tratado de Versalles, y de verter el cemento de la estabilidad en un tejido social disgregado. En este sentido, el longevo historiador británico Eric Hobsbawm afirma que la burguesía alemana y también los junkers (miembros de la alta nobleza) y la aristocracia, apoyaron a los nazis, como fuerza restauradoras de orden y como alejamiento del peligro de la anarquía (9). El historiador inglés Timothy Mason también confirma la condición de cómplice, y no solo de víctima, de la burguesía alemana en relación a Hitler (10).

El racismo visceral del nazismo, como anuncio del horror genocida posterior, liberó la jauría de lo siniestro en la Noche de los cristales rotos, los ataques en la Alemania nazi y Austria en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, perpetrados contra ciudadanos judíos por la tropas de asalto de las SA. A mazazos fueron destruidas casas, hospitales, escuelas, sinagogas, tiendas, de la de la población judía. Más de 30000 judíos fueron arrestados y alrededor de 90 murieron.

La filosofía nacionalsocialista exudaba pangermanismo, ultranacionalismo, odio a la democracia y el comunismo, repudio del racionalismo y positivismo en beneficio de un turbio vitalismo, en el fuelle de lo que Spengler llamó la “decadencia de Occidente”.

El supremacismo racista ya rebullía en la Europa del siglo XIX. Joseph Arthur de Gobineau y su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1855); Houston Stewart Chamberlain, su libro Los fundamentos del siglo XIX (1899), y la superioridad de los arios teutones, de la raza nórdica. “Raza superior” en términos de la supervivencia del más apto de la teoría darwinista encastrada con las pseudo explicaciones de un “racismo científico”; la creencia en un tipo racial superior, y la eugenesia (el ‘buen origen’, o ‘buen nacer’), y su obsesión por la “herencia pura” a preservar mediante la selección biológica y la supresión de los “inaptos”.

Alfred Rosenberg, y su El mito del siglo XX (1930), expone el vínculo de la raza suprema con la mitología germánica, exaltada en la música del reverenciado Wagner. La raza nórdica es las antípodas de las “razas inferiores”, judíos, eslavos, gitanos, “desviados sexuales”.  Para prosperar, la raza suprema no debe mezclarse ni contaminarse. El temor a la “contaminación” derivará en la “solución final”, el exterminio genocida ya en los sombríos campos de la muerte en la Segunda Guerra.

El racismo nacionalsocialista se enredó también con la concepción del Blut und Boden (“sangre y tierra”), y la gravitación del origen étnico a través de la sangre de un pueblo, su ascendencia, y la tierra como fuente de la agricultura, la alimentación, y un hábitat. Esta relación con la tierra involucra el valor de la vida rural y campesina, como matriz también del origen racial del pueblo alemán.

El antisemitismo nazi se solazaba en darle realidad a un documento inventado por la policía secreta zarista: Los protocolos de los sabios de Sion; y creía en una inexistente conspiración judeo-masónica para enseñorearse en un presunto nuevo orden mundial.

El culto al héroe y la guerra: y el elitismo, en la línea de Robert Michels o Gaetano Mosca, son aristas claras también del nacionalsocialismo, como su negación de la libre representación obrera, la supresión de la libertad de prensa; y un fuerte aparato propagandístico que construye el mito de Hitler como “destino”, “profeta”, “salvador”;  al tiempo que se sobrevaloraba su éxito en materia económica; y, Joseph Gobbels, Ministro de Propaganda, explotó el alcance popular del cine, en, por ejemplo, El triunfo de la voluntad (1935) de Leni Rienfestal, El judío eterno (1940) y su propaganda antisemita; la versión alemana del Titanic (1943); o en el film Kohlberg (1945), con los rusos ya acechando las fronteras, y con la intención de reanimar el nacionalsocialismo mediante su glorificación de la resistencia alemana ante Napoleón.

Respeto a la «mitología» de Hitler, el historiador británico Ian Kershaw radiografía la construcción de Hitler como líder infalible y mesiánico en su libro El mito de Hitler: Imagen y realidad en el Tercer Reich (11). En la narrativa de su análisis se suman distintos factores: la creación de Hitler como líder carismático, diferente de los políticos tradicionales, y en contacto directo con el pueblo alemán mientras despejaba la tormenta de la crisis económica y política posterior a la Gran Depresión, y como quien aseguraba sanar el orgullo herido por la humillación del Tratado de Versalles al fin de la Primera Guerra Mundial; la manipulación de la imagen pública por la propaganda digitada por Joseph Goebbels, mediante la atención a su apariencia, su lenguaje corporal y discursos; y los imponentes rituales y ceremonias que exaltaban su autoridad; su culto a la personalidad, su supuesta infalibilidad y su dimensión como salvador de Alemania, reforzada por estatuas y monumentos que lo representaban como héroe y un mesías.

Y el nazismo, principalmente a través de Himmler, cultivó el ocultismo; la Sociedad Thule (y su pretensión de que la raza aria proviene de la Atlántida); o la ariosofia y su fascinación con las runas y el paganismo germánico. En ese trasfondo, la esvástica que Hitler caracteriza como símbolo de la “lucha por la victoria del hombre ario”, tiene su origen en religiones orientales como el jainismo, el hinduismo y el budismo, en una connotación de prosperidad y buena suerte.

Y con el nacionalsocialismo, la geopolítica adquirió especial importancia estratégica cuando Hitler apeló a la doctrina del Lebensraum, el espacio vital, una “política del suelo del futuro”, en la que se proyectaba la expansión hacia el Este y Rusia. El crecimiento de la población alemana, la demografía, la necesidad de nuevos recursos, alimentaron un fuerte impulso expansionista. Concepción en la que predominó la influencia de las ideas del político y geógrafo Karl Ernst Haushofer. Hitler usó el Lebensraum como necesidad indeclinable del Gran Reich Alemán y su inevitable expansionismo.

Y, en secreto, el nazismo practicó el rearme como músculo armado para edificar el Tercer Reich, un nuevo imperio para mil años. Así, el nazi y su marea de esvásticas obedientes ya rugían para vomitar tormentas e invasiones. Cuando la erupción del volcán bélico empezó a arrojar su lava, el 27 de septiembre de 1940, en Berlín, se firmó el Pacto Tripartito, también conocido como el Pacto del Eje, firmado por Saburo Kurusu, Adolf Hitler y Galeazzo Ciano, en representación del Imperio de Japón, la Alemana nazi, y el Reino de Italia, respectivamente. El nacimiento de las Potencias o Fuerzas del Eje, a las que luego se sumaron los reinos de Bulgaria, Hungría, Rumania, Yugoslavia, y la República Eslovaca tras la desmembración de Checoslovaquia.

Las Potencias del Eje: Alemania nazi, la Italia fascista, el Japón imperial, centro de una tempestad ideológica enfrentada a los Aliados. Pero aún era necesario perfilar al estalinista y al japonés de la espada y el culto al emperador.

Mientras, el infierno todavía espera su momento para abrir las puertas del cielo, los mares y la tierra…


IV. El japonés 

Hideki Tojo (1884-1948), uno de los principales responsables de los crímenes cometidos por Japón en la Segunda Guerra Mundial (Terceros).

Los barcos norteamericanos irrumpieron en el horizonte, en 1853. Una flota liberada por Matthew Galbraith Perry. Su misión era obligar a Japón a abrir sus puertos al comercio internacional. Así concluyeron siglos de aislamiento de la pequeña isla. Una dinastía restaurada, la Meiji, aceptó lo nuevo. Sus aristócratas estudiaron inglés, se vistieron como occidentales, admiraron al ejército prusiano. Querían incluso imitar a las potencias coloniales. Y surgió en la isla japonesa una corriente de opinión por la cual el cambio de un estado japonés medieval agrícola hacia uno moderno e industrializado dependía del empuje del militarismo.

Lentamente, el poder militar nipón se autoconvenció de que la nación se identificaba con el ejército, cuyo mesianismo se fortalecía por sus victorias en la Primera Guerra contra China, en 1895, y el sorprendente y aplastante triunfo sobre el ejército ruso zarista, en 1905. El ejército con nueva tecnología militar, de origen occidental, permeaba de orgullo y honor al Japón. Eso creían quienes junto a las armas modernas blandía espadas para recordar su origen samurái, su bushido y su código de lealtad a sus señores o daimios.

El militarismo japonés exhibía inevitables afinidades con los fascismos europeos: ultranacionalismo, desprecio por la democracia parlamentaria, por la burguesía, por lo civil desarmado. Pero su ejercicio del poder abrevaba en una religión o teología política: la autoridad máxima era el divino emperador Hirohito, supremo sacerdote de la religión oficial, el sintoísmo. Por imposición religiosa entonces, en el País del Sol Naciente, el Emperador era akitsumikami, la encarnación en la Tierra de un Dios, y arahitogamidescendiente de una divinidad, de la diosa solar Amaterasu.

Sin embargo, como muchos reyes europeos, Hirohito debía reinar, pero no gobernar. Para el militarismo japonés, el gobierno efectivo era el de los guerreros de la nación. Por eso, la constitución de varias sociedades secretas, como la Genyōsha (Sociedad del Océano Negro) de Tōyama Mitsuru, ideólogo del imperialismo japonés, y la Kokuryukai (la Sociedad del Dragón Negro), que, desde las sombras, conspiraban para entronizar al ejército.

El Japón de entreguerras, el periodo Taisho, exudaba democracia, poder civil, participaba de la Sociedad de las Naciones y de su proyecto de orden pacífico internacional. Pero en 1930, la ansiedad militarista se avivó. Por un lado, el Tratado Naval de Londres proponía disminuir la fuerza de guerra naval japonesa. La indignación obstruyó el tratado, vivificó el nacionalismo militar japonés. Y, en 1932, suboficiales y cadetes asesinaron al primer ministro Inukai Tsuyoshi. Al mismo tiempo, un complot organizado por la organización ultranacionalista Liga de la Hermandad de la Sangre planeó matar a trece hombres de negocios y políticos liberales. Solo mataron a dos, pero esto suscribió la determinación de la derecha japonesa militarista de remover los obstáculos liberales. Se sucedieron entonces varios intentos sediciosos, alentados desde las sociedades secretas. Querían la espada marcial a lado del emperador, por encima de él incluso.

Finalmente, para 1940, Hideki Tōjō, como Ministro de guerra, aprovechó el clima de guerra mundial, y luego el conflicto con Estados Unidos, para consolidarse en el poder; disolvió los últimos rescoldos de liberalismo, y monopolizó la educación para inculcar valores totalitarios. Así, el emperador era el dios en la tierra, pero Tōjō, el líder real del Imperio del Sol Naciente.

El crecimiento demográfico de la isla, su necesidad de petróleo, hierro y carbón para el desarrollo de una economía industrial y armada, acicatearon los sueños de expansión territorial. Y el imperio de Japón asumió su “responsabilidad” de liberar a los otros países asiáticos del colonialismo de Holanda, y fundamentalmente del Imperio Británico. Asia debía aceptar el liderazgo japonés impuesto por un destino divino.

El fundamento doctrinario de esta creencia panasiática era la Esfera de la Coprosperidad de la Gran Asia Oriental. Concepción que asomó después de la ocupación de Manchuria, y que fue proclamada en junio de 1940 por Hachirō Arita, Ministro de Asuntos Exteriores de Japón. Los países asiáticos solo podrían prosperar mediante el paternalismo nipón. Al amparo de esta doctrina de dominio geopolítico japonés surgió la India libre de Chandra Bose, y la Filipinas de Joseo Laurel. El reino de Tailandia adhirió sin estar ocupada.

Fuera del idealismo de la unidad y liberación de Asia, los militaristas japoneses buscaban la legitimación para su propia ocupación colonial, y la obtención de los recursos necesarios para su industria y ejército. La propaganda nipona hablaba de “Asia para los asiáticos”, de independencia de los países asiáticos pero, en la práctica, implantaron Estados títeres, como en Manchuria y China, mientras que Corea y Taiwan se integraron al propio Japón.

En 1943, se reunió la Conferencia de la Gran Asia Oriental, en Tokio. Aquí Japón subrayó su panasiatismo y su rol de “libertador”. Se pregonaba una “esencia espiritual” de Asia que se contraponía a la «civilización materialista occidental». El Ministerio de Salud y Bienestar Social japonés redactó el documento secreto “Una Investigación de la Política Global con la Raza Yamato como Núcleo”. Aquí se postuló la superioridad racial japonesa a partir de sus ancestros Yamato, de la que nunca se dudó en el ámbito doméstico. Se recurrió al confucionismo y su noción de familia patriarcal. Japón como padre honrado por la fidelidad de sus hijos asiáticos. Y se proyectó la ocupación de Nueva Zelanda y Australia para 1950, a fin de «asegurar el espacio vital de la raza Yamato», lo que recuerda el concepto nazi de Lebensraum.
En definitiva, la Esfera de la Coprosperidad de la Gran Asia Oriental era una estrategia geopolítica japonesa para legitimar una zona de influencia económica y política en Asia, bajo la creencia de que Japón debía liderar la emancipación del colonialismo occidental. Pero, en los hechos, la Esfera de la Coprosperidad fungió como medio para la explotación económica de los países asiáticos bajo las garras de la expansión imperial japonesa (12).

En su punto máximo de ambición, Japón no se privó de soñarse como cabeza de una familia mundial de naciones. Y esto a partir de la noción de Kokutai, la “identidad nacional” representada en el tenno, el emperador, “el soberano celestial”. Para Roy Andrew Miller, en Japan’s Modern Myth, en el periodo militarista: “el Kokutai se convirtió en un término conveniente para indicar todas las vías en la que ellos creían que la nación japonesa, como entidad política, así como entidad racial, era simultáneamente diferente y superior a todas las demás naciones del mundo”.

El expansionismo japonés ostentó un importante antecedente en el siglo XIX, en el llamado “último samurái”, Saigō Takamori. Y un Japón fortalecido por sus conquistas militares lo lanzó a las invasiones y masacres de las tierras a “proteger”. En Manchuria en 1931. En 1937, la invasión a China, en Nankin escupió un tendal siniestro de miles de violaciones y asesinatos masivos; miles de mujeres fueron sometidas a la prostitución, las llamadas “mujeres de confort”. La expansión prosiguió hacia el sudeste asiático, a Oceanía, Borneo, Nueva Guinea, Indonesia, Birmania, Singapur, Malasia, Filipinas.

Y el choque sorpresivo, pero inevitable, con el gigante norteamericano en una mañana de Pearl Harbour, en diciembre de 1941, en el comienzo de la Guerra del Pacífico, entre las puertas ya abiertas del infierno, entre aceite, sangre, petróleo, asfixia y cuerpo incendiados.

V. El estalinista

Iósif Stalin  (1878-1953)

El tiempo de los zares terminó. Los bolcheviques triunfaron en la Rusia del sufrimiento y la guerra civil. Lenin, el líder de la teoría y la acción, murió en 1923. Trotsky fracasó en su intento de liderar. Stalin se apoderó del timón revolucionario. Sin compasión ni duda, el jefe de origen georgiano talló el Estado que aspiraba al control total.

En la Segunda Guerra Mundial el totalitarismo ruso se alió a la odiada burguesía occidental, por compartir un enemigo común. Durante la guerra, las discrepancias ideológicas eran desestimadas. La extrema necesidad, y por el momento, suprimió las distancias entre las cosmovisiones de los Aliados. La sorprendente alianza soviético-occidental se activó luego de que todas las puertas del infierno se abrieron, y la invasión nazi discurrió como hierro ardiente en las venas de la tierra soviética, al comienzo de la Operación Barbarroja, en junio de 1941.

Como Estado total, el estalinismo absorbió las esferas legislativas, ejecutivas, judiciales. Fue brazo de la colectivización compulsiva de la tierra y la estatización de la propiedad privada. Reivindicó el marxismo leninismo, pero no construyó la sociedad sin Estado y sin clases. El Estado se magnificó para, se decía, mejor combatir la contrarrevolución, a los enemigos del pueblo y del socialismo revolucionario. El “socialismo de un solo país” renunció a su expansión extramuros, pero reforzó su monopolio del poder. Stalin era el máximo líder, a él se le debía un culto a la personalidad; era el padre “benefactor y protector”.

La hoz y el martillo es símbolo de la emancipación del campesinado y los trabajadores. Pero, más que liberados, los obreros y campesinos, y todos los individuos fueron sumergidos en una nueva matriz de dominio, mientras se insistía en que los peligros para la revolución no son solo externos, sino también internos. Para conjurar la supuesta desestabilización, con obsesión sangrienta, Stalin orquestó sus famosas purgas, los juicios de Moscú, la muerte sumaria de los camaradas de la vieja guardia, como Nikolái Bujarin, de los comienzos de la revolución, y de muchos otros.

El Estado devino gran demonio policial. Millones de personas fueron engullidas por el inmenso sistema carcelario del Gulag, el torbellino que suprimía libertades, derechos. La individualidad disidente era un cáncer a ser extirpado. La arbitrariedad completa sobre la vida y la muerte. Y la rebelde Ucrania fue normalizada mediante el genocidio por el hambre, el Holodomor.

El Soviet Supremo, el máximo órgano correspondiente al Poder Legislativo de la URSS, era solo un “parlamento de juguete” (en la expresión del historiador Edward S. Ellis), o legislatura de “sello de goma”, como el Reichstag de la Alemania Nazi, las Cortes españolas en la España franquista, o la Cámara de Fasces y Corporaciones en la Italia Fascista.

Al Estado absoluto le competía también la centralización económica. La economía planificada. Por una gran fuerza de trabajo bajo coacción, se consiguió la definitiva industrialización de un país antes típicamente agrario. Los prisioneros del Gulag, por ejemplo, con más de diez mil muertos, construyeron el canal Mar Blanco-Mar Báltico, en 1933.

El stalinismo a fuera de terror, purgas con cientos de miles de ejecuciones, y persecuciones, centralizó la suma del poder (13). Millones de personas fueron enviadas a los campos de concentración o ejecutadas. Ya durante la Segunda Guerra Mundial «la política de Stalin durante la guerra se caracterizó por una combinación de represión y movilización. Por un lado, Stalin utilizó la policía secreta y el sistema de campos de concentración para reprimir cualquier forma de disidencia o oposición. Por otro lado, movilizó a la población soviética para luchar contra la invasión nazi y defender la patria.» (12). En la coyuntura de guerra, Stalin se vio obligado a conceder algún grado de libertad de expresión y autonomía a artistas e intelectuales soviéticos para impeler las fuerzas bélicas soviéticas en su contraofensiva contra los alemanes. Una situación totalmente contrastante con la proliferante represión y terror en la década de 1930 (14).

Otras sorpresa en el turbio manantial de la historia fue el Pacto de no agresión germano-soviético, firmado por los ministros de Relaciones Exteriores ruso, Moltov, y alemán, Ribbentrop, en agosto de 1939. La Alemania nazi y la ex Unión Soviética, al principio de la guerra se asociaron en la invasión y descomposición de Polonia, en la construcción de una zona de influencia sobre Letonia y Lituania y el avance territorial sobre Finlandia.

Producto de las purgas, los cuadros de mejores oficiales soviéticos habían sido asesinados. Por eso, la primera reacción ante el avance alemán fue lenta, confusa. Pero luego, la Madre rusa en la Gran Guerra patriótica contra el invasor alemán, soportó y venció en Stalingrado, en Leningrado, en la gran marea de un contraataque arrollador. En el empuje liberador, la cantidad de soldados y recursos soviéticos se convirtieron en cualidad indispensable, luego de que las puertas del infierno, en los cielos, los mares y la tierra se abrieron, definitivamente…

VI. Todas las puertas abiertas

Y las puertas del infierno, en los cielos, los mares y la tierra se abrieron, definitivamente, en septiembre de 1939. En su momento, la Alemania nazi se aprovechó del incendio del Reichstag o parlamento alemán para justificar la concentración del poder. Luego, apeló a una operación de falsa bandera, el ataque de una radio alemana en Danzig atribuida a los polacos y perpetrada por el propio nazismo para justificar su invasión a Polonia a través de una guerra relámpago.

Ante este hecho consumado, se activaron las alianzas y las declaraciones de guerra. Francia cayó pronto; Inglaterra fue hostigada desde las alturas; Japón atacó en Pearl Harbor luego del embargo petrolero que le impuso Estados Unidos; la Unión Soviética fue agredida por la filosa daga nazi; y surgieron los campos de exterminio, el genocidio; las muertes por doquier de los inocentes; la desesperación sin palabra; el cielo negro en la piel sangrante; el demócrata, el nazi alemán, el fascista italiano, el japonés, el soviético, ya se enzarzaban en la tempestad de la gran muerte; los humanos que mataban a su semejante en la tierra, en los cielos, en los mares…

Y en 1943, a Teherán, en la embajada de la URSS en Irán, llegaron los tres líderes. Stalin, Roosevelt, Churchill se reunieron por primera vez. Se acordó una nueva estrategia de guerra: abrir un nuevo frente en Europa occidental. Pero también se perfiló el nuevo orden posterior a los años del apocalipsis cotidiano. En Yalta, Crimea, febrero de 1945, se acordó la partición de Alemania, pero también la entrega de Europa del Este a Stalin como su esfera de influencia, lo que para el concepto geopolítico del líder de la URSS era un gema fundamental para su seguridad futura. Se acusó a los líderes occidentales de esta concesión que, en la práctica, enajenó la libertad de Hungría, Checoslovaquia, Polonia. A ninguno de estos países se los notificó de lo decidido; se habló de una “traición occidental”.

El 8 de mayo de 1945, Alemania se rindió de forma incondicional. En Potsdman, entre julio y agosto, se convino la des-nazificación y desmilitarización de Alemania, y la realización de los Juicios de Nuremberg. Y Japón aceptó la realidad tras las detonaciones atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Los vencedores le impusieron a Hirohito el Ningen sengen, la Declaración de Humanidad del emperador, es decir, declaró que era un mortal más y que no descendía de ninguna divinidad, o que él mismo no era un dios.

La alianza coyuntural de las democracias con la Unión soviética tuvo un alto costo: garantizar la seguridad soviética (según lo convenido en Yalta) posibilitó su expansionismo ideológico y territorial.

La nueva geopolítica de la posguerra se enfundó en lo bipolar: la colisión de Occidente y el bloque soviético, una consecuencia de lo acordado entre los aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Orden tenso entre las cosmovisiones que cancelaron temporalmente sus diferencias paradigmáticas para conjurar el peligro nazi.

Paradigmas diferentes que compartieron no solo una alianza sino también una impunidad construida sobre la perpetración de crímenes de guerra. Responsabilidad criminal omitida en los Juicios de Nuremberg, donde los soviéticos no fueron juzgados por la matanza de Kaytn y otras aberraciones (15), y los aliados occidentales no rindieron cuenta de sus excesos homicidas en los bombardeos de las ciudades alemanas como Dresde y Hamburgo, y de Tokio, carentes de valor estratégico militar, atestadas de civiles; responsabilidades silenciadas que oscurecieron los procesos de Nuremberg como genuina administración de justicia, distinta de la venganza. Su ejemplaridad ética así quedó empañada.

El orden bipolar puso en primer plano el enfrentamiento ideológico reprimido en la Segunda Guerra Mundial. Este conflicto no se cerró así completamente, al continuar no ya en el conflicto armado entre aliados y potencias del Eje, sino entre la OTAN y el Pacto de Varsovia. La oposición soviético occidental se canalizó en el tenso nuevo orden como la geopolítica emergente en la posguerra. La Guerra Fría entre esas fuerzas, y no una paz real, es lo que se perfiló luego del fin de las hostilidades. La confrontación entre el llamado mundo libre y el bloque soviético fue graficada en la “cortina de hierro” que anunció Churchill en un discurso en 1946: “De Stettin en el Báltico a Trieste en el Adriático, una cortina de hierro se ha abatido sobre el continente”.

Es sabido que el general Patton era partidario de seguir el tornado de la guerra desde Berlín hacia Moscú. Churchill pensaba algo parecido. Luego del supuesto fin de la Guerra Fría, la Federación Rusa se integró al capitalismo globalizado. Y antes, el poder soviético era gran amenaza para Occidente; pero luego de la disolución soviética, Obama habló de Rusia como una “potencia regional”. El temor ahora se invirtió. Luego de la globalización de la economía de mercado occidental, el nacionalismo ruso acaso temió ser infiltrado lentamente por los “corruptos” valores occidentales, y también por la democracia como alternativa a su autoritarismo anquilosado; de ahí su cada vez más exasperada retórica antioccidental, y quizá el deseo de recuperar no solo la extensión de la desaparecida Unión soviética, sino también reinventarse como efectiva y temida superpotencia, como cuando el extinguido poder soviético mantenía en vilo al mundo durante la Crisis de los misiles, en 1962.

Y en el lenguaje político oficial ruso, la apelación al nazismo, el máximo perfil siniestro de la Segunda Guerra, retornó con utilidad múltiple como una de las «justificaciones» de la invasión de Ucrania. Lo “nazi” pierde su sentido originario y verdadero, de supremacía racial y planificación del exterminio de un pueblo. Ahora es un modo de indicar a todo opositor político, y a la Ucrania a someter; y el uso descalificador de lo nazi es paralelo a la demonización de la OTAN y de lo occidental, sin más. La descalificación bajo el estigma de lo nazi moviliza también, a nivel interno, apoyo emocional por la repulsión que provoca.

La colisión de cosmovisiones entre Occidente y lo neo zarista soviético ruso es de futuro incierto. Pero señala a las claras la continuidad del conflicto congelado por la coyuntura de las alianzas en la Segunda Guerra Mundial, y que luego revive tras la disipación de una larga tregua.

Así, la “vieja” Segunda Guerra Mundial continúa como “tercera guerra mundial” bajo un cambio de concepto de guerra mundial, al menos hasta la fecha: ya no el enfrentamiento directo de todos los ejércitos, sino la colisión desde un modo indirecto, por “representación” o “sustitución”, guerra “proxy”. En el escenario o teatro de guerra ucraniano, de forma indirecta se enfrentan el armamento avanzado y la Inteligencia militar de Occidente y sus valores, contra la Rusia ansiosa por ser reconocida y temida, nuevamente, como superpotencia, y que busca en la alianza entre lo político y el cristianismo ortodoxo, su verdadero sustento o justificación. La Gran Rusia a construir está imbuida de la misión “divina” de salvar el espíritu de la “niebla disoluta y materialista” occidental. Mesianismo, liderazgo verticalista, apoyo de la religión cristiana ortodoxa, teología política, como el fundamento más hondo de la política exterior rusa. Su expansión no solo es necesaria para recrear la grandeza soviética añorada, sino también para cumplir un “designio superior”.

El enfrentamiento solo entendible desde las corrientes profundas del conflicto de cosmovisiones o mentalidades que continúa alimentando los viejos demonios de la Segunda Guerra Mundial, ahora con armas más sofisticadas, aviones no tripulados manejados por computadoras, y misiles hiperveloces indetectables.

Antes dijimos que Occidente, encabezado por Estados Unidos se enfrentó con Rusia en la guerra proxy ucraniana. Y, claro, esto parece cambiar con la inesperada política exterior de la administración Trump que genera la situación de un «surrealismo geopolítico», por el que asistimos a un Estados Unidos alineado con intereses neo-imperialistas de Putin, al punto de que el presidente norteamericano parece un alfil de las posiciones del Kremlin. Y la inopinada nueva alianza consiste en un nueva repartición de influencias como Ucrania como caso testigo: vía libre para los planes expansionistas de Rusia a nivel territorial, y puertas abiertas para la explotación económica norteamericana de los recursos mineros ucranianos. Dos imperios que, como en Postdman, acuerdan un nuevo dibujo de repartición de esferas de influencia, acuerdo implícito en el que Europa queda fuera de la ecuación. Por lo que no solo la OTAN queda debilitada sino la adhesión de Occidente cohesionado en favor de la primacía de valores democráticos ante regímenes autoritarios, carentes de libertad para la oposición política que es perseguida o silenciada como una anomalía a corregir.

Y mientras tanto, entre los nuevos aguijones de las tecnologías bélicas y de los impensados cambios geopolíticos, las puertas del infierno de este mundo, tiemblan y se abren, entre la lucha de los paradigmas, que masacran al humano y al animal, a los hogares de los recuerdos, a los autos con las familias que escapan y que mueren en el golpe de fuego. Todo quema los sueños, y todo se disuelve en ácido sin piedad, cuando la guerra como derecho de la defensa y como agresión de facto truenan, en los cielos, los mares y la tierra.

Citas:

(1) Sobre el antecedente de la democracia como sistema político en la Antigua Grecia es recomendable la obra del historiador británico de Historia Antigua de la Universidad de Oxford, Los orígenes de la democracia griega. El carácter de la política griega entre el 800 al 400 a.C, ed. Akal Universitaria.

(2) El Espíritu de las leyes (1748) (en francés De l’esprit des lois) originalmente De l’esprit des loix), de Montesquieu, es una obra de teoría política y derecho comparado escrita por el filósofo y ensayista ilustrado Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, y publicado en 1748. Aquí se piensa un orden de gobierno a través del modelo político inglés: la separación de poderes y la monarquía constitucional se las concebía como vehículos idóneos y necesarios parta confrontar con el despotismo.

(3) Situación parecida a la actual situación de Estados Unidos y Rusia decidiendo el futuro de territorio ucraniano, sin la participación de Ucrania.

(4) Ver Eric Hobsbawm, «La era de los extremos: El corto siglo XX (1914-1991)», Editorial Crítica, Barcelona, 1995, p. 109. 4

(5) Ver Renzo De Felice, Mussolini il fascista (1966), capítulo 3, «La dottrina del fascismo». Renzo De Felice es uno de los grandes historiadores respecto al fascismo italiano y la figura de Mussolini. Su obra Mussolini il fascista es esencial para la comprensión de la ideología y la práctica del fascismo en Italia.

(6) Gian Galeazzo Ciano (1903-1944), conocido también como conde Ciano, fue un político y aristócrata; yerno de Mussolini, ministro de Asuntos Exteriores del Reino de Italia entre 1936 y 1943. Uo de los artífices del Eje Roma-Berlín-Tokio, de las Potencias del Eje. De a poco, Ciano empezó a descreer del fascismo. En julio de 1943 votó a favor de la destitución de Mussolini. Luego de capturado fue juzgado por traición. El 11 de enero de 1944 se lo fusiló, de espaldas, por las presiones de su yerno y de la Alemania nazi.​​

(7) El historiador David Clay Large afirma sobre las Olímpíadas: «Las Olimpiadas de Berlín fueron una oportunidad perfecta para Hitler de presentar a Alemania como una nación pacífica y civilizada, y de demostrar que el Tercer Reich era un estado respetable y digno de ser admitido en la comunidad internacional. La propaganda nazi se esforzó por crear una imagen de una Alemania moderna, eficiente y amante del deporte, y las Olimpiadas fueron el escenario perfecto para esta representación, en David Clay Large, Nazi Games: The Olympics of 1936 (2007), capítulo 5, «The Nazi Olympics: A Study in Propaganda»

(8) El Programa de Eutanisia Aktion T4 es el nombre de un programa secreto de exterminio de los enfermos mentales y las personas con discapacidad, disfrazado de «eutanasia».​ Los asesinatos ocurrieron entre septiembre de 1939 hasta el final de la guerra en 1945; se estima que entre 275.000 y 300.000 personas fueron asesinadas en hospitales psiquiátricos en Alemania, Austria, la Polonia ocupada y el protectorado de Bohemia y Moravia. En el verano de 1941 en Alemania elevó su protesta obispo de Münster, Clemes von Galen, en el, según Richard J. Evans, «el movimiento de protesta más fuerte, más explícito y más extendido contra cualquier política desde el comienzo del Tercer Reich».​

(9) Eric Hobsbawm, «La era de los extremos: El corto siglo XX» (1994), capítulo 4: «La crisis del capitalismo».

(10) Timothy Mason, «Nazism, Fascism and the Working Class» (1995), capítulo 3: «The Nazi Seizure of Power». El historiador inglés Timothy Mason fue sin dudas uno de los más destacados miembros de una generación más tardía que la de los célebres historiadores marxistas británicos.

(11) Ian Kershaw, El mito de Hitler. Imagen y realidad en el Tercer Reich, ed. Crítica.

(12) Ver Akira Iriye, La guerra en Asia y el Pacífico, 1937-1945 (1987), capítulo 3, «La expansión japonesa en Asia». Akira Iriye, historiador japonés-estadounidense especializado en la historia de las relaciones internacionales en Asia y el Pacífico. Su obra La guerra en Asia y el Pacífico, 1937-1945 es importante para comprender la geopolítica japonesa durante la Segunda Guerra Mundial.

(13) Ver, por ejemplo, Robert Conquest, La gran terror: purgas y terror en la Unión Soviética (1968), capítulo 11, «La guerra y el stalinismo».

(14) Ver Vladimir Shlapentokh, «Soviet Intellectuals and Political Power: The Post-Stalin Era» (1990), capítulo 2: «La guerra y la intelligentsia».

4 comentarios en “Las cosmovisiones en conflicto en la (no terminada) Segunda Guerra Mundial 

      • Gracias, sí, sin duda lo es. Un oasis el conocimiento en este mundo actual tan complejo, fragmentado y cada vez más deshumanizado. Lo mejor de nuestra especie. Todavía, y con la esperanza de no perder lo mejor de nuestra esencia. 😊

        Saludos!

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