Borges y la épica

Por Esteban Ierardo     

          

Borges en un hotel en 1969 (foto Pepe Fernández)

  En el mundo creativo borgeano, la épica es uno de sus perfiles más nítidos. En este ensayo, parte de un futuro libro dedicado al cosmopolita autor argentino, la dimensión épica es estudiada desde la epopeya griega, la gauchesca, los compadritos, el relato El sur, y la literatura germánicas medievales, entre otras expresiones de lo épico en el autor de Ficciones.                                                                 

I.

Primera aproximación

 En un sentido muy general, lo épico es el coraje ante la adversidad, la voluntad de enfrentar la fatalidad. Hay épica cuando alguien en condiciones desiguales resiste la agresión de poderes superiores. Por eso, siempre la memoria evoca como ejemplo privilegiado de lo épico la resistencia desigual de una valerosa ciudad sitiada por fuerzas superiores. El caso de Numancia, Masada, Leningrado, Troya; los griegos ante los persas. La poesía que canta el valor de esta actitud es la epopeya. La épica cantada. Así la Ilíada homérica es fuente inevitable de las loas del coraje y la determinación. Pero lo épico de los pueblos, las naciones, las ciudades, contienen siempre el vigor de la decisión individual y solitaria. La decisión personal de optar por un camino de resistencia ante lo hostil.

Y en la diversidad de las sociedades o los escenarios históricos, un hombre o una mujer pueden resucitar la fuerza épica al elegir lo riesgoso, lo distinto e incierto ante lo trillado, repetido y seguro. Esa épica del individuo solitario es, estimamos, el centro del fervor épico apañado por Borges en su literatura.

 Así como lo épico no puede ser disociado de una elección valerosa ante lo adverso, tampoco puede escindirse, en Borges, de su símbolo quizá fundamental: las espadas.

 Coraje y espadas vibran en la escritura borgeana. Y sus equivalentes vernáculos, las armas blancas más discretas: facones y puñales. Pero la comprensión de la experiencia borgeana de lo épico necesita indagar primero sus fuentes particulares: Homero y La Ilíada; la rebeldía del gaucho o la aceptación de su propio destino, Martín Fierro o Isidoro Tadeo Cruz, respectivamente; los cuchilleros; los compadritos o el guapo (exaltados en un proyecto de mitologización de Buenos Aires en el que escritor cifraba el «tamaño de mi esperanza»); la fundamental influencia de los ancestros militares: el coronel Isidoro Suárez, héroe del combate de Junín, y el coronel Francisco Borges, abuelo del escritor; y la mitología  escandinava, enfebrecida de cantos al coraje guerrero, sagas y la poesía de los escaldos y sus kenningar.

 La afición de Borges por lo épico es afín a la celebración de la individualidad, lo individual como gema de lo personal singular a proteger y frotar, que no debe confundirse con el individualismo, la complacencia con las tendencias del egoísmo y la ilusoria importancia personal.

. Su padre lo acercó al olvidado Spencer, el pensador que acuñó la frase “la lucha por la vida” en su defensa del evolucionismo, y que también fue defensor del valor del individuo ante cualquier invasión de lo colectivo (el Estado, las presiones coercitivas de la masificación). El poco comprendido credo político de Borges se relaciona con la defensa de la libertad individual ante cualquier asomo de enajenación de la misma en beneficio de un circunstancial gobierno fundado en la simulación y manipulación. Esa libertad para ser protegida necesita a veces de una decisión épica (Giordano Bruno, la Nora de Ibsen, Fierro). La libertad amenazada impone la resignación o la resistencia épica. 

 En la obra de Borges también es posible encontrar una anti-épica en los personajes de la Historia universal de la infamia.

 Y en la meditación borgeana, lo épico es el tema del coraje y la muerte honorable, el duelo, el Sur como simbolo, las sagas y los escandinavos, los gauchos y los compadritos; pero también la ordalía o prueba para descubrir quién se es en un instante privilegiado y único;  y la renuncia a un sentido del honor que depende de la mirada de los otros.

II.

Entre la epopeya, la novela y las sagas, y Thomas Edward Lawrence

 La poesía y la novela nacen de la épica. Las sociedades antiguas no podían desentenderse de la guerra. El pacifismo no era una opción cuando la disyuntiva era combatir o perecer. La necesidad de la contienda forzó la aparición de una mitología de iniciación en cofradías guerreras distribuidas en todas las latitudes (1). El temor inevitable ante la posibilidad de una muerte violenta en la batalla exigía estrategias “psicológicas” (si nos  permitimos formular esta cuestión en términos modernos) para disminuir o extirpar el miedo. Parte de esta estrategia era la promesa a los guerreros muertos de un resplandeciente paraíso en el más allá (el célebre Valhalla germánico); la asociación mística con animales que transmitían fortaleza al guerrero (la identificación con el lobo, la pantera, el león o el oso); o la predisposición a la furia guerrera (el menos en la Antigua Grecia); la furia de Cuchulainn, el “Aquiles irlandés”, en La batalla de los bueyes de Cúailnge (Táin Bó Cúailnge); o los berserker, los feroces guerreros germanos cubiertos con pieles de oso que ingresaban en una furia animal, en la que aparentemente no sobrevivían restos de miedo humano. Pero además de las formas de excitación de la potencia guerrera y de control del miedo, el acto épico guerrero se completa con la palabra. Con la palabra del poeta que cantaba las glorias guerreras. Su canto era a la vez memoria histórica, creación artística y culto del coraje.

 La épica nace entonces de la historia de la palabra cantada y narrada. De su matriz brota la poesía (como epopeya homérica) y como novela (la traducción en prosa de los hechos destacados, las aventuras y desafíos). La Odisea homérica y sus aventuras entre islas y el mar serían la bisagra o puente entre el verso épico y la posterior narración novelesca. Así luego surgieron en el mundo antiguo El viaje de los Argonautas de Apolonio de Rodas (s.II. d.c), o El asno de oro, de Apuleyo. En el cruce entre lo antiguo o lo medieval apareció La novela de Alejandro, del Pseudo Calístenes; o el ciclo del Grial, ya en el corazón de la edad media. 

 Pero en el propio seno de lo épico se abre paso la narración propia de la novela. Es el caso de la saga escandinava, versión en prosa de los hechos épicos antes en el centro de la epopeya. La saga, a su vez, privilegia las acciones a la construcción psicológica de personajes; es antecedente así también de la narración de cierto tipo de novela y cine.

 Así, Borges confirma que “la poesía empezó por la épica, es decir, los poetas, no empezaron cantando sus pesares, o sus ocasionales venturas personales; tomaron sus temas de la épica. Y se ha dicho que la novela es una degeneración de la epopeya” (2). Es el sabor de lo épico la veneración del coraje, la palabra exaltadora de la epopeya, la narración novelesca en torno a la aventura arriesgada. En la batalla la presencia desafiante de otra fuerza guerrera es la que genera la llamada de lo épico. Pero en la aventura, la llamada puede proceder también de la geografía, del paisaje inabarcable y peligroso. Por eso en Conrad, el novelista moderno por excelencia para Borges, el mar es el medio para el llamado de lo épico. En el escritor polaco, que se convirtió en escritor en inglés, un tema prevaleciente es “el tema del mar, que ya es épico, ya que es el tema de la aventura, de las heroicas navegaciones; de manera que para Conrad -que para mí es el novelista- uno siente ese difícil, ese hoy inaccesible sabor de la épica” (3).

 El desafío del paisaje desconocido y agreste es ámbito para la autorrealización épica. En las llanuras o las estepas, el hombre encuentra la oportunidad de probar su coraje. Es el caso de los exploradores, los pioneros; pero también es el horizonte que propicia la gesta del personaje heroico. Es la cabalgata solitaria en la pampa en el Martín Fierro, o en las praderas y montañas en el far west, en el que se mide la hombría del cowboy. Y el westerm será un tipo de cine especialmente apreciado por Borges.

Thomas Edward Lawrence con sus atuendos árabes (foto Wikipedia)

 El sabor de la épica expande su fragancia también en la valerosa asimilación de la muerte. Borges recuerda con insistencia el ejemplo de un personaje de la Gettir saga. Thorbjorn busca a Atli para matarlo. Lo encuentra. Atli está en su casa. Llueve. Thorbjorn llama varias veces, hasta que Atli sale. Entonces el que lo buscaba hunde su lanza en la mitad de su cuerpo. Frente a la sangría que lo llevaba a la muerte inevitable, Atli no se deja dominar por ningún lamento, ningún desgarramiento patético. Simplemente dice: “Ahora se usan estas hojas tan anchas”. Frente a esta actitud, Borges recuerda: “Cuando leí eso por primera vez, lloré. Ahora lo he contado tantas veces, que puedo contarlo con los ojos secos; pero creo que eso tiene el sabor de la épica… ya que el hombre es valiente, se olvida que está muriéndose, y hace esa observación “ (4).

 También es parte del sabor de la épica lo que Borges, como lector del coronel Lawrence, descubre en su singular obra autobiográfica Los siete pilares de la sabiduría.

Aquí, Thomas Edward Lawrence siente “la vergüenza física del éxito” ante el valor de alemanes y austriacos que combaten junto a los turcos y contra los árabes. Los turcos escapan. Pero los otros permanecen firmes y no reculan. Esa decisión de resistencia despierta en Lawrence una actitud de emoción y respeto. El reconocimiento del valor del enemigo, situación particular que incita la admiración, una actitud que Borges, infatigable lector, no recuerda haber descubierto en ninguna literatura.     

III.

Fuentes de lo épico en Borges: la epopeya griega y el honor, Martín Fierro. los guapos y «una sombra y un fulgor de acero»

 En el comienzo es la epopeya. Y en el comienzo está La Ilíada, entre las tonalidades del cielo de la Grecia antigua. Y no debe olvidarse otras grandes epopeyas como el Mahabharatha y el Ramayana en la India védica, o el Kalevala de Finlandia.

La polis, la ciudad estado, es la organización política de la Hélade en el siglo VII a.c.; pero los hechos de la guerra de Troya son en varios siglos anteriores. Soplan desde el aire legendario de la edad homérica. Entonces, la realidad política se sostenía en el rey o basileus que ejercía su poder desde la fortaleza o el palacio real. Junto con los dorios, la cultura micénica, de origen indoeuropeo, significó el desplazamiento de los sedentarios y pacíficos pelasgos, habitantes anteriores de la Grecia continental. Los indoeuropeos trajeron el carro, el hierro, la guerra y el filo de la espada. Y la mitología que luego fructificará en los dioses olímpicos precedidos por Zeus. El rapto de la bella Helena por Paris, hijo de Príamo, rey de Troya, supuso la necesidad de la reparación del honor dañado. Una gran flota, encabezada por Agamenón, Ulises, y Aquiles de los pies ligeros, puso sitio a Troya. Antes sus murallas, se consumó la ardua exhibición del coraje guerrero. La virtud o areté que gobierna la vida del aristócrata guerrero era el valor militar. La preservación de su imagen y buen nombre era el aidós, la estimación continua por la preservación de la propia fama (de fa, de aquello que se dice sobre alguien). El sujeto que enunciaba el dictamen sobre la estima de un guerrero es la demou phemis, la voz del pueblo. La timé, la estimación pública debía permanecer libre de cualquier mácula, duda o afrenta. Areté es la virtus, es la virtud, de vir, virilidad, hombría. La protección de estos valores dependía de evitar el detritus de la vergüenza. La avergonzante era lo que temía como dentellada peligrosa Aquiles ante el rapto de su esclava Briseida por Agamenón.

 Lo contrario de la denigración vergonzante es la gloria imperecedera. Un cielo de fama inmortal que busca el héroe. De ahí la famosa respuesta de Aquiles ante la pregunta de su madre, la diosa Tetis, respecto a si prefería una vida tranquila y larga o una existencia breve, pero de una muerte gloriosa. Aquiles no dudó sobre la muerte que depara una continuidad gloriosa en el recuerdo de las generaciones futuras. 

 La preocupación por el propio honor, la exigencia de la acción valiente, son transferidos por Borges a los personajes principales de la gesta heroica en su literatura. Las principales continuidades de esa tradición antigua del sujeto épico cantado por la epopeya madre, la Ilíada homérica, serán gauchos y compraditos; y también, como luego veremos, de forma más discreta, Juan Dahlmann en “El sur.

En el devenir del tiempo, Lugones encontrará en el Martín Fierro un sucedáneo de la epopeya homérica, una exageración que se explicaba por la necesidad de convertir al gaucho idealizado y sus valores (hombría, bondad, fidelidad, amor a la tierra, religión) en la expresión de la argentinidad, una identidad nacional que proponer a las inmensas oleadas de inmigrantes que arribaban a la Argentina en pos de un sueño de vida próspera. Deformación lugoniana en la interpretación del gaucho que continúa las previas licencias de las que nace la propia poesía gauchesca. En sus orígenes, el gaucho no necesitaba atiborrar su canto con voces vernáculas. No debía enfatizar su vida con palabras o giros que demostraran su condición de gaucho. La exageración de la entonación local es propia de los hombres cultos de la ciudad, que inventaron el género de la poesía gauchesca (5). Es el caso de Bartolomé Hidalgo con sus Cantos patrióticos, en 1820. Luego surgirán Hilario Ascasubi con su Aniceto el Gallo y el Santos Vega, y Estanislao del Campo con su Fausto. El uruguayo Antonio Lussich agregará a la lírica de la “gauchesca urbana Los tres gauchos orientales, que luego será fuente importante del Martín Fierro.

 Como preludio a la estimación borgeana del Martín Fierro destaquemos algunos aspectos fundamentales del perfil social del gaucho.

 A pesar de no haber recorrido nunca el paisaje pampeano antes de escribir el Facundo, Sarmiento ensayó su famosa tipología del hombre de la Pampa: el baqueano, el rastreador, el gaucho malo y el cantor. En una  monumental descripción de la geografía, Sarmiento enlazó los caracteres argentinos con una determinación del medio ambiente. Es bien sabido que Sarmiento encontró en el gaucho la expresión emblemática de la barbarie.

En su oposición de civilización y barbarie, la educación pública sería la única forma de integración del hombre de la Pampa a la civilización y el progreso. Pero ya en los tiempos de Sarmiento, para algunos el gaucho estaba en pleno proceso de disolución. En sus orígenes, el gaucho era el centro de una subcultura ecuestre. Como jinete libre y nómada, era autosuficiente a través de la carne del ganado salvaje y cimarrón, y el uso del cuero y el sebo. El desarrollo del latifundismo, las grandes extensiones bajo el dominio de unos pocos terratenientes, promovió la represión de la orgullosa vida del gaucho. Éste debía ser transformado en peón domesticado y asalariado, como mano de obra barata en el trabajo agrícola-ganadero de las estancias. A fines del siglo XIX, para algunos ya está consumado el proceso por el cual el gaucho de la pampa criolla se convirtió en peón dependiente de la pampa gringa, bajo la autoridad de estancieros o capataces (6).  Un proceso que, a nivel literario, termina con el Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. También para algunos el gaucho libre “termina con la disminución del ganado cimarrón a mediados del siglo. Otros afirmaban que nunca había desaparecido sino que vivían de una manera alterada” (7). 

Hernández advirtió este proceso. De ahí su intención de proteger la forma de vida gaucha ante los atropellos. Intención en la que se le adelantó Estanislao del Campo: “Estanislao del Campo deploró males de la sociedad rural tales como la conscripción, los pasaportes, los latifundios, los funcionarios abusadores, y los comerciantes mercenarios, problemas que Hernández denunció dos años más tarde” (8). 

 El gaucho en su estado pleno se sentía plenamente diferenciado de la cultura urbana y de los extranjeros, los gringos. La existencia sedentaria significaba la extinción de la vida rural en la abierta geografía pampeana. 

 En su versión extrema, Fierro representará el poema épico por excelencia. La obra fundante de la identidad argentina según la famosa celebración lugoniana de El Payador (9), ya comentada.

Para Borges, Fierro representa un personaje de impronta épica, como luego señalaremos. Pero el supuesto destino superlativo de Fierro no debe hacer olvidar su primera y, en principio, única justificación para su autor. En un principio, Hernández quería que su obra en sextetas fuera un alegato contra la vejación del gaucho, arrebatado por el Estado para los servicios de frontera.

 Hasta llegar al momento de la creación de su obra célebre, Hernández transitó su vida como hombre de campo, periodista, estanciero, soldado.  Como otros grandes hacedores de literatura, creó una obra destinada a la inmortalidad fuera de los círculos literarios. El lego Cervantes quería parodiar las periclitadas novelas de caballería. Hernández quería urdir en comienzo un alegato en contra de un abuso público. El Ministerio de Guerra, como se lo llamaba entonces, decretaba reclutamientos abusivos. Sorprendidos en pulperías o estancias, los gauchos eran obligados a servir en el ejército en los fortines en la frontera, en la avanzada de la lucha contra el indio. Entonces, era común que el gaucho proscrito se convirtiera en desertor y prófugo. La violencia de un orden arbitrario forzaba al gaucho a convertirse en outsider; en un oscuro personaje negador de la ley y enemigo del Estado. Entonces se sumergía en la pampa salvaje para buscar refugio entre los indios; o se perdía entre islas y la tupida vegetación a la vera del Paraná, en el “país de los matreros” (10).  

 Hernández pretendía que Fierro no fuera un ser personal sino la expresión de un arquetipo. El gaucho como un tipo social, víctima de los vejámenes del Estado, frente a los que el gaucho genérico reacciona con actos de rebelión, de fuga de la ley injusta, de amarga quejas en sus cantos. Pero, entonces el personaje se impuso al autor.

Hernández anuló la intención de describir al gauchaje como figura general. Apareció entonces Fierro como una personalidad vigorosa, individual y singular. Su historia no es sólo la de un tipo, sino la de una individualidad irreductible. Luego de la primera parte, el éxito popular de la obra, estimuló a Hernández a escribir la segunda parte. La vuelta de Martín Fierro, que culmina con la famosa payada con el moreno. El moreno pretendía la venganza, un duelo para saldar la honra de su hermano muerto por el facón de Fierro. Pero la provocación no se resuelve en un enfrentamiento final, sino en el duelo de la payada. Y los temas de los cantos que chocan trascienden la vida del gaucho. Los cantores enfrentados alternan versos sobre la naturaleza del tiempo, el espacio, el destino o la muerte. Y el Fierro de La vuelta es también un hombre transfigurado, que acompaña la propia transformación social de su tipo. Porque Fierro se desentiende de su pasado de peleador y rebelde. Opta por la moderación. Aconseja a sus hijos que es mejor el respeto a los demás, evitar la bebida, buscar la resolución pacífica de conflictos; promueve el deseo de la escuela, el derecho y la Iglesia. Sólo el Viejo Vizcacha permanece empecinado en sus costumbres. 

 Frente a la idealización de Fierro como héroe nacional, Oyuela destaca su calaña sólo facinerosa, criminal. Para Ricardo Rojas es el último payador; para Enrique de Gandía es únicamente un vagabundo y un ladrón de ganado colonial. Pero Borges asume una posición intermedia: ni héroe sobredimensionado ni criminal. Porque:

 “El capítulo séptimo de El payador (1916) lleva este título polémico: Martín Fierro es un poema bélico. La suerte del debate variará según la definición que demos de tal adjetivo. Si los restringimos (como quiere Calixto Oyuela) a composiciones anónimas que tratan una materia tradicional en la que figuran héroes y númenes, el gaucho Martín Fierro no es épico; si denominados épico a lo que deja un sabor de destino, de aventura y valentía, indudablemente lo es” (11).

 Y no hay que olvidar al amigo de Martín Fierro: Isidoro Tadeo Cruz. Cruz está marcado por un sello épico. En un principio jinete libre de la pampa, decide asentarse en una vida “decente” para proveer a su familia. Se convierte en sargento de la policía rural. Al frente de una partida persigue a un criminal con varias muertes a su haber. Con sus hombres, acorrala al perseguido poco antes del alba. El  gaucho combate como una fiera salvaje que convierte todo su cuerpo en puñal filoso y sudoroso, y que no se amilana ante la superioridad numérica de los que quieren enlazar su cuello, o traspasar con plomo su pecho. Ante la bravura del hombre arrinconado, Isidoro Tadeo Cruz vive una revelación. Esto acontece en “una lúcida noche fundamental, la noche en la que por fin vio su propia cara…”; en un “solo momento”, en un instante esencial supo quién era. Y por eso: “comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepís; gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro” (12). 

  Lo épico como aceptación del propio destino. El destino épico encarnado en el gaucho es parte de una dinámica de repeticiones como en la prosa “Martín Fierro” de El hacedor; o en “La trama” de la misma obra; o en “La historia de jinetes”, en Evaristo Carriego.

 El otro personaje arquetípico de coraje para Borges es el guapo, el compadrito, el malevo, el orillero. Voces no exactamente equivalentes pero que se aúnan en la figura del peleador de los arrabales. Borges no desconoce que su visión de este espécimen de los márgenes tiene algo de fabulación o idealización; pero más que la estricta realidad histórica y sociológica, lo relevante aquí es la fuerza de excitación literaria que la figura del compadrito pudo provocar, en clave épica, en el autor de Evaristo Carriego.

 Su amistad con Carriego es el tema para un ensayo ambicioso. Borges permanece en Europa entre 1914 y 1921. A su regreso, y luego de un breve retorno al Viejo Continente, Borges divisa la fuerza poética de los barrios humildes. Gusta así deambular por un Buenos Aires que desaparece gradualmente bajo las transformaciones arquitectónicas y el pasaje de la Gran Aldea a la metrópoli. Borges se enamora de las calles de barro, flanqueadas por casas bajas, que se pierden lentamente en la llanura, la pampa, el horizonte y el crepúsculo. Esa convivencia entre la ciudad moderna y los retazos de tiempos más lejanos fascina al escritor. El Buenos Aires antiguo que exhala poesía no sólo es el de los márgenes que se desvanecen entre las humedades del rocío y las lejanías del paisaje. Es también la ciudad de los tranvías, los carros, los portones, las verjas de hierro, las puertas cancel, los patios ajedrezados, los aljibes, las paredes blanqueadas… Cuando Palermo fue absorbida por la modernización, Borges desvía su contemplación nostálgica hacia los barrios del Sur. También Retiro, Balvanera, Villa Ortúzar, despiertan su embelesamiento.

El degustar poético de la vieja ciudad nutre su primera poética, en la década del 20’. De hecho su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires, indica con efusiva eficacia el sentimiento apasionado por la Reina del Plata.

 Una ciudad percibida como sustancia encantada pide una mitología. De ahí el verbo mitologizante de “La Fundación mítica de Buenos Aires”, y el proyecto de mitología urbana anunciada en El tamaño de mi esperanza: “Ya Buenos Aires, más que una ciudad, es un país y hay que encontrarle la poesía y la música y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen. Éste es el tamaño de mi esperanza, que a todos nos invita a ser dioses y a trabajar en su encarnación” (13). Parte de la mitologización de la ciudad es respirarla con aire de atemporalidad, con rasgos más propios de una realidad sacralizada: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires/ la juzgo tan eterna como el agua” (14).

 Los guapos serán también piezas claves en la creación de una mitología para la ciudad. Juan Muraña, un oscuro compadrito, es convertido en exponente máximo de un panteón de semidioses urbanos: “el nombre de Muraña/ una mano templando una guitarra/ una voz, hoy pretérita que narra/ para la tarde una perdida hazaña/ de burdel o de atrio, una porfía/ dos hierros, hoy herrumbre, que chocaron/ y alguien que quedó tendido, me bastaron/ para erigir una mitología” (15).

La geografía principal de esa mitología urbana es el viejo Palermo, centro de la atención poética de Carriego en sus Misas herejes. Por la mediación de este poeta menor, Borges descubre los boliches, las esquinas o los corralones en los que se cruzan los puñales de los guapos. Antecedente del guapo es Juan Moreira, guapo electoral alsinista, inmortalizado por Eduardo Gutiérrez mediante un popular folletón. Moreira, como otros guapos, no es necesariamente un rufián o un salteador. Borges sigue la definición de Carriego, para quien el guapo es “un cultor del coraje. Un estoico en el mejor de los casos; en el peor un profesional, un especialista de la intimidación progresiva, un veterano del ganar sin pelear…” (16).

 La génesis social del guapo son los porteños que viven en la pobreza, por lo que no se establecen cerca del centro, de la Plaza Mayor, de la actual Plaza de Mayo. De ahí que deban resignarse a la existencia marginal, en los arrabales, en los bordes, en las orillas; de ahí también su denominación de orilleros. Tienen allí una pequeña parcela de tierra y una casa propia. De este “plebeyo ciudadano” surge el compadrito. El compadrito que viste de negro y habla poco. Ya carga con algunas muertes, pero su sociedad con algún caudillo político lo libera de la prisión por sus servicios como matón intimidante en las elecciones. Frecuenta el boliche, los prostíbulos y el reñidero de gallos. Bebe una copa de caña o ginebra mientras juega a las cartas; y animado por “el coraje que se florea”, en la pelea a muerte convoca un destino más grande que su realidad marginal.  

 Nuevamente el culto al coraje como única religión, como única oportunidad de trascendencia. Así como Lugones liga a Martín Fierro con la épica clásica, Borges relaciona la hombría combativa del cuchillero con la épica de los escandinavos: “En una saga escandinava encontré una frase que se corresponde exactamente a esa idea. Se trata de unos vikings que se encuentran con otros y les pregunta si creen en Odín o en el Cristo Blanco, y uno responde: ‘Creemos en nuestro coraje’. Corresponde a la ética de los cuchilleros” (17).

 Lo mismo que la épica del poeta sajón o escandinavo, el coraje del cuchillero se perderá en el olvido. Olvido no absoluto porque el poeta insiste en su recuerdo, como en “¿Dónde se habrán ido?”, en Para las seis cuerdas:

“¿Dónde está la valerosa

Chusma que pisó esta tierra,

La que doblar no pudieron

Pero vida y muerte perra,

Los que en el duro arrabal

Vivieron como en la guerra,

Los Muraña por el Norte,

Y por el Sur los Ibera.

¿Qué fue de tanto animoso?

¿Qué fue de tanto bizarro?

A todos los gastó el tiempo

A todo los tapa el barro.

Juan Muraña se olvidó

Del cadenero y del carro

Y ya no sé si Moreira

Murió en Lobos o en Navarro.

-No se aflija. En la memoria…” (18).

En “Alusión a una sombra del mil ochocientos noventa y tantos”, en El hacedor, Borges repite la evocación del legendario Muraña. De vuelta el peleador con su cuchillo. Y la imagen “de aquel mercenario cuyo austero / Oficio era el coraje, no ha quedado /Más que una sombra y un fulgor de acero” (19).  

 Al disolverse, el valor y el coraje sólo sobreviven como espectro en la memoria. Archivo de lo pasado, pero también un presente en el que se repite la aflicción por lo perdido.

IV.

Los ancestros y lo «casi no tocado por el verso».

  Aníbal quiso imitar las destrezas de estratega de la guerra de su padre Asdrúbal; Alejandro Magno hizo lo propio respecto a su padre Filipo II de Macedonia; Julio César experimentó gran admiración y envidia por Alejandro; y quiso emularlo. Borges sintió honda veneración por sus ancestros militares: el coronel Isidoro Suárez y el coronel Francisco Borges. Hubiera querido imitarlos, pero su tiempo y sus propias falencias le impidieron ese deseo mimético. No le quedó otra cosa que la evocación y la nostalgia desde la distancia. Situación que motivó su constante lamento por un destino en el que se le privó de blandir la espada. Ante la imposibilidad de la aventura de las armas, sólo le quedaba el tejido lírico de los versos.

Otro ancestro notable de Borges fue el tucumano Francisco de Narciso de Laprida, miembro del congreso que declaró la independencia de la Argentina, en Tucumán, en 1816. Ese notable jurista fue muerto por las montoneras de Aldao. De su evocación nació el fundamental diamante de la poesía borgiana: El poema conjetural.

  El coronel Isidoro Suárez es evocado en “Inscripción sepulcral”, en Fervor de Buenos Aires; en “Página para recordar al coronel Suárez, vencedor de Junín”, en El otro, el mismo; y «El coronel Suárez» en La moneda de hierro. Francisco Borges es exaltado en “Alusión a la muerte del coronel Borges (1833-74)”, en El hacedor; en “Junín” en El otro, el mismo;  y en “La suerte de la espada” en  La moneda de hierro.

 El coronel Suárez se destacó en el combate de Junín, en la fase final de la campaña de la Independencia. El ejército emancipador quedó bajo la conducción de Simón Bolívar, luego del retiro de San Martín, tras la entrevista de Guayaquil. El ejército realista, bajo las órdenes de José Canterac, se encontró con sus enemigos en la Pampa de Junín. El general de origen inglés Guillermo Miller, que comandaba dos escuadrones de Húsares del Perú, fue embestido por los realistas que lo obligaron a retirarse. Bolívar estaba ya próximo a ordenar la retirada para evitar un desbande mayor y la peligrosa desmoralización de la tropa. Pero en ese momento, entre la tempestad del combate, el teniente coronel argentino Isidoro Suárez, advirtió la situación; y, al frente de otro escuadrón de húsares del Perú, se encontraba en la retaguardia de las fuerzas realistas que atacaban a Miller. Entonces, por su propia iniciativa, sin demoras, Suárez lanzó un furioso ataque de caballería que desbarató la persecución y dio la oportunidad al ejército independentista de reagruparse para lanzar una serie de cargas de caballería de los jinetes colombianos y peruanos que obligaron finalmente a los realistas a retirarse. El combate de Junín fue un choque exclusivamente de armas blancas; dirimido sólo con sable y lanza, sin disparar un solo tiro de arma de fuego.

 Más cercano en el tiempo, y con fuertes huellas en Borges, son los hechos de armas de su abuelo paterno el coronel Francisco Borges. Francisco Borges nació en Montevideo, hijo de exilados argentinos que escapaban del autoritarismo rosista.

Croquis y siluetas militares, de Eduardo Gutiérrez, libro en que se le dedica un capítulo al abuelo de Borges, Francisco Borges.

Se enroló en el ejército para defender Montevideo del sitio de Oribe. Luego participó en la batalla de Caseros, en la que el Ejército Grande derribó las pretensiones de continuidad en el poder de Juan Manuel de Rosas. Se estableció por un tiempo en Buenos Aires; y la defendió del hostigamiento de Hilario Lagos. Luego fue enviado a la frontera en Junín. Junín era la avanzada en la Pampa en la lucha contra el indio. En el fortín lo acompañó su esposa, la inglesa Fanny Haslam. La llegada al puesto militar de una cautiva inglesa es parte de la inspiración del relato “Historia del guerrero y la cautiva”, en El Aleph. Combatió después en las batallas de Pavón y Cepeda. Y su destino bélico lo sumergió también, bajo las órdenes del general Wenceslao Paunero, en la Guerra del Paraguay. En esta sangrienta contienda se destacó en Yatay, Tuyutí, Boquerón y Estero Bellaco. La eficacia de sus movimientos tuvo especial incidencia en la derrota del famoso cacique Calfucurá en la batalla de San Carlos.

 La evocación más repetida de Borges de su bisabuelo es su participación en la lejana lucha con el indio en la frontera, y su decisión de inmolarse en su última y decisiva batalla en La verde, en 1874.

A esa batalla llegó por los avatares políticos argentinos. Los candidatos liberales fueron derrotados por el Partido Autonomista Nacional, encabezado por Nicolás Avellaneda. Francisco Borges consideraba ilegal el triunfo de Avellaneda. Por lo que aceptó unirse a una revolución mitrista. Francisco Borges pidió que la revolución se iniciara un día después de la asunción de Avellaneda, no antes, cuando todavía regía el mandato de Sarmiento. Pero el nuevo gobierno, advertido del golpe, ordenó a los presuntos jefes rebeldes entregar sus armas. Por esto,  la mecha del incendio revolucionario debió encenderse antes de la transferencia del poder. Francisco Borges entregó su regimiento. No quería revelarse ante Sarmiento. El día después de la salida del autor de Facundo de la Casa Rosada, Francisco Borges se sumó a los rebeldes. Así quedó atrapado en un incómodo fuego cruzado. Los de su bando lo despreciaban por su demora y, para el gobierno, era un sedicioso. Participó después en la batalla de La verde. Entre la violencia ya desatada, vio que las fuerzas mitristas estaban siendo destrozadas. Consciente de que la derrota era irreversible, en una carga suicida se lanzó sobre la línea de tiradores rivales, equipados con rifles Remington, del teniente coronel José Inocencio Arias. Encontró así una muerte buscada. Y nació una  leyenda. La leyenda de que el coronel Borges prefirió la tumba por la imposibilidad de una reconciliación con cualquiera de los dos bandos.

En su alusión a la muerte de su ancestro, Borges agrega una evocación más teñida por la nostalgia épica:

“Esto que lo cercaba, la metralla,

Esto que ve, la pampa desmedida,

Es lo que vio toda la vida.

Está en lo cotidiano, en la batalla.

Alto lo dejo en su épico universo

Y casi no tocado por el verso” (20).

V.

Espadas y puñales

 La hoja de metal se desnuda en el aire. La luz que refleja la espada es primero un bello fenómeno estético, pero luego se convierte en llama y grito. La espada ya incendiada es extensión del guerrero.

 Por su presencia y poder, la espada no podía agotarse en su mera condición de arma. Los símbolos que derrama la hola afilada son múltiples. La espada y el resplandor de su hoja recta son los rayos del sol como potencia guerrera y masculina. La espada oriental y su forma encorvada remite a lo lunar y femenino. Los escitas sacrificaban caballos a la espada, como ofrenda a su dios de la guerra. En la edad media es la palabra de Dios, el espíritu que enfrenta dragones y tinieblas demoníacas. La espada es un ser vivo y sus nombres o variaciones son diversas: Gram de Sigfrido, Excalibur del Rey Arturo, Joyosa de Carlomagno, Durandal de Rolando.

La Dama del Lago entrega la espada Excalibur al Rey Arturo en la película Excalibur de John Boorman (1981). Las espadas, una de las expresiones de la relación entre épica, literatura y pensamiento en Borges.

En la espada arde una significación mágica y espiritual. Es el medio místico para el combate contra lo demoníaco u oscuro. Su luz viva se asociará con la llama, el resplandor, la luz y la purificación. El fuego purificador en la alquimia. En la mitología griega, la espada Crysaor es símbolo de un impulso de ascendente espiritualización. Entre los germanos, la espada es atributo de los jefes, los líderes. En el período medieval es atributo del caballero, y signo social entonces de aristocracia y poder feudal. La espada enterrada es la dignidad de un poder superior que debe ser recuperado del pasado por una mano noble y valerosa. La espada rota amenaza el autodominio espiritual que debe mostrar el héroe. Ejemplos de ambas espadas se hallan en el ciclo artúrico.

 Las espadas en Borges expresan un coraje guerrero ya desaparecido, y que sólo puede sobrevivir en los versos. Ejemplo esencial de la poética borgeana sobre la espada es el poema “Espadas”, en El oro de los tigres:

“Gram, Durendal, Joyeuse, Excalibur.

Sus viejas guerras andan por el verso.

Que es la única memoria. El universo

La siembra por el Norte y por Sur.

En la espada persiste la osadía

De la diestra viril, hoy polvo y nada;

En el hierro o el bronce, la estocada

Que fue sangre de Adán un primer día.

Gesta he enumerado de lejanas

Espadas cuyos nombres dieron muerte

A reyes y serpientes. Otra suerte

De espadas hay, murales y cercanas.

Déjame, espada, usar contigo el arte;

Yo, que no he merecido manejarte” (21).

 La conciencia del poeta de sentirse indigno de la espada es confirmación de su incomodidad con su propio destino literario, por estimarlo inferior a los viejos guerreros, o sus antecesores militares. Así en “La suerte de la espada”, en La moneda de hierro, se repite la evocación de Francisco Borges, pero a través de su espada. Espada que conoció los estrépitos del sitio de Montevideo, la batalla de Caseros, la guerra del Paraguay, el árido cruce con el indio en Junín. Pero aquella espada ahora se degrada en un mural o una vitrina. Porque la espada de la historia fogosa se ha convertido: “en una cosa más entre las cosas/ que olvida la vitrina de un museo/ Un símbolo y un humo y una forma / Curva y cruel que ya nadie mira/ acaso no soy menos ignorante” (22).

 La espada como emblema épico convive en la literatura borgeana con otra arma blanca, más modesta, de menor ostentación o relevancia simbólica: el puñal. En “El puñal”, en Evaristo Carriego, Borges recuerda un puñal, forjado tal vez en Toledo. El arma fue traída por su padre luego que se lo entregara Luís Melián Lafinur en Montevideo. Quienes ven el puñal quieren jugar un rato con él. Pero las intenciones no se reducen a un hecho humano. El puñal es imaginado con su propia voluntad o deseo; y lo que desea es repetirse en el único propósito de matar con precisión. En un juego de variaciones arquetípicas en el tiempo, muy caro a Borges, un puñal es todos los puñales.

Es entonces el puñal que mató en Tacuarembó, o que mató a César. Aún dormido en un escritorio en Buenos Aires, el puñal persiste en “su sencillo sueño de tigre”. Pero toda aquella vida secreta no sobrevive como un resplandor ajeno al tiempo frío y pobre: “A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tanta impasible soberbia, y los años pasan inútiles” (23).

  El gusto por percibir el puñal como una viviente máquina de pelea, es motivo central del relato “El encuentro” en El informe de Brodie. El narrador evoca hechos acontecidos en un tiempo ya ajeno a las cuchilladas entre gauchos.

Siendo niño visitó la estancia Los Laureles junto con otros muchachos. A todos les atrajo una vitrina, en la que dormían dos puñales. Tal vez los muchachos estaban ebrios, pero una violencia volcánica exigió mostrarse. Dos jovencitos, el Maneco Uriarte y Duncan, sintieron hambre de pelea. Uno de ellos abrió la vitrina. Los puñales volvieron a sentir un calor humano. Ante la inminencia de lance, el narrador reconoce, en su recreación de los hechos, que entonces “no estaba ebrio de vino, pero sí de aventura. Yo anhelaba que alguien matara a otro para poder contarlo después y para recordarlo” (24). Los muchachos inexpertos se transfiguraron. Empezaron una justa de cuchillo que no era “un caos de acero” sino un cálculo ajedrecístico. Uno de los puñales alcanzó, al fin, profundo, el pecho de unos de los combatientes. Duncan se desplomó. La muerte vino por él. Luego del extraño duelo, el narrador escuchó, de un comisario retirado, recuerdos de historias de cuchilleros, duelos criollos. Recordó a dos gauchos que se profesaban un meticuloso odio: Juan Almanza y Juan Almada. Los dos se buscaron sin poder cerrar su inquina con un duelo mortal. Pero el destino llevó sus puñales hasta la vitrina. Manco Uriarte y Duncan combatieron gracias a su filo. Pero también, sin comprenderlo, fueron los instrumentos para un ajuste de cuentas final. En el hierro de los puñales “dormía y acechaba un rencor humano”.

  El puñal del gaucho como signo de coraje y pasión por una arremetida épica, se convierte, por la ficción, en presencia mágica. El arma que abre procesos secretos y escondidos en una trama espiritual, como el simbolismo de las viejas espadas de la mitología.

VI. 

El Sur 

 “El sur es un cuento esencial de la creación borgeana. En él se cruzan líneas autobiográficas con sus obsesiones recurrentes: el borramiento del límite claro entre lo real y la fantasía, el contexto gaucho, los ancestros de enjundia épica, las 1001 mil y una noches

 La matriz autobiográfica aparece ya desde el comienzo de la ficción. Dahlmann es un bibliotecario de la biblioteca Manuel Gálvez, en la calle Córdoba, de la ciudad de Buenos Aires. Borges trabajó nueve años en la biblioteca Miguel Cané, en Almagro Sur, entre 1937 a 1946. Luego se convertirá en el jefe de la Biblioteca Nacional por dieciocho años. Dahlmann, como el autor del relato, se siente orgulloso de un ancestro familiar de aura épica: Francisco Flores, antepasado por la línea materna. Por esa línea de ascendencia Borges se remitía a su bisabuelo el coronel Isidoro Suárez. Y lo mismo que Borges, Dahlmann sufre un accidente. Al caminar por una escalera en busca de una amiga, se llevó por delante el batiente abierto de una ventana. Los estragos de la colisión le depararon una internación y un cuadro de septicemia, con el consiguiente debilitamiento de las defensas y la exposición a brotes infecciosos. Lo mismo que el autor de la ficción, Dahlmann debió internarse. A partir de ese momento, de forma velada y hábil, el relato se bifurca en dos tiempos narrativos paralelos.

Por un lado, Dahlmann parece superar su dolencia en el sanatorio, recibe el alta y viaja hacia el casco en la provincia de Buenos Aires, heredado de su antecesor Francisco Flores. Pero, por otro lado, Dahlmann acaso nunca abandona la clínica, y su viaje es solo imaginario, un sueño deseado que fluye entre líneas. El tiempo se divide así en dos planos; es un tiempo bifurcado entre lo real (Dalhmann que nunca deja el sanatorio y acaso muere allí), y el personaje que viaja hacia un sur mítico.

Desdoblamiento que acaso se revela, por ejemplo, en el pasaje:

“Mañana me despertaré en la estancia, pensaba y era como si fuera dos hombres. El que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en su sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres” ( 25).

La “metódica servidumbre” hace patente pérdida de la libertad que supone la privación de la salud. En la pasividad de su cuerpo doliente Dalhmann nada puede hacer para impedir la invasión del poder médico. Pero la “metódica servidumbre” no es sólo sometimiento a la intervención de la medicina sino también a la posibilidad de una muerte pasiva. Este modo de morir es lo aceptable, o inevitable, para el paradigma de vida civilizada que se atiene a las costumbres y rutinas; y dentro de esas repeticiones inevitables está la resignada muerte en un lecho. El paradigma de la muerte ordinaria.

Pero puede elegirse otro camino, otro paradigma, otra muerte; aun desde un deseo que sólo puede cumplirse en un sueño. Dahlmann teme una inminente muerte en el sanatorio. Ese final sería epítome de una pasividad humillante. Pero la otra muerte que desea y busca Dahlmann es un final preñado de vitalidad épica; lo contrario de una muerte resignada: una morir activo, valiente y heroico determinada por un duelo que dispone el Sur como un destino:

El duelo en el Sur (en Chapardi worldpress)

“Desde un rincón, el viejo gaucho extático en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo) le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que aceptara el duelo” (26).

El sur no es una dirección espacial sino otra dimensión existencial, más cercana a lo intenso y hondo. Luego de que Dalhmann cruza la Avenida Rivadavia:

“Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que esa no era una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme” ( 26).

El desplazamiento geográfico hacia el «otro lado de Rivadavia» es puente hacia otro nivel temporal y existencial. El viaje en tren a través de la llanura no se ciñe a un recorrido a través del paisaje natural y solitario; es la entrada en algo “más antiguo y firme”; y, por tanto, el paso a un reservorio de experiencias más vigorosas: “La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur” (27).

Por otro lado, el gato que Dahlmann acaricia en un bar cerca de la estación de Constitución antes de subir al tren, remite a un pasaje de Schopenhauer, en el que se afirma que el gato, como todos los animales en general, vive en la eternidad porque no vuelve por la memoria al pasado, y no vislumbra un futuro que se clausura con la muerte. La proximidad del animal señala entonces una transformación temporal: el pasaje del tiempo sucesivo y lineal hacia otro tipo de temporalidad.

Durante el viaje en tren por la Pampa, Dahlmann lee la 1001 y unas noches; se refugia en los cuentos maravillosos cuando percibe la agresión de unos de los paisanos en un almacén, en la estación anterior a su destino (28).

 Al comienzo del relato, Dahlmann destacó la admiración por su ancestro militar. Actitud que recuerda la evocación de los ancestros militares del propio Borges. Situación que siempre despierta el deseo de un salto hacia lo épico. Dahlmann, alter ego de la pluma borgeana, también respira esa nostalgia de lo épico perdido. La muerte épica que finalmente elige Dahlmann es extensión de la valorización romántica e idealizada de su pasado familiar. Pero también efecto del modelo de la épica gauchesca, del Martín Fierro. De la épica que, en el duelo, en el combate hombre a hombre, encuentra una experiencia cumbre o límite que permite la revelación de un destino más alto. La prueba del duelo arranca a Dahlmann del paradigma de la vida ordinaria, y le concede el don de una existencia más alta; de un más alto vivir que se resuelve en un mejor morir.

En el tiempo ordinario, Dahlmann seguramente nunca deja el sanatorio. Y por el viaje en el sueño y el deseo, su vida se resignifica por la elección de la muerte épica. La elección de la muerte de Dahlmann en las circunstancias del relato es también un suicidio velado, por su imposibilidad de sobrevivir a la pelea. Una elección de abandonar un mundo desértico por la decisión de la muerte voluntaria. Decisión con semejanzas al suicidio de Akutagawa que construyó su muerte buscada o deseada ante la depresión de sus fuerzas vitales (29).

 La epopeya deja de ser al fin una grandeza a admirar desde la distancia y el pasado. Es ahora un modelo literario para la construcción épica de la propia muerte. Y esa imitación acontece en el sur de la pampa argentina. El sur que se convierte en un reino simbólico para recuperar una épica perdida en lo moderno.    

VII. 

La épica anglosajona y escandinava

 En 1935 Borges publica Historia de la eternidad. Uno de sus ensayos aborda las Kenningar, las metáforas de la remota y fascinante Islandia. Un tiempo después, publicará la Literaturas germánicas medievales. En esta última obra explora las literaturas sajonas, germánica y escandinava. En estos textos también se encuentran los caminos de lo épico

Espadas ceremoniales sajonas en la abadía de Essen (foto del historiador Georg Humann)

en Borges.

 Las literaturas germánicas comienzan con Ulfilas, obispo de los godos. En el siglo IV. d.c. Ulfilas profesó el arrianismo, y seleccionó letras del alfabeto griego, rúnico y latino; y elaboró una escritura maeso-gótica, con las que tradujo la Biblia del latín.

La Biblia gótica de Ulfilas es el origen remoto de las literaturas germánicas. Por su parte, en la literatura de Inglaterra sajona descuella, como gema de llama superior, la gesta de Beowulf. Obra escrita en más de tres mil versos, en el siglo VII, por un autor anónimo; acaso un clérigo de la región de Northumbria, embebido de las tradiciones orales de los germanos, entre los que se encuentran los anglos, futuros dominadores de engla-land. En 1705 el viejo manuscrito de Beowulf que sería la cumbre épica de las literaturas germánicas es descubierto e integrado a un catálogo de manuscritos anglosajones.

Beowulf era el príncipe de los geatas, pueblo del sur de Suecia, también identificado con los jutos. En el poema épico, el príncipe llega a la corte del rey Hrothgar, que reina en Dinamarca. Durante doce inviernos, en las noches, un monstruo llamado Grendel, penetra en la sala de rey y capturaba y devoraba a sus guerreros.

Primera página del Beowulf (foto Wikipedia)

Beowulf se propone acabar con el ser maligno. Y así lo hace; le arrebata un brazo al monstruo que vive en una ciénaga, donde también muere desangrado después de escapar. Pero Beowulf sólo termina por extirpar la amenaza cuando rastrea la guarida de Grendel en la que vive su madre, que regresa al palacio del rey para recuperar el brazo que el príncipe geata le cortó a su hijo. En la segunda parte, el príncipe ya es rey; sufre los primeros estragos de la vejez. En su ocaso, debe enfrentarse a un dragón que asola su reino. Mata a la criatura del aire, pero es envenenado por su mordedura. Como Héctor, finalmente enterrado en solemne funeral al fin de la Ilíada, Beowulf muere y es sepultado en un túmulo en el torno al cual cabalgan doce guerreros entonando elegías.

 En las letras sajonas lo épico también aflora en el fragmento de Finnsburh, la balada de Maldon; en la oda de Brunanburh; o en el lamento de Deor. Y Caedmon fue el primer poeta anglosajón. Caedmon tuvo una visión en la que Dios o un ángel le pide que cante  “el origen de todas las cosas”. Y Beda el venerable, (676-735) en su Historia eclesiástica de la nación inglesa (Historia ecclesiastica gentis Anglorum), en latín, narra el sueño o visión de Caedmon.

  En su Germania, Tácito hace referencia a las tribus germánicas. Y en el monasterio de Fulda, cerca Kessel, en 1729, se halló uno de los pilares fundacionales de la literatura de los viejos germanos: el canto de Hildebrand (Hieldedrandslied), una historia legendaria de los godos. El cantar de Ludovico evoca, con épicos acentos, la victoria del rey de los francos, Luís III, en el año 881, ante un ejército de escandinavos invasores. El libro de los héroes (Heldenbuch), el siglo XIII, es la colección épica que canta a Teodoro, rey de los ostrogodos y los romanos que derrotó a Odoacro, rey de Italia. Teodoro lo mató con su espada. Le sorprendió la facilidad con que el metal afilado traspasó a su contrincante de setenta años. Antes de desplomarse, Odoacro alcanzó a preguntar, casi como una protesta: “¿Dónde está dios?”.

Pero el Cantar de los Nibelungos (Nibelungenlied), del siglo XIII, (la misma obra que luego resonará bajo la formas de los dramas musicales wagnerianos), es la historia trágica del tesoro de Andvari, y es el pináculo de los calores épicos de Germania.

 Pero quizá la excitación épica mayor en la travesía borgeana por las  antiguas literaturas germánicas, es lo escandinavo. La literatura escandinava, compleja y diversa, nace en Islandia, la última Thule de los romanos. La isla lejana a la que Borges le dedica varios poemas. Junto con la Irlanda céltica, Islandia fue el último refugio de la cultura pagana.

 En el siglo IX, el rey Harald Hardagar quiso desposarse con la hija de otro rey. La mujer deseada le impuso al rey, como condición para el casamiento, unir toda Noruega bajo su espada. Así lo hizo; y quienes no aceptaron la tiranía escaparon a Islandia. Allí, respiraron el placer de la vida libre. Fundaron una especie de república, con una asamblea general de gobierno, el primer parlamento europeo, el Althing. Los islandeses llegaron después a Groenlandia (Tierra verde); en el siglo XI descubrieron la costa de América a la que le dieron el nombre de Vinland (Tierra de los Viñedos).

 Los vikings se expandieron con sus navíos y su furia guerrera, y sus ansías de aventura, por todas las direcciones.

Un drakkar, un barco vikingo conservado en Oslo, Noruega.

Una forma de recrear su itinerario aventurero son los epitafios tallados en piedras con inscripciones rúnicas. En  Islandia, además de las obsesiones por los juegos atléticos y las riñas de potros, surgió una vasta literatura en verso y prosa. De la escritura en prosa nació la épica de las sagas, en el siglo X, de las cuales se conservan alrededor de 140.  Entre las principales se encuentra la saga de Grettir, la Bandamanna Saga, la Njálssaga, la Saga de Egil. Saga procede de sagen y say (decir y referir en alemán e inglés respectivamente). Las sagas son preámbulo del tipo de narración de  la novela y el cine. Las sagas son de lenguaje claro, ágil, directo. Describen sin comentar. No se adentran en análisis psicológicos de caracteres. Los personajes se manifiestan por los actos y sus palabras. Las historias obedecen a estrictas secuencias cronológicas; pululan las genealogías y sobresalen las peleas y conflictos. Pero, en un principio, las sagas no presentan estereotipos morales, modelos que contraponen un bien extremo a un mal exacerbado. El dualismo moral de los caracteres sólo surgirá con la influencia de la evangelización cristiana; y éste será el momento de la decadencia del viejo arte de las sagas. Después, entre los valles del romanticismo, William Morris evocará el perdido mundo arcaico de las sagas. Visita Islandia y escribe The Story of Sigurd the Volsung and the Fall of the Nibelungs (1876), una refundación moderna de las narraciones antiguas islandesas.

 Las sagas narran de forma realista. Y el realismo de la prosa épica escandinava, muy anterior al realismo picaresco hispano, es diferente al simbolismo del arte medieval. Pero es un realismo que integra lo sobrenatural, porque para los viejos escandinavos la magia y los fantasmas son parte  de lo real.   

 Y es en ese arte poético donde los escandinavos cultivaron densos jardines de metáforas que enriquecieron el canto épico. En Islandia, por el año 1000, los thulir, rapsodas anónimos y repetidores fueron reemplazados por los escaldos, una dinastía de poetas de mayores apetencias creadoras. La prodigalidad de sus ambiciones poéticas consta en la Edda Prosaica. Sus páginas proceden de uno de los personajes que mayor fascinación ejerció sobre Borges: Snorri Sturluson. Una suerte de antecedente del humanismo polifacético del Renacimiento. Snorri Sturluson (1179-1241) fue ingeniero, historiador,

político, poeta, jurista. Nació en el oeste de Islandia, la región más prodiga en sagas. Fue presidente del Althing. Snorri era erudito en la historia de los noruegos. En 1218 viajó por primera vez al gran país escandinavo. Su rey Hakón le confirió el título de lenderman (barón), título que lo convertía en súbdito del rey. Señal de un posible proyecto de Snorri de ayudar al rey a anexionarse Islandia, república libre hasta entonces. Es decir, Snorri había actuado como traidor. Así al menos lo entendieron muchos de sus contemporáneos. El hecho fue que Islandia no se integró a Noruega porque su traición fue doble; tampoco cumplió con el supuesto pacto con Hakón. El rey, entonces, finalmente movió las piezas para que la muerte lo alcanzara a través de unos asesinos que cercaron su casa; y lo descubrieron oculto en el sótano. El valor guerrero, centro de la épica de su patria, no era una cualidad de su carácter.  

 En la Edda Prosaica o Edda menor Snorri recopiló poemas épicos y un manual de las metáforas de los escaldos. En su prólogo se consigna su propósito fundamental: “Esta clave se dirige a los principiantes que quieran adquirir destreza poética y mejorar su provisión de figuras con metáforas tradicionales, o a quienes buscan la virtud de entender lo que se escribió con misterio. Debemos respectar esas historias que bastaron a los mayores, pero conviene que los hombres cristianos les retiren en su fe” (30).

 Snorri compiló las metáforas de la épica islandesa cuando su fuego se extinguía.  El suyo no era el cantar del alba, como el verso homérico. Snorri compiló con ahínco tal vez porque era conciente de la descomposición de un universo reciamente épico. La historia, la mitología, la épica antigua renacieron en un último canto de cisne. Y Borges agrega: Snorri “quizá ejecutó la tarea de fijar esas viejas cosas escandinavas, porque intuyó que estaban tocando a su fin; quizá intuyó la desintegración de aquel mundo en la flaqueza y en la falsedad de su propia vida” (31).

 En 1643, un obispo islandés, Brynjolf Sveinsson, tuvo entre sus manos un códice, un manuscrito de cuarenta y cinco hojas en pergamino. El obispo supuso que era la fuente de los poemas que compiló Snorri en su Edda prosaica del siglo XIII.  El manuscrito recuperado consta de treinta y cinco poemas, compuestos en Noruega, Groenlandia e Islandia entre los siglo IX al XIII. Brynjolf lo atribuyó a Saegmund el sabio, erudito y sacerdote islandés del siglo XIII. La llamada Edda de Saimund el sabio fue enviada a la Real Biblioteca de Copenhague. Pero la obra también se transfirió a la posteridad con los nombres de Edda Poética o Edda Mayor. Uno de sus poemas fundamentales es la Voluspa o Profecía o visión de la sibila. Tácito escribió que los germanos veían en la mujer cualidades visionarias o proféticas. Ante los dioses reunidos, una profetisa, que es arrancada de la muerte, despierta para ver el futuro. En la trama completa del tiempo el hombre no es el centro. En el final de los tiempos, los dioses se enfrentan con el lobo Fenrir, con los gigantes, con la serpiente Midgardsorm. Los dioses son derrotados en la batalla final, en la Ragnarök. Pero luego, un nuevo día soleado asomará tras la oscuridad de la violencia y la destrucción. El renacer de una historia cíclica, como la que imaginaron los pitagóricos y los estoicos (32).

 En la Edda Menor, Snorri dejó constancia de las kenningar, las metáforas de la poesía de los escaldos,  como ésta que aparece en la saga de Grettir:

 «El héroe mató al hijo de Mak;

Hubo tempestades de acero y  alimento de cuervos…»

Tempestad de espadas es el ingenio combinatorio para expresar batalla; alimento de cuervos es lo propio para denunciar la materia inerte de una cadáver.

Guerrero escandinavo (en Pintarest)

Tal juego de la variación metafórica son las Kenningar. Los escaldos cosecharon una frondosa vegetación de metáforas de este cuño. Sus imágenes son de origen divino. La sacralidad de esta genealogía la suscribe el propio Snorri al transcribir la aventura de Aegir o Hler. Personaje éste imbuido de saberes mágicos, logró introducirse en Asgard, la fortaleza de los dioses. Al anochecer del día de su intrusión, Odín, el dios tuerto y hechicero, mandó traer un par de espadas de un deslumbrante fulgor. Entonces apareció el dios Bragi, dominador excelso de la elocuencia y la métrica. El hombre y el dios departieron sobre poesía. La divinidad develó las metáforas del exacto decir poético. Aegir hizo un catálogo de la información sagrada. Este registro es el que comunica la Edda Prosaica de Snorri. Así, la obra histórico-mitológica del escriba islandés entrega múltiples posibilidades metafóricas a propósito de múltiples sustantivos. El brazo es: fuerza del arco o pierna del omóplato. La espada es: vara de la ira; remo de la sangre; lobo de las heridas; fuego de yelmos; o hierro de la pelea. Y un rey es señor de los anillos o distribuidor de espadas.

En un principio, la reacción de Borges ante las Kennigar es condenatoria, ya “que una de las mas frías aberraciones que las historias literarias registran son las menciones enigmáticas de las Kenningar de Islandia”  (33). Pero luego la impugnación se trastoca en vindicación final: “El signo pierna de omóplato es raro, pero no es menos raro el brazo del hombro. Concebirlo como una vana pierna que proyectan las sisas de los chalecos y que se deshilacha en cinco dedos de penosa largura, es intuir su rareza fundamental. Las Kenningar nos dictan ese asombro, nos extrañan de ese mundo. Pueden motivar esa lúcida perplejidad que es el último honor de la metafísica, su remuneración y su fuente” (34). Al percibir el entorno, los escaldos encuentran realidades materiales raras y enigmáticas, un único enigma que traspasa cada objeto. La respuesta ante ellas sólo puede ser el asombro. Y la generación de múltiples metáforas, de múltiples dioses e imágenes para poblar una existencia de intensidad siempre desbordante. La intensidad de la batalla y el choque de las espadas, demanda una asombrada celebración épica. Y lo épico así se fortalece por la metáfora, nacida del asombro. Y la metáfora potencia también el canto al decir de forma indirecta. Una armadura, un escudo, una lanza, dos espadas chocándose, son tanto más vividos si se los evoca por el camino indirecto, por un decir lateral de lo metafórico.

 Snorri escribió otra obra fundamental: la Heimskringla, el Libro de La historia de los reyes del Norte;

escrita en base a las viejas sagas; y que, según el juicio de Carlyle, que recuerda Borges, está “provista de mapas exactos, de resúmenes cronológicos, etcétera; podría considerarse uno de los grandes libros de historia de la tierra” (35).

 El episodio de mayor resonancia épica en la lectura borgiana de la obra de Snorri como historiador es el diálogo entre Harold y su hermano Tostig. El conde Tostig era el hermano de Harold, rey sajón de Inglaterra. Tostig  ambicionaba el trono, por lo que se alió con el rey y poeta noruego, Harald Hardrada. Luego del desembarco de las fuerzas invasoras, un jinete, de identidad desconocida o no anunciada, se aproximó y preguntó por Tostig. El conde respondió al llamado. El recién llegado entonces afirmó:

-Si eres verdaderamente Tostig, vengo a decirte que tu hermano te ofrece su perdón y una tercera parte del reino.

-Si acepto, ¿qué dará al rey Harald Hardrada? – preguntó Tostig.

-No se ha olvidado de él, le dará seis pies de tierra inglesa; y, ya que es tan alto, uno más.

 El jinete que habló era el propio rey Harold. Apeló a la discreción y la cautela y fingió no reconocer a Tostig para no presionar su respuesta.  Con su respuesta lacónica a la manera espartana, Harold resumió la determinación épica de rechazar al invasor, sin debilidad ni concesiones.

  El “destino escandinavo” es el de un cristal que se desvanece en el vapor de lo remoto. La epopeya homérica mantuvo su esplendor a través de los siglos. La épica de las Eddas y las sagas, se diluyeron en una neblina espectral. La mitología celta irlandesa, transcripta por monjes medievales, cayó en el olvido para ser recuperada luego por el romanticismos; los que, en un acto semejante, recuperan el arte de las sagas son los grandes novelistas. Borges recuerda entonces la afirmación de William Paron Ker en su obra Epic and romance: “la gran escuela islandesa; la escuela que murió sin sucesión hasta que todos sus métodos fueron reinventados, independientemente, por los grandes novelistas, al cabo de los siglos de tanto tanteo y de incertidumbre” (36).

 Pero a pesar de la subterránea reemergencia de las viejas sagas, las antiguas letras escandinavas, permanecen distantes, con sus veleros de metáforas y épica. Como si fueran la huella de un fósil. Un fósil que sobrevive en piedras antiguas.

VIII.

La negación de la novela-epopeya, y el honor, la mirada y la memoria.

 La novela desciende de la epopeya. Borges sueña en glorias épicas pretéritas. ¿Por qué entonces no alimentar la nostalgia de lo perdido con la escritura de alguna gran novela épica? Como es bien sabido Borges desdeñó la novela. Nunca se lamentó por no haber parido ningún texto novelesco. En una de las conferencias que dictó en Harvard en el periodo de 1967-1968, afirmó:

 “Me han preguntado por qué nunca he intentado escribir una novela. La pereza, por supuesto, es la primea explicación. Pero hay otra. Nunca he leído una novela sin cierta sensación de aburrimiento. Las novelas incluyen material de relleno; creo, por lo que sé, que el material de relleno puede ser una parte esencial de una novela. Pero he leído y vuelto a leer una y otra vez muchos relatos breves. Entiendo que en un relato breve de, por ejemplo, Henry James o Rudyard Kipling podemos encontrar tanta complejidad -y de un modo más agradable- como en una larga novela” (37).

 Para cierta mirada crítica la novela llega a su plenitud con El Quijote y termina con Madane Bovary. Ya Bouvard et Pécuchet, tema de un ensayo de Borges, marcaría su final. Tal es la posición de Juan José Saer para quien, con cierta ironía, Borges asume que la única forma de ser novelista en el presente es no serlo (38).

  La mejor manera de entender la sustancia emocional y ética de la epopeya no es su continuación por las formas de la novela épica. Es su evocación capaz de diferenciarse de la escenificación de lo épico (los fastos de las armaduras de los héroes, los cantos altisonantes de su gloria, el necesario aplauso o reconocimiento de su coraje). El sentido no escénico de la epopeya no es la ostentación del coraje (y Aquiles es quizá ejemplo crucial de un coraje de la escenificación) sino el vigor del carácter ante lo adverso, el deseo de una realización fuera de lo ordinario, y el valor que no depende de la fama o la estima que conceden lo otros. A partir de ese momento lo épico puede asociarse con una autorrealización libre de la necesidad del reconocimiento ajeno. Este es el proceso que narra “Historia de Rosendo Juárez”, en El informe de Brodie.

Rosendo Juárez el pegador ya aparece como quien recibe el reto para pelear de Francisco Real en el Hombre de la esquina Rosada, dentro de la Historia universal de la infamia (39).

 En un bar de Bolívar y Venezuela, Rosendo Juárez le refiere su historia al narrador. Nació cerca del Maldonado. Y en un almacén se ganó fama de bravo al matar a Garmandia, un

Antonio Banderas en una adaptación de Historia de Rosendo Juárez, en 1993, en la televisión española

temido cuchillero. Entonces, descubrió que no es difícil matar a un hombre. Su fama de guapo le deparó el trabajo de proteger, con la amenaza y la intimidación, los intereses de algún político en los comicios electorales. Entonces “durante años me hice el Moreira, que a lo mejor se habrá hecho en un tiempo algún otro gaucho de circo” (40).  Luego de otros avatares, Juárez recaló en un baile. Los asistentes a la fiesta ya estaban reunidos. Un forastero llegado del Norte le propuso conversación; y se irritaba gradualmente mientras que se servía una ginebra, como para darse coraje. Y, finalmente, lo retó a pelear. Pero entonces, como en “Biografía de Isidoro Tadeo Cruz”, a Juárez le llegó una revelación inesperada. En un instante fundamental sintió que su retador era él mismo, como reflejado en un espejo. Al verse con nitidez reflejado en otro, percibió con agudeza su pasado y su presente, y sintió asco. Vergüenza. Se negó a pelear. Entonces, escuchó la amenaza esperable: “lo que pasa es que no sos más que un cobarde”. Si algún retazo de indecisión quedaba en Juárez, el acusarlo de cobarde ante un público expectante, debía sacarlo de su letargo. Pero Juárez había comprendido. Comprendió que el buscar fama y respeto por la torpe acción de provocar, pelear y matar era un acto miserable. Un motivo de deshonra, no de honor, para una mirada serena y despierta. Entonces no dudó en responder a la provocación: “No tengo miedo de pasar por cobarde”. Ahora dueño de sí, con lentitud Juárez se retiró del baile.  Antes, una mujer le sacó el cuchillo y se lo mostró, para señalarle que era el único camino para preservar su honra. Pero continuó su salida. Ya nada le importaba el juicio de los otros. Se había liberado de ser a través del consentimiento de la mirada ajena. No dependía ya de un valor fuera de sí. Era ahora señor de su propia estima. El honor más alto no surge de ser un juguete del juicio exterior y social. El hombre honorable es juez de sí mismo. No teme ya el ser visto por otro como cobarde. Si le cabe algún temor, sólo es el de no ser autosuficiente. Y su acción épica no es ya el teatralizar un forzado coraje ante un público. El coraje es emanciparse de la tiranía del juicio ajeno. Es la superación de la falsa idea del honor que oculta la vanidad, la hipersensibilidad ante la imagen del propio ego ante la observación pública. El honor más pleno es actuar por cuenta propia. Y ser el creador de la propia historia. Pero este mensaje velado, y difícil de ver de forma transparente, es parte también de la estructura de una mirada y una memoria. Ese lugar es el del narrador de la historia que escucha los hechos desde los labios de su propio protagonista para así preservarlo y transmitirlo. Sólo por esa mirada y la traslación al relato, es posible la memoria que transmite el paso del falso honor del yo temeroso de la opinión ajena, al verdadero honor del yo autodeterminado. 

 El sentido de los hechos de Juárez, necesita entonces del  entrecruzamiento entre la mirada y la memoria. Esto nos entrega al vínculo indisoluble entre el acto épico y una mirada que observa y memoriza a través del canto oral o el relato escrito.

 Este es el centro de la prosa “991.A.D.”, en La Moneda de hierro, que evoca la batalla de Maldon, entre sajones y vikings. Los sajones sufrieron una derrota inapelable luego de su valerosa resistencia contra la embestida de los hombres del Norte que habían desembarcado de sus drakkars, sus navíos. Aidan, virtual jefe de un grupo sobreviviente, sabía ya que la muerte los reclamaba. Sabía que un hecho de valor no lo es plenamente si no reverbera como un eco en las generaciones venideras. Pero eso le pide a su hijo Werferth:

“Tienes que irte solo y dejarnos. Tienes que renunciar a la contienda para que perdure el día de hoy en la memoria de los hombres. Eres el único capaz de salvarlo. Eres el cantor, el poeta”  (41).

  El poeta debe observar, recordar y componer los versos que den la justa descripción de los hechos y su bella forma poética. Sin la mirada que recuerde y transfiera al futuro lo acontecido, un hecho corre el albur de disolverse en el olvido. El peligro de no haber ocurrido nunca.  El lugar del honor, inseparable de la épica, puede divorciarse de la necesidad del reconocimiento y exaltación de una mirada ajena (como Rosendo Juárez), pero no de la mirada que evoca y recuerda.

IX. 

La resistente nostalgia de lo épico.

 Suele insistirse en la nostalgia de lo épico en la obra borgeana. En “Yo” en La rosa profunda, Borges se autopercibe como “memoria de la espada”. La nostalgia como aceptación de un bien definitivamente perdido.

 Frente a lo épico ausente, se podría pensar que Borges fuerza los hechos para crear un mitología urbana basada en la “religión del coraje” de los cuchilleros, idealizados como  hombres de valor; una vía para eludir su realidad más amarga de vulgares matones. La idealización como forma de escapar de la ausencia de una épica tangible; idealización que también, con cierta ingenuidad, olvida el costado más oscuro e instrumental de muchas situaciones que actúan por detrás de las loas épicas (42). Una estrategia para disimular la resignación por un valor imposible. Resignación que viene a insinuar la nostalgia de lo épico.

 Sin embargo, la nostalgia puede contener el vigor de lo que resiste. En “Una espada en York Munster”, Borges se refiere a un guerrero de Noruega. Recuerda como en vano su puño esgrimió su espada contra la muerte. Pero “pese a la larga muerte y el destierro, / la mano atroz sigue oprimiendo el hierro”.  Sólo “lo pasado es lo verdadero”, sentencia el último verso. Y la sombra del guerrero, la sombra de lo épico, sigue estando presente. Es decir, lo pasado disuelto es todavía una fuerza que sobrevive al menos en la evocación y la memoria de algo más fuerte.  Y en “A un poeta sajón”, Borges evoca al poeta que en un monasterio fue llamado por “la antigua voz de la épica”, para cantar las victorias o derrotas sajonas ante los vikings. Ese poeta hoy no es “otra cosa que unas palabras/ que los germanistas anotan/”. Pero el poeta de la memoria épica en lo moderno, puede todavía revivir un esplendor pasado porque: “Hoy no eres otra cosa que mi voz/ cuando revive tus palabras de hierro” (43)

 Lo épico borgeano no es sólo lamento, elegía. Es también la resistencia de un valor más vigoroso. La épica puede ser entendida a través de distintos perfiles o aristas: el coraje, el coraje guerrero como modelo fundacional de lo épico. Los guerreros evocados por las literaturas sajonas, germánicas y escandinavas son uno de los ejemplos destacados por Borges. Y lo épico puede ser también la resistencia ante fuerzas muy superiores. Es el caso de la ciudad sitiada por potencias abrumadoras; como Troya, Numancia, Masada, Leningrado. Esa forma de la defensa épica es uno de los ciclos repetidos en la historia como lo afirma Borges en Los cuatros ciclos, en El oro de los tigres.

Y también en ese texto se destaca la aventura, la penetración en lo incierto y lo riesgoso; como en los viajes por el mar o islas desconocidas, como el caso de la Odisea, los argonautas o la novelística de Conrad.

 La épica como choque con fuerzas muy superiores conduce asimismo al descubrimiento, casi involuntario, de una fuerza demasiada absoluta como para ser soportada. Es el caso del rey y el poeta de “El espejo y la máscara”, en El libro de arena. Un rey celta le pide a un poeta que apele a sus mejores recursos de versificación para componer un poema que refleje el tumulto y vértigo de una batalla. El poeta al principio elabora un poema épico de alto virtuosísimo formal; pero incapaz de incendiar a los oyentes con un fuego bélico. La auténtica expresión épica de la batalla la consigue el bardo, al final, con una sola palabra. Entonces, el poeta y el rey, desde la evocación poética de lo épico, descubren el reino de la Belleza. Un fuerza demasiado abismal como para ser soportada. El proceso iniciado por el canto épico termina entonces en la aceptación de la derrota. Lo épico es aceptar el costo del encuentro con una fuerza absoluta. El poeta entonces se suicida con una espada que le había regalado el rey. Y el rey renuncia a su poder. Se convierte en mendigo.

 Por otro lado, el honor puede ser acicate de actos épicos. Pero los actos en apariencia valerosos, quizá ocultan a veces un trasfondo inesperado. Un miedo visceral. El miedo a ser visto como cobarde, pusilánime, débil. Así, lo que mueve la demostración del coraje disfraza un exceso de preocupación por la mirada de los otros. Si es así, el centro más auténtico de una escala de honor más alta será el actuar desde el valor de la autodeterminación, aun cuando esto suponga el rechazo o la incomprensión. Esa cumbre más alta del acto valeroso y honorable es el que Borges entrevé en la “Historia de Rosendo Juárez”. El honor real es el valor de sostener la decisión individual, sin ser dominado por la necesidad de probar ante los otros el propio valor en un absurdo duelo. Ese tipo de actitud será, inevitablemente, una autoconstrucción en la soledad. El honor como la firme fidelidad al propio camino. Otra forma, discreta, no visible, del vigor épico.

 Entonces, la nostalgia de lo épico no es sólo resignada queja de lo perdido. También es una especial actitud combativa. La forma, quizá, de una ética individual y solitaria.    

Citas:

(1) Ver Mircea Eliade, “Iniciaciones militares e iniciaciones chamánicas”, en Iniciaciones místicas, Madrid. Taurus, pp.141-177.

(2) J. L. Borges y Osvaldo Ferrari, “El sabor de lo épico”, en Diálogos, Buenos Aires, Seix Barrial, p. 250.

(3) Ibid..

(4) Ibid., p. 251.

(5) Ver J. L. Borges, “La poesía gauchesca”, en Discusión, en Obras completas, v. I., Emecé, Buenos Aires. Aquí Borges dice:

(6) Ver Richard Slatta, Las gauchos y el ocaso de la frontera, ed. Sudamericana, Buenos Aires.

(7) Ibid, pp..325-326.

(8) Ibid, p. 321

(9) Ver, Leopoldo Lugones, El payador, Buenos Aires, Sudamericana.

(10) Ver Fray Mocho, Un viaje al país de los matreros, Buenos Aires, Emecé

(11)  J. L. Borges, “José Hernández. El Martín Fierro”, en Prólogos con un prólogo de prólogos, en J. L. Borges,  Obras completas,  volumen IV, Buenos Aires, Emecé, p. 88.

(12) J.L. Borges, “Biografía de Isidoro Tadeo Cruz (1829-1874)”, en El aleph, en J. L. Borges, Obras completas, volumen I, p. 563.

(13) J. L. Borges, El tamaño de mi esperanza, citado en Carlos Alberto Zito, El Buenos Aires de Borges, ed. Aguilar, Buenos Aires, p. 110.

(14) Ver J. L. Borges. “Fundación mítica de Buenos Aires”, en Cuaderno San Martín, volumen I, Obras completas, Buenos Aires, Emecé.

(15) J. L. Borges, “Todos los ayeres un sueño”, en Los conjurados, en Obras completas, volumen III, op. cit.

(16) J.L. Borges, Evaristo Carriego, en Obras completas, volumen III, op. cit.  p.128.

(17) J.L.Borges, Borges, sus días y su tiempo, María Esther Vázquez, Javier Vergara editor, 1984, citado en Carlos Alberto Zito, El Buenos Aires de Borges, op.cit., p. 112.

(18) J. L. Borges, “¿Dónde se habrán ido?”, en Para seis cuerdas, en  Obras completas, v. II, p. 335-336.

(19) J.L, Borges, “Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos”, en El hacedor, Obras completas, volumen III, op. cit., p.205.

(20) J.L.Borges, “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-1874), en El hacedor, Obras completas, volumen III, op. cit., p.206.

(21) J.L.Borges, “Espadas”, en El oro de los tigres, en Obras completas, volumen II, op. cit p. 463.

(22) J.L. Borges, “La suerte de la espada”, en La moneda de hierro, en Obras completas, volumen III, op. cit , p. 142.

(23) J. L. Borges, “El puñal”, en Evaristo Carriego, op.cit, p. 156.

(24) J.L. Borges, “El encuentro”, en El informe de Brodie, en Obras completas, volumen II, op. cit, p. 419.

(25) J.L. Borges, “El sur”, en Ficciones, en Obras completas, volumen I, op. cit, p.526.

(26) Ibid.p. 528.

(27) Ibid, p. 529.

(28) Las 1001 y una noches es el relato de la reina Scherezade para evitar su muerte. Todas las noches el rey yace con una virgen, y luego ordena su ejecución. La nueva reina, consiente de este fatídico final, entretiene al rey con sus relatos. La narración como dilatación o extensión del tiempo, y como antídoto mágico contra la muerte. En su narración, Scherezade arriba a la especial historia en la que refiere la historia del rey y de ella misma narrando las historias de cada noche para impedir su ejecución. La narración descubre así un punto de partida de una estructura circular, dado que el devenir de los relatos siempre volverá a esa meta-historia como punto de inicio y regreso de las historias. Pero lo que interesa aquí en particular es la estructura de la intratextualidad por la que un relato-historia es dentro de otro; una ficción dentro de la ficción, un relato dentro de otro.

(29) Ver Ryunosuke Akutagawa. “Carta a un viejo amigo”, en Vida de un loco, Buenos Aires, Emecé. Incluye un epílogo de Borges a una edición de los relatos de Akutagawa, Kappa y Los engranajes.

(30) J. L. Borges, Literaturas germánicas medievales (con la colaboración de María Esther Vásquez), Buenos Aires, Emecé, p.195.

(31) Ibid., p. 219.

(32) Una obra clásica para el estudio general de la mitología escandinava es la Heinrich Niedner, Mitología nórdica.

(33) J. L. Borges, “Las kenningar”, en Historia de la eternidad, en Obras completas, volumen I, op. cit, p.379.

(34) J. L. Borges, Literaturas germánicas medievales, op. cit., p. 65.

(35) Ibid., p. 209

(36) J.L. Borges, “Destino escandinavo”, en Borges en Sur, 1931-1980. Buenos Aires, Emecé, p. 56.

(37) J.L. Borges, conferencia “Credo de poeta”, en Borges inédito, Barcelona, 2000,  editorial Crítica, p.140-141.

(38) Ver Juan José Saer, “Borges novelista”, en El concepto de ficción, México, Seix Barrial.

(39) En Villa Santa Rita, cerca del arroyo Maldonado, en el siglo XIX, los paisanos acuden a la pulpería a buscar divertimentos, juegos de cartas, truco, bebidas, compañia, mujeres. Rosendo Juárez el pegador es el hombre fuerte y temido del lugar por las arremetidas de su puñal. Premio al temor que inspira su cuchillo es el amor de la Lujanera. Su prestigio se expande y desde el Norte llega Francisco Real, el Corralero, quien lo desafía a pelear. Juárez rehuye la provocación en el relato del joven Borges, Hombre de la esquina rosada. Lo que pudo parece retraccion cobarde, quiza ya abrigaba el germen de un cambio de conciencia del hombre violento que, luego, en La historia de Rosendo Juárez, se convierte en asuncion valiente de que no se debe temer rechazar un camino absurdo y patético para encontar un falso honor por el espectáculo de una hombría forzada y teatral ante un público que debe conceder el título de hombre honorable. Valentia y honorabilidad es no temer el rechazo de la mirada externa.

(40) J.L. Borges. “Historia de Rosendo Juárez”, en El informe de Brodie, en Obras completas, volumen II, op. cit, p.414.

(41) J.L. Borges, “991 A.D”, en La moneda de hierro, en Obras completas, volumen III, op. cit.,p. 145.

(42) Nos referimos a la falta de indagación en Borges de los componentes más nauseabundos que suelen estar por detrás de los actos de valor y épica nacidos en escenarios bélicos. Los vikings, por ejemplo, invadían y conquistan, mataban y saqueaban.  Salvo las guerras de defensa del propio territorio, las guerras suelen ocultar los intereses de un Estado, o de jefes tribales; los intereses de los niveles más altos de una sociedad que, a través  de la guerra y la manipulación del valor épico (y de exhortaciones nacionalistas o patrióticas), consiguen acumulación y expansión de poder.

(43) J.L. Borges, “A un poeta sajón”, El otro, el mismo, en Obras completas, volumen III, op. cit., p.284.

 

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