El tambor de Shiloh

Por Ray Bradbury

El autor del Hombre ilustrado en ilustración de David Hartman

Bradbury es expansión al espacio, propagación de la mente por un pensar imaginativo. Su lectura es fuente de placer incesante, y de sorpresas como «El tambor de Shiloh», su relato que presentamos aquí en forma integral, perteneciente a su volumen de cuentos Las maquinarias de la alegría (1964).

Bradbury es la escritura que fluye como corriente de imágenes; la literatura que es cine y poesía y sugerencia de lo que siempre supera el horizonte. La visión habitual es situarlo en la latitud donde se entremezclan literatura fantástica y ciencia ficción, plasticidad narrativa y una crítica cultural indirecta, en obras como Crónicas marcianas, El hombre ilustrado, Fahrenheit 451, o Las doradas manzanas del sol. La creación literaria que, al imaginar Marte, implica y postula la Tierra y sus conflictos y veleidades.

Pero Bradbury es también explorador del alma entre las vetas de la historia y el arte. «El tambor de Shiloh» pertenece a su volumen de cuentos Las maquinarias de la alegría. Su referencia inmediata es la antesala de una batalla en la guerra civil norteamericana, en el siglo XIX. Su personaje central es un joven que debe asumir su destino de cargar con el tambor entre el infierno de las balas, el golpe metálico de los cañones y la desesperada resignación a ser engullidos por la muerte de multitud de jóvenes atrapados por el engranaje letal de la guerra. Pero, más allá, quizá, el escritor sugiere el poder del ritmo del tambor, derivado de la música, para enfrentar lo más espantoso, para sostenerse entre la tormenta, y para aspirar a sobrevivir y ser de nuevo en la hierba y la paz mientras «los capullos de duraznos caían sobre el tambor».

Sobre Joby, el muchacho del tambor, recae la responsabilidad de ser «el corazón del ejército». Pero el sonido, el ritmo y su efecto, no solo se expanden para que los hombres no pierdan el coraje y para que sientan menos las heridas. En el ritmo musical, firme, continuo, anida también la fuerza que desafía la muerte violenta; lo rítmico de la voluntad de vivir que quiere recibir la nueva luz de las mañanas hasta cuando sea posible.

E. I

El tambor de Shiloh (*)

Por Ray Bradbury

En la noche  de abril, más de una vez, los capullos caían de los árboles de la huerta y  golpeaban apenas la piel del tambor. A medianoche un durazno endurecido que había quedado milagrosamente en una rama todo el invierno, fue rozado por un pájaro, cayó rápido e invisible, golpeó una vez, como un pánico,  y el niño se sobresaltó, incorporándose. Escuchó en el silencio el sonido de su corazón que se alejaba en un redoble, al fin se le iba de los oídos y se le instalaba otra vez en el pecho.

Luego, el niño volcó el tambor de costado, de modo que la redonda cara lunar lo miraba de frente cada vez que él le abría los ojos.

La cara del niño, alerta o en descanso, era solemne. Era en verdad un tiempo solemne, y una noche solemne para un muchacho que acababa de cumplir catorce años y estaba ahora en el campo de duraznos cerca del Arroyo del Búho no lejos de la iglesia de Shiloh.

 Treinta un, y treinta dos…treinta tres. Ya no veía nada, y dejó de contar. Más allá de las treinta y tres sombras familiares, cuarenta mil hombres, agotados por una nerviosa expectación, incapaces de dormir a causa de unos románticos sueños de batallas todavía no libradas, yacían desordenados tendidos de costado y vestidos de uniforme. Dos kilómetros más lejos, otro ejército estaba esparcido aquí y allá, volviéndose lentamente, unidos por el pensamiento de lo que harían cuando llegara la hora: un salto. un aullido, una estrategia que era un arrojo ciego, una protección y una bendición propias de una juventud inexperimentada.

De cuando en cuando el niño oía la llegada de un viento vasto que movía apenas el aire. Pero el niño sabía qué era eso: el ejército aquí, el ejército allá, susurrándose a sí mismo en la sombra.

Algunos hombres hablaban con otros, otros murmuraban entre dientes, y todos parecía tranquilos como si un elemento natural subiera del sur o del norte con el movimiento de la tierra hacia el alba.

El niño solo podía adivinar lo que los hombres murmuraban, y lo que él adivinaba que era esto: yo, soy el único, soy el único entre todos que no van a morir. Saldré con vida. Iré a casa. Tocará la banda. Y estaré allí para oírla.

Sí. Pensó el muchacho, estaba bien para ellos, tanto pueden dar como recibir.

Pues junto a los huesos tendidos de los hombres jóvenes, cosechados de noche y agavillados alrededor de ls hogueras, estaban los huesos de acero de los rifles, esparcidos de un modo semejante, las bayonetas clavadas como relámpagos eternos, perdidos en la hierba de la huerta.

Yo, pensó el muchacho, tengo solo un tambor. Y dos palillos para golpearlos. Y ninguna protección.

No había un muchacho-hombre esta noche en el campo que no tuviera alguna protección asegurada o esculpida por él mismo, mientras se encaminaba el primer ataque, una protección compuesta por una remota pero no por eso menos firme y vehemente devoción familiar, un patriotismo de banderas y una inmortalidad absolutamente segura, favorecida por la piedra de toque de la pólvora, la baqueta, las granadas y el pedernal. Pero todavía sin estas últimas cosas, el niño sentía ahora que su familia se alejaba aún más en la oscuridad, como si uno de esos trenes que quemaba la pradera se los hubiera llevado para siempre, dejando con ese tambor que era peor que un juguete en la partida que se iniciaría mañana o algún día demasiado pronto.

El niño se volvió de costado. Una polilla le rozó la cara, pero era un capullo de durazno. Un capullo de durazno lo rozó apenas, pero era una polilla. Nada se mantenía. Nada tenía nombre. Nada era como había sido.

Se le ocurrió que si se quedaba muy quieto, quizá lo soldados se pondrían el coraje junto con las gorras, al alba, y quizá se fueran, y la guerra con ellos, y no notarían que él se quedaba allí, pequeño, solo un juguete.

 Bueno, por dios, qué es esto dijo un voz. El niño cerró los ojos, ocultándose dentro de sí mismo, pero era demasiado tarde. Alguien, que había venido desde las sombras, estaba allí ahora, de pie, al lado.  

Buenodijo la voz, tranquila he aquí un soldado que llora antes de la batalla. Bueno. Continúa. No tendrás tiempo cuando todo esto empiece.

Y la voz iba a moverse cuando el muchacho, sorprendido, tocó el tambor con el codo.

El hombre de allá arriba, oyendo esto, se detuvo. El muchacho alcanzaba a sentir los ojos del hombre que ahora se inclinaba lentamente. Una mano descendió quizá de la noche, pues se oyó el roce de unas uñas, y el aliento del hombre aireó la cara del niño. Caramba, ¿es el tambor, verdad? El muchacho asintió con un movimiento de cabeza aunque no sabía si el otro podía verlo.

Señor, ¿es usted? dijo. Me parece que sí.

El hombre se inclinó todavía más y le crujieron las rodillas.

Tenía el olor de todos los padres: sudor salado, tabaco de jengibre, caballo y botas de cuero, y la tierra por donde había caminado. Tenía muchos ojos. No, no ojos, botones de bronce que observaban al niño.

Solo podía ser, y era, el general.

 ¿Cómo te llamas, muchacho? preguntó el general.

Joby murmuró el muchacho-, y se movió como para ponerse de pie.

 Está bien, Joby quédate ahí. Una mano le apretó levemente el pecho y el muchacho se tranquilizó. ¿Cuánto tiempo has estado con nosotros, Joby?

Tres  semanas, señor.

¿Te escapaste de casa o te enganchaste legítimamente, muchacho? Silencio.

Un pregunta tonta dijo el general. ¿Todavía no te afeitas, muchacho? Una pregunta todavía más tonta. Ahí está tu mejilla, y acaba de caer de ese árbol de arriba. Y los otros no son muchos mayores. Inexpertos, condenadamente inexpertos todos vosotros.

 ¿Estás preparado para mañana o para pasado mañana, Joby?

Creo que sí, señor.

Si quieres llorar un poco más, adelante. Hice lo mismo anoche.

¿Usted, señor?

La pura verdad. Pensaba en lo que nos espera. Los dos bandos creen que el otro bando se rendirá, y que la guerra terminará en unas pocas semanas, que todos volveremos a casa. Bueno, no será así, y quizá por eso lloré.

 Sí señor dijo Joby.

El general debía de haber sacado un cigarrillo ahora, pues en la oscuridad, de pronto, se extendía el aroma del tabaco indio, apagado todavía, pero el hombre masticaba mientras pensaba en lo que iba a decir.

‑Serán días difíciles‑ dijo el general‑. Contando ambos bandos, hay aquí esta noche unos cien mil hombres. Poco más o menos, y ninguna capaz de derribar un gorrión posado en un rama, o de distinguir un poco de bosta de caballo de un granada. Nos ponemos de pie, nos desnudamos, nos presentamos como blanco, le damos las gracias y nos sentamos, esos somos nosotros, esos son ellos. Podríamos haber esperado entrenándonos cuatro meses, ellos hubieran hecho lo mismo. Pero aquí estamos, enfermos de fiebre del heno, y pensando que es sed de sangre, ponemos azufre en los cánones, en vez de miel como tenía que haber sido, preparados para ser héroes, preparados para seguir vivos. Y puedo verlos a todos ahí asintiendo. Está mal muchacho como un hombre avanza atrás en la vida. Será una doble masacre si unos de esos malhumorados generales decide que los muchachos celebren un picnic en nuestra hierba. El puro entusiasmo cherokee matará a muchos más inocentes que hasta ahora. Hoy al mediodía, hace pocas horas, los nuestros estaban chapoteando en el Arroyo del búho. Temo que mañana a la caída del sol, esos hombres estén otra vez en el Arroyo flotando, dejándose llevar por la marea.

 El general cayó y junto unas pocas hojas y ramitas invernales en la oscuridad, como si fuera a encenderlas en cualquier momento para echar un ojo al camino de los días próximos, cuando el sol no mostrará la cara a causa de lo que estaba ocurriendo aquí y un poco más allá.

El muchacho observó la mano que movía las hojas y abrió los labios para decir algo, pero no lo dijo. El general sintió el aliento del muchacho, y habló:

‑¿Por qué te digo esto? ¿Querías preguntármelo, eh? Bueno, cuando tienes una manada de caballos salvajes, de alguna manera tienes que poner orden, acostumbrarlos a las riendas. Estos muchachos, que acaban de dejar la leche, no saben lo que sé, y no lo puedo decir: hay hombres que mueren realmente, en la guerra. Cada uno es su propio ejército. Tengo que hacer un ejército de ellos. Y para eso muchacho, te necesito a ti.

 El muchacho sintió un temblor en los labios. –Bien muchacho, dijo el general, sereno‑ eres el corazón del ejército. Piénsalo. Eres el corazón del ejército. Escucha ahora.

Y acostado allí, Joby escuchó. Y el general habló.

 Si él, Joby, golpeaba lentamente mañana, el corazón golpearía lentamente en los hombres. Irían quedando rezagados. Se quedarían dormidos en los campos apoyados en los mosquetes. Dormirían para siempre, después, en esos mismos campos los corazones que latían más lentamente a causa del tambor de un muchacho, y se detenían luego a causa del plomo del enemigo.

Pero si el ritmo era firme, claro, más rápido cada vez, entonces, entonces, las rodillas subirán en una larga línea por las lomas, una rodilla después de otra, ¡como las olas en la costa del océano! Había visto alguna vez el océano? ¿Había visto las olas que ruedan como una ordenada carga de caballería, avanzando en la arena? Bueno, eso era, eso era lo que él quería, lo que ahora necesitaban! Joby era la mano derecha y la mano izquierda del general. El general daba las órdenes, pero Joby marcaba el paso.

De modo que lleva arriba la rodilla derecha y saca adelante el pie derecho y arriba la pierna izquierda y adelante el pie izquierdo. Uno después del otro, en el tiempo justo, en el tiempo rápido. Mueve la sangre arriba en el cuerpo y da orgullo a la cabeza y endurece la espina dorsal y presta resolución a las mandíbulas. Enfoca los ojos y aprieta los dientes, abre las aletas de la nariz, y endurece las manos, viste con una armadura de acero a todos los hombres, pues si la sangre se mueve rápidamente los hombres se sienten de acero. No tenía que perder el ritmo, nunca. ¡Largo y firme, firme y largo! Luego, aun de bala o de arma blanca, esas heridas empapadas en sangre caliente‑ una sangre que él, Joby, había ayudado a mover‑ dolerían menos. Si la sangre de los hombres no se calentaba, sería más que una carnicería, sería una pesadilla de crímenes y dolor de la que era mejor no hablar y de veras inconcebible.

El general habló y calló, dejando que se le apagara el aliento. Luego, al cabo de un rato, dijo:

 ‑Así son las cosas, pues. ¿Lo harás, muchacho? ¿Sabes ahora que eres el general del ejército cuando el general queda a retaguardia?

El muchacho asintió en silencio.

‑¿Lo llevarás adelante en mi nombre, muchacho?

‑Sí, señor.

‑Bien. Y con la voluntad de Dios, muchas noches después de esta noche, muchos años después de ahora, cuando seas ya un viejo como yo y mucho más, cuando te pregunten qué hiciste en ese tiempo espantoso, tú le dirás en parte humildemente y en parte orgulloso: “Fui tambor en la batalla del Arroyo del Búho”, o del río Tennessee, o quizá le den ese nombre de esa iglesia. ”Fui tambor de Shiloh”. Señor, eso tiene un ritmo muy adecuado para el señor Longfellow. “Fui tambor en Shiloh”. Quién oirá alguna vez esas palabras y no te conocerá, muchacho, o no sabrá lo que pensaste esta noche, o lo que pensaras mañana o pasada mañana cuando nos incorporemos en nuestras piernas y empecemos a movernos.

El general se puso de pie.

‑Bueno, entonces, que Dios te bendiga muchacho. Buenas noches.

‑Buenas noches, señor.

Y tabaco, bronce, bota lustrada, sudor salado y cuero, el hombre se alejó por la hierba. Joby se quedó acostado un momento, mirando pero sin poder ver hasta dónde había desaparecido el hombre.

Tragó saliva. Se secó los ojos. Carraspeó. Se acomodó. Luego, al fin, muy lenta y firmemente, dio vuelta el tambor para que el parche mirara al cielo.

Se acostó al lado, un brazo alrededor del tambor, sintiendo el estremecimiento, el toque, el trueno apagado mientras, todo el resto de la noche de abril de 1862, cerca del río Tennesse, no lejos del Arroyo del Búho, muy cerca de la iglesia llamada Shiloh, los capullos de duraznos caían sobre el tambor.

(*) Fuente: Ray Bradbury, “El tambor de Shiloh”, en Las maquinarias de la alegría, ed. Octaedro, traducción de Aurora Bernárdez.

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