«La segunda fuerza», y D.H.Lawrence y la nostalgia del rito.

Por Esteban Ierardo.

Lago de Chapala, Jalisco, México, una de las regiones en las D.H.Lawrence se inspiró para su obra La serpiente emplumada y su concepción de la «segunda fuerza» (Foto Wikimedia)

En su tiempo, las tonalidades religiosas paganizantes y las apetencias místicas del escritor inglés D.H. Lawrence (1885-1930), no fueran comprendidas. Lo que más impactó fue El amante de Lady Chatterley, y su aparente «obscenidad pornográfica», su rechazo de la hipocresía de la sociedad victoriana, y de la sociedad moderna de la mecanización. En La serpiente emplumada, Lawrence escribe sobre la «segunda fuerza» desde el trasfondo cultural del México precolombino. El escritor, en un mismo camino, recupera la vía del erotismo, la potencia perdida de los ritos, y todo dentro de una filosofía que abraza un misticismo materialista.



I. Lo ritual perdido



  El mundo antiguo tenía una dimensión ritual de la vida. Los ritos generaban un efecto psicológico, renovaban la existencia, suponían un ir más allá. Los ritos eran el salto hacia lo distinto de lo cotidiano, la capacidad para salir de lo habitual y rozar algo trascendente.

 La modernidad perdió la salud del rito. El sujeto moderno no sale de su tiempo histórico y cotidiano habitual; el sujeto moderno vive dentro de sus fortalezas-refugio: el Estado, el mercado, la ley, el mundo digital y algorítmico. La cultura sin el rito en su sentido más profundo y antiguo queda encerrada en su orden rutinario y repetido.

  Nietzsche percibió con claridad este proceso en El nacimiento de la tragedia. El hombre moderno es el alejandrino, el erudito que encapsula el pasado en catálogos documentales o reconstrucciones conceptuales o informativas del ayer; es el sujeto de la abstracción del Estado o de la razón, protector de la idea lógica sin contradicción, y sin apertura a lo sensible. El sujeto moderno carece del mito en el sentido arcaico. Es decir: de una narración que evoque un gran poder creador que le permita al hombre renovarse periódicamente, ir más allá, y rozar una eternidad creadora.

  El sujeto de la modernidad queda así atrapado dentro de sus producciones artificiales; de sus nuevas teorías científicas, o sus logros tecnológicos o modificaciones urbanísticas. Y es viejo, profundamente viejo, por su incapacidad para re-novarse, para volver a re-nacer o re-juvenecer.  

  Esa fuerza renovadora, perdida y antigua del rito, es deseada por muchos artistas modernos y pensadores, como Nietzsche, recién mencionado, o Artaud, Bataille, o también, a su manera, por Henry Miller. O D.H. Lawrence. En su caso, la búsqueda de lo ritual extinguido es a través de su escritura en El amante de Lady Chatterley, o La serpiente emplumada


II. Las dos formas


  La potencia ritual como salto hacia una vitalidad renovada asume en D.H.Lawrence, como veremos, dos formas especiales y nítidas: la sacralización del sexo y un ritualismo de raíz mitológica.

  La escritura de D.H. Lawrence rueda sobre insignias que se repiten: la sublevación contra la represión sexual, el repudio de la sociedad de la mecanización y el racionalismo. También el escritor escudriña recurrentemente las diferencias entre el deseo masculino y el femenino. Las estelas de D.H.Lawrence deben ser pensadas inevitablemente en los límites de su época. En su tiempo, sus inmersiones en el placer sexual de El amante de Lady Chatterley generaron escándalo. Hoy, provoca sorpresa su mística del contacto carnal (que contrasta con el realismo áspero en la descripción del sexo, en un Bukowski por ejemplo); y también llama la atención su reclamo de integrar, en una misma gema ardiente, en un solo acto, el deleite sensual y una experiencia de trascendencia estética y religiosa. 

   En la búsqueda de una sensualidad convertida en erotismo trascedente, a D.H.Lawrence lo precede lo pagano antiguo. Entre las fragancias de Astarté o Venus, la sensualidad se desata hasta alcanzar un eros de amplitud cosmológica. En Oriente, el maithuna tántrico, por ejemplo, propone la transmutación de la escena sexual en dimensión ritual. La sacralizacion de lo sexual que se trasmuta y eleva a experiencia religiosa.

El escritor inglés nace en Eastwood, antigua ciudad minera del carbón, en Nottinghamshire. Al crecer su corazón, su mano escritora rodea con letras los fuegos de lo erótico, y asegura que el eros potenciado se une con los elementos, y que es parte del sol o la tierra. Hijo de un minero, a Lawrence lo atrae el animismo, la mística de la unidad, el vuelo religioso del eros. Para él, las fuerzas interiores de la vida no se encarcelan en un espíritu abstracto, sino que nos devuelven a la presencia física y sensorial de las cosas.

Lawrence no elude la formación universitaria. Se gradúa en la University College de Nottingham; y enseñará en la Davidson School de Croydon. En su eclipse, su cuerpo, que padece tuberculosis, lo invitará, finalmente, a la aventura de la muerte en 1930. En 1914, una baronesa, Emma Maria Frieda Joanna, lo elige en lugar de su marido e hijos. Y lo acompañará en una vida errante, nómada. Muchas latitudes, distintos paisajes y ciudades. Durante su devenir viajero, lo seducirá la experiencia indígena y mexicana del universo abrasado por dioses y fuerzas secretas, por ritos e invocaciones de una gran fuerza. Un ritualismo de raíz mitológica.



III. La serpiente emplumada y la segunda fuerza


  En 1928, Lawrence imagina las citas furtivas entre Connie, una aristócrata, y un guardabosque. La vívida descripción poética de los encuentros sexuales horroriza a su época de mojigatería victoriana. Durante largo tiempo la obra es censurada y relegada a la condición de obscenidad pornográfica. Su apología de la libre sexualidad le depara defensores y detractores. Pero el efecto estimulante de una emancipación sexual que asoma en los años veinte lejos se halla de los deseos de Lawrence de una poética erótica: «Del temor al cuerpo y su negación, la juventud progresista se pasa al extremo contrario, y lo trata como una especie de juguete» (1).

  En sus novelas The Rainbow (1915) o Women in love (1920) se expresa el interés lawrenciano por el matrimonio y sus conflictos, la tensión entre el hombre y la mujer, y sus lazos precarios que fluctúan entre el amor y frialdad. Una situación que Lawrence denomina love in action.

  La valoración de la sensualidad del cuerpo puede ocultar la reducción del sexo a repetición mecánica, sin un asombro poético ante el encuentro de los cuerpos desnudos. Por eso, Lawrence no deja de advertir que la sexualidad que emerge en sus escritos no es promoción de un libertinaje mecánico. Por el contrario, el sexo verdadero es eros.

Y lo erótico sólo nace desde la emoción de una experiencia ritual. Y lo ritual aparece con claridad en el momento acaso máximo de la literatura del escritor inglés: la novela la La serpiente emplumada (1926).

La fuente primera de este libro son sus años de residencia, entre 1922 y 1925, en Taos, Estado de Nuevo México, y en el centro de México, en la región de Jalisco, cerca del lago Chapala. En su nivel argumental, la narración se construye sobre una triangularidad de personajes: Ramón, Cipriano y Kate. Kate es una mujer irlandesa que se interna en el México ancestral en busca de una renovación profunda, de una alquimia personal que le revele el secreto de su feminidad. Ramón y Cipriano viven en el México de la guerra civil, de la confrontación entre la cultura rural, más próxima a las tradiciones antiquísimas, y los poderes concentrados políticos y económicos de la ciudad y el Estado desigualitario. Dentro del clima bélico, Ramón y Cipriano vuelven al hontanar de la mística indígena.

  Como muchos otros espíritus religiosos en la historia, Ramón cree en un sólo dios. «El misterio final es único. Pero las manifestaciones son múltiples», afirma. La fuerza divina crea y anima el mundo de las variedades de formas y animales, de hombres y elementos. En la historia, el humano ensaya su interpretación de la vida como misterio desde distintos credos, lenguajes, costumbres o liturgias. El campanario enigmático es uno solo. Pero las culturas distintas producen campanadas distintas. Sin embargo, tras las diferentes vibraciones se esconde una sola música.

  Cipriano continúa la doctrina de Ramón. Busca la armonía entre los contrarios. Los contrarios representados por dos divinidades: Quetzacóatl y Huitzilopochtli.

Quetzacóatl es la serpiente emplumada, es el cielo azul, la tierra y las lluvias. Ramón reclama para sí la invocación de esta divinidad (2). Y Cipriano se entusiasma con su identificación esencial con el rojo Huitzilopochtli, dios guerrero, solar (3), cuya puerta secreta, al abrirse, entrega un tesoro olvidado: el saber de la segunda fuerza. «¿Por qué soy yo el general y vosotros, los soldados?», pregunta. La superioridad del comandante sobre sus subordinados nace del conocimiento de la segunda fuerza, que late como sol secreto detrás de la roja visibilidad de Huitzilopochtli. Cipriano es quien manda, y no quien obedece:

   «Porque he descubierto ‘la otra fuerza’.

   Existen dos fuerzas; la fuerza de los bueyes y de las mulas y del hierro, de las máquinas y de los cañones y de los hombres que no pueden alcanzar la segunda fuerza.

   Pero hay una segunda fuerza. Esa es la que necesitáis vosotros. Y lo podéis conseguir aunque seáis pequeños o grandes. Es la fuerza que viene detrás del sol. Y la podéis sacar de aquí -se golpeaba el pecho- y de aquí -se golpeaba el vientre-, y de aquí – se golpeaba las caderas-. Es la fuerza que viene detrás del sol» (4).

  La cultura europea subyuga a la América indígena por el robo de la segunda fuerza. Los gringos le han arrebato al indígena la segunda fuerza. La robaron mediante astucia y lucidez. Tomaron los secretos del aire y el agua e inventaron el telégrafo, la radio y los barcos; arrebataron los secretos de los metales, como el hierro, y crearon las máquinas, los trenes, los cañones. Su dominio sólo secundariamente es político-económico y militar. Su dominio es primero supremacía espiritual. Por eso, la lucha contra el gringo del materialismo burgués expoliador y sus lacayos vernáculos no puede dirimirse sólo por las armas. La victoria exterior y militar del indígena nativo o del mestizo no permitirá, por sí sola, un renacer espiritual, una recuperada apertura a lo que vive detrás del sol. Por eso, Cipriano celebra una novedad más importante que una victoria de las armas: «Hemos descubierto el sol secreto que se oculta detrás del sol».

«Sol» (1909-1911), de Edvard Munch

El calor de ese sol es vivido mediante una disciplina interior, que no es, por tanto, lo impuesto de forma externa y coactiva. La disciplina que obra por dentro sabe que la verdad no es un concepto o un dogma, sino un grado más alto de potencia vital. Las danzas ayudan a disciplinar la vitalidad más alta. Cipriano recuerda entonces el poder renovador de la identidad espiritual y la esperanza de los pueblos indígenas del norte durante su guerra con el ejército norteamericano. Recuerda el ghost dance religion (5). Pero más le atrae cultivar la disciplina por las danzas ancestrales: la danza del escudo, de la espada, del cuchillo, de la emboscada y la sorpresa. Cuando el cuerpo danza entre la invocación religiosa de los viejos dioses, surge la fortaleza espiritual y corporal

  «Danzan para aumentar su dominio sobre las fuerzas vivas y potenciales de la tierra, y estas danzas exigen una contemplación intensa y una enorme resistencia» (6).

  Y cuando el Cipriano danzante esté preparado liderará la guerra no como acto de estrategia racional. Cuando tengan la disciplina suficiente, Cipriano y los suyos no atacarán en una línea frontal tradicional. No será ya la guerra de la evaluación lógica perfeccionada por los estrategas europeos: por Alejandro, los espartanos o romanos, o Napoleón. Lo que atacará no será ya un ejército guiado por una racionalidad estratégica, sino por una fuerza misteriosa, versátil y omnipresente: «…atacaremos cuando llegue la hora en mil puntos distintos» (7).

IV. Volver al rito

Busto en piedra de Quetzalcóatl, abundantemente repetido en el templo de Teotihuacan (Wikipedia) 

Pero la fuerza combativa que viene de la segunda fuerza necesita de algo más. Necesita que el aliento humano se confunda plenamente con el dios guerrero, con Huitzilopochtli. Cipriano debe devenir Huitzilopochtli. Para traer su fuego y firmeza a la tierra. Pero la fortaleza del guerrero místico, del guerrero-dios, no es fuerza corporal, potencia bruta de ataque o embestida. Es primero la vehemencia que nace del ser profundo, por una experiencia religiosa que sólo dona el rito.

  El rito que comparten y consuman Ramón y Cipriano en una habitación…

  Ramón tapa los ojos de Cipriano. Privado de la grata luz solar que aclara y orienta en el día, Cipriano desciende a una «oscuridad viva». Ramón entonces coloca sus manos sobre su pecho y sus omoplatos. Y oscurece así su corazón. Criaturas nocturnas inoculan la noche dentro del órgano palpitante. El sueño más profundo abre sus alas. Ramón después ata los brazos de Cipriano a su cintura con un cinturón de piel. Entonces, «su cabeza se fundía en las tinieblas como una perla en vinagre…»

  Y Ramón extiende una piel de león dentro de la oscuridad de la habitación. Recuesta a Cipriano sobre la pelambre leonina, lo cubre con un sarape rojo y negro. Coloca sus pies en su vientre. Y…

  «Entonces los dos hombres quedaron en la más absoluta inconciencia. Cipriano perdido, en el seno de la creación imperturbable, Ramón en un sueño de muerte» (8).

  El rito es puente hacia el centro de la fuerza espiritual. Pero nadie salta al otro lado con el peso de la personalidad pequeña y pesada, con el yo de la identidad humana corriente. En la «absoluta inconciencia» Cipriano se disuelve en la fuerza otra, en el sol de Huitzilopochtli oculto. El sueño de muerte es muerte del yo anterior, el de la conciencia limitada. Muerte aquí es renacer en las fuerzas recuperadas de Huitzilopochtli y Quetzalcóatl. Y para nadar hacia el otro lado es necesaria la mediación del cuerpo, el acercarse a lo oscuro que ilumina por los ojos cerrados, el corazón y el vientre. 

  Y antes del alba, Ramón y Cipriano despiertan. Ambos nadan hasta la salida del sol. La aparición del astro solar es la salida de lo oscuro, luego de haber explorado sus secretos. Cipriano asegura entonces haber ido muy lejos. «¿Hasta donde no existe el más allá?», pregunta Ramón. «Sí, hasta allá…»

  La puerta del rito se ha abierto. 

V. Donde no hay ruido

Huitzilopochtli, la principal divinidad de los mexicas, vinculada al sol (Pintarest)


  Y Cipriano preside otra reunión ritual en el patio de una iglesia, en la noche. Viste con su sarpe rojo y tres plumas verdes que se mecen, rectas y colgantes, en su frente. Con sus servidores, miembros de la guardia del dios del sol rojo, practica sus danzas, mientras el pueblo indígena contempla en silencio reverencial y expectante. Comienzan los cánticos al dios Huitzilopochtli. El cantar devocional es parte del salto ritual hacia la entraña poderosa de la deidad. Por eso ahora «la hierba busca con sus raíces el otro sol». El sol del fundamento abismal, más allá de los dogmas de los sacerdotes, o las especulaciones filosóficas. El sol secreto de la fuerza vital, que diviniza la materia. Para vivir ese manantial, el hombre debe ser algo más que hombre.

  «El hombre que es verdaderamente hombre es más que un hombre.

   Ningún hombre es hombre hasta que no es super hombre.

   Hasta que no posee la fuerza

   que no depende de él» (9). 

  Huitzilopochtli y Quetzalcóatl se unen, y entre sus dedos nace «una brizna de hierba verde».

Y Cipriano, virtual hierofante, lidera el teatro ritual. Y unos prisioneros esperan su destino. Pero dentro del rito, su condición no es sólo la de traidores, la de individuos caídos en desgracia. Su presencia en la noche de los cantos del sol rojo es parte de una identificación con un rol arquetípico. Cada prisionero acusado de traición es un can gris. Los canes grises son taimados, aparentan fidelidad, sonríen o prometen; pero detrás de sus sonrisas, conspiran, atentan, traicionan, matan; son ladrones o «asesinos de sueños», como Macbeth. Viven entre las cenizas. Son la muerte. Pero si están frente a la encarnación de Huitzilopochtli, si tiemblan dentro de la noche de los cánticos y las danzas, entre las cuerdas de seda del rito, es porque la muerte física que se desea para ellos no es la de una mera ejecución. El traidor es un modelo mítico. Por eso, su muerte como sacrificio ritual no es violencia criminal, no es mero acto de exterminio. Deben morir con la expectativa de la redención. Por eso los guías de la acción ritual, Cipriano (Huitzilopochtli), Ramón (Quetzalcóatl), los exhortan a convertir sus muertes en acto de alquimia ritual, en una última y aliviadora trasformación…

  «Vosotras tres, almas, haced las paces con el sol, con los vientos, y con el agua del cielo, y partid animosas rodeadas del aliento de Quetzalcóatl para que que os guarde. No temáis, no retrocedáis, no abandonéis nada; llegad al fin del viaje más largo y dejad que el manantial lave vuestros cuerpos. Y todos serán renovados» (10).

Al llegar la muerte deben viajar más allá de la Estrella de la Mañana. Cuando se abre la gran puerta el aliento se religa con la fuente. El abismo no puede ser medido. Y, al final, los hombres se tapan los ojos ante lo invisible. Porque al fin…

  «Todos los hombres se pierden en silencio.

   Dentro de lo sin ruido»
(11).


  VI. De La serpiente empluma, al El amante de Lady Chatterley, y de vuelta al rito



  La serpiente empluma y la segunda fuerza es una inmersión en lo más profundo, en un sol secreto, a través de un camino ritual que el escritor imagina desde un trasfondo espiritual indígena precolombino. Solo aspira a las potencialidades más místicas de ese camino. No advierte los aspectos en los que la apelación a ritos y mitos era parte también de una justificación sacerdotal del poder de la elite azteca sobre su propio pueblo, y otros, mediante la guerra florida y los sacrificios humanos.

En su recreación novelesca de Ramón y Cipriano, movidos por lo ritual mesoamericano perdido, deja entrever que la segunda fuerza no es solo lo que se descubre por lo místico ritual indígena sino también por la transformación de las fuerzas naturales en tecnología por el hombre moderno que, por eso, y no por la potencia militar, se impuso sobre el resto.

Imaginar la recuperación del rito en un ambiente inspirado en el México antiguo es solidario con el deprecio por lo convencional, lo reprimido y mecanizado de la propia cultura del escritor. La serpiente emplumada, así, puede devolvernos a El amante de Lady Chatterley.

  En El amante de Lady Chatterley, Lawrence libera su repudio a la hipocresía, y a la represión del instinto por la sociedad industrializada.

  Connie Chatterley recibe una educación temerosa del sexo. Clifford, su esposo, es paralítico, e impotente por heridas de guerra. Es frío, cerebral. Un individuo que provoca en su cónyuge, y en la señora Wolton, su médica, un íntimo desprecio.

  Connie se adentra en el bosque. Se encuentra con Oliver Mellors, criado y guardabosque, que arrastra la marca de un matrimonio fracasado, de la misoginia y el desprecio por la sociedad. Pero no es un cauce seco. Derrama ternura y amor por la joven aristócrata, aún ignorante de los deleites de Venus.

  La relación Connie/Mellors es la de la sexualidad como goce realizado, no como mera imposición de una demanda biológica. Connie, la mujer de la sofisticación, recupera la potencia erótica por el contacto con lo primitivo encarnado en Mellors (un Mellors con afinidades con el hombre salvaje que también enciende la embriaguez femenina en The virgen and the Gipsy (1930)).

  El vuelo hacia el eros es fusión con el centro vital de la mujer, y de la vida liberada que fluye por ella:

  «…Connie hizo surgir en el hombre un deseo infinito, y él tenía la impresión de que toda su sangre ardía de intenso y tierno deseo, deseo de Connie, de su suavidad, de su penetrante belleza, allí, en sus brazos, inundando su sangre. Y, delicadamente, con aquella maravillosa caricia desmayada de su mano, en un deseo puro y suave, el hombre acarició con delicadeza la sedosa ladera de las caderas de Connie, hacia abajo, hacia abajo, entre sus suaves y cálidas nalgas, acercándose más y más a su verdadero centro vital» (12).

  Y la mujer sólo descubre su rostro más fresco al unirse con el secreto de lo masculino. Sólo así nace la mujer, y emerge de aguas quietas y olvidadas…

  «…Connie se puso en movimiento, y ella era un océano que movía en oleadas su oscura y ciega masa. Y, abajo, en lo más profundo de sus entrañas, las profundidades se agitaron y en oleadas se distanciaron, en largas olas que viajaban hasta muy lejos, en el centro de Connie, y las profundidades se separaban y se alejaban del centro de la suave inmersión, y más hondo, y Connie quedaba más y más y más al descubierto, y las grandes oleadas en su interior se alejaban hacia una ignota playa, dejándole al descubierto, y más y más cerca penetraba aquella palpable realidad desconocida, y más y más lejos desaparecían las oleadas de Connie, alejándose de ella, dejándola sola, hasta que de repente, en una suave y temblorosa convulsión, el vivo núcleo de todo su plasma sintió el contacto, Connie misma sintió el contacto, hasta ella llegó la consumación, y Connie partió, se fue, desapareció. Se fue. No estaba, había nacido, era una mujer» (13).

  Y en un diálogo con Clifford, Connie desnuda su adhesión a la superioridad de lo corpóreo:

  «Prefiero el cuerpo. Creo que la vida del cuerpo es una realidad más grande que la vida de la mente, si el cuerpo está verdaderamente abierto a la vida. Pero hay mucha gente…que sólo tiene la mente pegada a cadáveres físicos.

  «Clifford la miró atónito.

  «-Pero la vida del cuerpo -dijo- es la vida de los animales.

  «-Y la vida de los animales es mejor que la vida de los cadáveres profesionales
. Pero no, no es verdad. El cuerpo humano está empezando a llegar ahora a la vida real. Con los griegos, el cuerpo tuvo un buen momento, estuvo vivo y llameante; luego, Platón y Aristóteles lo mataron, y Cristo lo remató. Pero ahora el cuerpo está volviendo realmente a la vida. Está levantándose de su tumba. Y la vida del cuerpo humano será una vida maravillosa, maravillosa, en un universo maravilloso» (14).

La Connie que imagina Lawrence hace consciente una historia filosófica del cuerpo. Asume la huella de desvalorización de lo corporal en la Grecia antigua, por la vía platónica principalmente. El cristianismo continuó el desprestigio de lo corporal. Connie reacciona ante el largo proceso cultural del divorcio cuerpo-mente, el divorcio de la vida de lo sensorial, lo que explica los «cadáveres profesionales».

  La recuperación del cuerpo, por la sensualidad devenida erotismo debe ser entendida así no solo como reivindicación del placer, sino como avivamiento de la experiencia. En La Mujer que se fue a caballo (1928), una mujer cabalga hacia los indios. Sus sentidos entonces se aguzan. Su cuerpo no es ya un «cadáver físico». Ahora puede oír «el sonido de las flores nocturnas al abrirse», y «el imponente ruido de la tierra al girar, al salir disparada en su viaje como una flecha, el bramar del aire y la vibración de la cuerda que la lanzó» (15).

  El goce erótico es, entonces, algo más que placer pasajero si es parte de una trasformación total de la experiencia, de un tipo particular de sensibilidad, donde por el contacto sensible el sujeto se confunde con fuerzas que superan los límites de los cuerpos. Y experimentar las fuerzas vitales del mundo natural, las presencias de los elementos o la variedad de los animales, nace de un acto de empatía. Huxley comprendió esta característica de la sensibilidad de D. H. Lawrence. Un rasgo típico del mundo animista. Y arcaico. Que resurge en el artista religioso. En su introducción a Letters of D.H. Lawrence, Huxley manifiesta:

  «…parecía como si mirase las cosas con los ojos de un hombre que ha pisado el umbral de la muerte y al que se le ha revelado, al salir de la oscuridad, el mundo inefablemente bello y misterioso…Parecía conocer por experiencia propia lo que significaba ser un árbol o una margarita, una ola que rompe sobre los farallones o incluso la misteriosa luna. Podía entrar en el cuerpo de un animal y describir convincentemente, con todo detalle, lo que sentía y lo que pensaba, sorda, no humanamente» (16).

  Un arquetípico sentimiento de participación mística. Una tendencia a la compenetración con las formas vivas. Un deseo realizado, en parte al menos, en el artista de la empatía universal; un deseo de pertenencia a las fuerzas naturales que la ciencia clásica fosiliza y convierte en objetos inanimados. Como el sol, antes sagrado, y ahora sólo una masa gaseosa destinada a un estudio de sus propiedades físico-químicas. Pero para el misticismo materialista de Lawrence el sol es aún motivo de otro tipo de presencia:

  «Lo que el hombre ansía más apasionadamente es su totalidad viva y su armonía viva, no la salvación individual de su alma. Soy una parte del sol, al igual que el ojo es una parte de mí mismo. Que soy un trozo de tierra, lo saben mis pies, y mi sangre es un trozo de mar»  (17).

 La espiritualidad como un saberse parte de la extendida materia de la tierra, del mar, de los animales. Lo espiritual y lo material confundidos. Un panteísmo. Pero lo panteísta en Lawrence no es construcción intelectual, que repudia, sino vivencia real. Como Whitman, busca el yo expandido, el individuo universalizado:

  «Lo que busca no es la extinción del individuo -y mucho menos por un aparato estatal-, sino su expansión; arrojar el lastre de lo individual y entrar en un espacio más allá de lo personal. En una palabra: es de naturaleza religiosa» (18).

  Religarse con las fibras vibrantes del mundo es acción de naturaleza religiosa. En la sensibilidad arcaica, la piel aún no refugiada dentro del pensamiento abstracto, se humedece todavía con los rocíos del cielo, con la cercanía de la tierra desnuda. El cuerpo sensible se asombra o conmociona dentro de las fuerzas de la naturaleza. El hombre antiguo no evita confundirse con las cuerdas de la vida distinta a su rostro. Para él, sentirse parte de un rayo de luna o un árbol que crece, es casi tan espontáneo como la inhalación y la expiración. Y Robert Graves y Nietzsche lo comprendieron con claridad: cierto tipo de artista moderno (acaso el más poderoso) es una supervivencia de esa sensibilidad arcaica. El artista es un ser de fusiones; pero la urbanidad del hombre moderno, con su segunda piel de cemento y asfalto, aleja de las fuerzas de los vientos y las aguas.

  El artista es religioso, como lo asegura Lawrence: One has to be so terribly religious to be an artist. El artista no es religioso si participa de alguna teología o una religión institucional. Es religioso porque vive en el misterio de la materia viviente y, al continuar la sensibilidad antigua, se zambulle en el mundo físico como un gran cuerpo vivo. Y lo religioso es, en palabras de Ramón, un penetrar en la «ostra del cosmos», para atraer hacia sí la perla más rica de una percepción que se amplía:

  «Tenemos que abrir la ostra del cosmos y sacar de ella nuestra humanidad. Mientras no hayamos arrancado la perla sólo seremos flotadores en la superficie del océano» (19).

  El rito es parte de un abrirse (que nunca se completa, que nunca puede completarse) de la «ostra del cosmos». 

  Del rito brotan los actos especiales que profundizan la cercanía y el encuentro entre el cuerpo (el cuerpo de Connie o Mellors, o del propio artista Lawrence que imagina otros cuerpos incendiados) y el eros; o entre la conciencia y la fuerza secreta que donan algunos dioses (Huitzilopochtli o Quetzalcóatl, o cualquier otro) que se esconden entre los mitos.

  Y por el rito se acerca la criatura religiosa a la segunda fuerza.

  La fuente misteriosa de las cascadas.

La imagen muestra la residencia de D. H. Lawrence en Nuevo México, durante dos años en la década de 1920.  El rancho, de 160 acres, está ubicado a unas 20 millas al norte de Taos, Nuevo México, y fue donado a Lawrence y su esposa Frieda por Mabel Dodge Luhan en 1924.  Actualmente, es propiedad de la Universidad de Nuevo México. 


Citas: 

(1) Citado en Gunter Blocker, «D. H. Lawrence», en Líneas y perfiles de la literatura moderna, Madrid, ed. Guarrama.

(2) D.H. Lawrence se nutre de la cosmovisión mitológica azteca. Esto supone que en su elaboración novelesca pululan instancias de continuidad entre el espíritu religioso mesoamericano y senderos de libre distanciamiento ficcional de esta fuente. Las figuras de los dioses Quetzacóatl y Huitzilopchtli son básicamente trasmutadas por la imaginación del escritor en pos de una renacida espiritualidad de participación del hombre en una gran fuerza cosmológica, o segunda fuerza. Para una aproximación al simbolismo histórico más estricto de estos dioses puede consultarte: Laurette Sejourne, Religión y pensamiento en el México Antiguo, México, F. C. E.  

(3) Además de la obra arriba mencionada, sobre el dios Huitzilopochtli, puede consultarse: «Huitzilopochtli: el dios iracundo», en David Carrasco, «Ciudades y símbolos. Las antiguas religiones centroamericanas», en Historia de las ideas y creencias religiosas, compilado por Mircea Eliade, Barcelona, Herder, 1991.

(4) D. H. Lawrence, La serpiente emplumada, Buenos Aires, ed. Losada, p. 469 (trad. Carmen Gallardo de Mesa). 

(5) «La ghost dance religion profetizaba la proximidad de la regeneración universal: entonces todos los indios, los muertos y los vivos, serán llamados a vivir en una tierra regenerada; llegarán a esta tierra paradisíaca volando por los aires con la ayuda de plumas mágicas. (…) Pero el asombroso éxito popular de la ghost dance religion se debía a la simplicidad de su técnica mística. Para preparar la llegada del Salvador de la raza, los miembros de la cofradía danzaban durante cuatro o cinco días consecutivos, y caían así en trances durante los cuales veían a los muertos y conversaban con ellos. Se danzaba en corro alrededor de las hogueras y se cantaba, pero sin acompañamiento de tambor. El apóstol confirmaba a los nuevos sacerdotes dándoles una pluma de águila durante la danza. Y le bastaba tocar con una de esas plumas a un danzarín, para que éste cayera inanimado: permanecía largo tiempo, así, mientras que su alma se hallaba con los muertos y conversaba con ellos», en Mircea Eliade, El chamanisno y las técnicas arcaicas del éxtasis, México, F.C.E, pp.258-59.

(6) D. H. Lawrence, La serpiente emplumada, op. cit., p. 474. A nivel universal, la danza es acto ritual de aproximación a los antepasados o a los dioses. En el caso particular de la cultura mesoamericana, de los mayas: «El arte y la danza de los antiguos mayas comparten temas similares, pero, en el reino de la danza, los mayas pueden combinar la dinámica de los espectáculos con la transformación mística de los seres humanos en seres sobrenaturales, por medio del trance visionario», en David Freidel, Linda Schele, Joy Parker, El cosmos maya, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 257.  

(7) D. H. Lawrence, La serpiente emplumada, op. cit., p.472.

(8) Ibid., p. 477.

(9) Ibid, p. 486.

(10) Ibid, p. 495.

(11) Ibid, p.498.

(12) D.H. Lawrence, El amante de Lady Chatterley, Buenos Aires, Longseller, 2002 p. 227 (trad. Haydée n. Fryn).

(13) Ibid., p. 228.

(14) Ibid, p. 312.

(15) Citado en Gunter Blocker, «D. H. Lawrence», en Líneas y perfiles, op. cit., p. 186.

(16) Citado en ibid., p. 187.

(17) Ibid., p.188.

(18) Ibid., p.189.

(19) D. H. Lawrence, La serpiente emplumada, op. cit., p. 247.

Portada de la primera edición de La serpiente emplumada de D.H.Lawrence, en inglés.

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