Por Esteban Ierardo

En El nombre de la rosa se construye una trama policíaca en torno a unos crímenes en una abadía medieval. En la célebre novela de Eco los hechos transcurren en 1327. Los homicidios se relacionan con la supuesta existencia del segundo libro, nunca encontrado, de la Poética de Aristóteles, dedicado a la comedia y la risa.
El libro de Aristóteles permanece oculto en una biblioteca-laberinto dentro de la abadía. El abad Jorge de Burgos protege ese secreto.
Guillermo de Baskerville, un monje franciscano «detective», revela el enigma. Pero el centro del conflicto es la amenaza de la risa… Aquí exploramos algunas de las ideas o experiencias centrales de la obra del semiólogo italiano en relación con el universo medieval. Y esto también con el propósito principal de meditar finalmente sobre la risa, sus modos y posibles significados. Para eso, en este ensayo, nos extenderemos en dos movimientos: el primer movimiento y sus partes dedicado a la propia novela, el peligro de la risa, lo franciscano y lo particular y la naturaleza; los personajes Guillermo de Baskerville, Adso, Ubertino, Jorge de Burgos, la Inquisición, la biblioteca-laberinto de la abadía; el tema del nombre como lo único que queda de la rosa… Y en el segundo movimiento final, más breve, los modos de la risa, relacionado también con una imagen misteriosa de unos caballos que cabalgan, y destinada a la libre interpretación del lector.
En el final de esta entrada también agregamos el video que en nuestro canal le dedicamos a la novela de Eco.
Primer movimiento
I. La llegada a la abadía
La novela El nombre de la rosa de Eco es un manantial de ideas y creencias del Medioevo. Todo gira en torno a un libro de Aristóteles sobre la comedia y la risa (que sería un continuación del primer libro de la Poética, dedicado a la tragedia). Un libro que nunca fue encontrado. En una abadía, un viejo monje, Jorge de Burgos, le teme a la defensa que el gran filósofo griego haría de la risa. Para el sacerdote, el hombre no debe reír porque, de hacerlo, su rostro asume el aspecto grotesco de un mono, y su alma ya no teme a Dios.
Un monje franciscano y su novicio llegan a la abadía que se recorta bajo un cielo
melancólico. Gritos y misterios rasguñan los muros del edificio religioso. El motivo de la visita es un crimen. El franciscano, Guillermo de Baskerville, recibe el encargo del abad de resolver la intriga. La clave policíaca, la trama detectivesca de una suerte de thriller medieval con reminiscencias de Sherlock Holmes. Esta es la lectura más usual de El nombre de la rosa; esta variable es especialmente enfatizada en la adaptación cinematográfica de la novela por Jean Jacques Annaud (1).
En una discusión final entre el anciano ciego y Guillermo de Baskerville, éste hará su propia defensa del reír. La risa abre a una sospecha: la risa y su sonido como principio creador del mundo; la risa como la alegría generadora de la vida. A este punto llegaremos al final, en un segundo movimiento, luego de una previa exploración de varias ideas-núcleos de la historia medieval imaginada por Eco. Y que es narrada, en forma de memorias, por Adso de Melk, el novicio que acompaña a Guillermo dentro de misterios y laberintos.
II. La luz y lo sensorial
Guillermo de Baskerville respira en la Edad Media fascinada por lo sobrenatural y el mal. Allí, Guillermo es el ojo enamorado de lo empírico, de los detalles particulares en la naturaleza, del mundo como un libro de huellas a descifrar.
Como franciscano, Baskerville es seguidor de San Francisco de Asís, fundador de la orden franciscana en el siglo XIII, basada en una vida austera, pobre, sencilla, acorde a los ideales del cristianismo evangélico del comienzo. San Francisco ama el espíritu en la materia. Le canta al sol, a la luna, al viento, al fuego. Le canta como hermanos. Ríe y rueda desnudo sobre la nieve. Predica a los pájaros. En la materialidad del mundo encuentra lo divino susurrando llamados y secretos. Dios no se avergüenza de su cuerpo hecho de rocas, agua o luz. Por eso, la intelectualidad franciscana piensa desde la naturaleza; pero no desde sus leyes generales, sino desde las particularidades: venera este sol, esta luna, este árbol, este río… Lo particular como lo individual físico es más verdadero que lo general y abstracto.
Roger Bacon, inglés y franciscano como Guillermo, autor del Opus Maius, siembra las semillas del método experimental de la ciencia moderna futura. Proclama el acto del ver, lo sensorial, los sentidos, como vía legitima de conocimiento. Y Guillermo de Occam, amigo de Baskerville (con el que sostiene conversaciones en Oxford) adscribe a la filosofía nominalista medieval (2).
El nominalismo dice que los conceptos generales solo son nombres, representaciones mentales. Lo real, en primer grado, además de Dios, es lo individual, las huellas e indicios particulares. Guillermo demuestra esa dinámica del pensamiento cuando recupera el caballo Brunello. El caballo se ha extraviado. Los monjes, encabezados por el cillero Remigio da Varagine, lo buscan. Guillermo observa la tierra cubierta por la nieve. Descubre huellas. Escudriña el entorno. Y deduce el lugar donde se encuentra el animal perdido.
La amistad con lo físico del mundo se expresa también en Guillermo al exaltar la luz. Lo divino se expresa por lo luminoso: «Dios sentido como luz, en los rayos del sol, en las imágenes de los espejos, en la difusión de los colores sobre las partes de la materia ordenada, en los reflejos de la luz sobre las hojas húmedas… No creo que este tipo de amor pueda encerrar amenaza alguna» (3).
Para Guillermo, la dignidad de lo sensorial está presente cuando Dios es «sentido como luz»; los reflejos de luz visible que acaloran la retina, para orientar luego la mirada hacia una luz invisible…
III. Disturbios franciscanos, Ubertino y la mujer
En El nombre la rosa, un grupo de franciscanos viaja a la abadía para sostener un debate con los dominicos en torno a la pobreza de Cristo.
Los franciscanos renuevan el cristianismo medieval. Y también, aun en contra de su voluntad, enojan al alto clero, a los sacerdotes acomodados. La prédica por la simplicidad y la pobreza y la vida austera de los franciscanos recupera la vida cristiana originaria, el cristianismo evangélico del comienzo: la renuncia a la propiedad privada, el sentimiento de comunidad, un misticismo nómada, libre de toda atadura a un poder centralizado. La iglesia constituida se ve así amenazada. La Inquisición despliega sus redes represoras para atrapar a los franciscanos. Así, muchos seguidores de Francisco son quemados en las hogueras, para la buena salud del establishment eclesiástico…
Los franciscanos atacan la iglesia de la riqueza y ostentación material. Su empecinamiento en recordar que ni los apóstoles ni Cristo tuvieron propiedad alguna, ni a título individual ni colectivo, irrita a los dueños del púlpito. La vida franciscana es herejía. Así lo afirma Bonifacio VIII. Pero entonces: «…¿cómo puede un Papa considerar perversa la idea de que
Cristo fue pobre?». El desacuerdo de la iglesia con la austera vida de Cristo debilita a la institución papal en su posición ante el emperador. Pero los franciscanos, reunidos en un capítulo general, en Perusa, insisten. Y así «fue como a partir de entonces los muchos fraticellis, que nada sabían del imperio ni de Perusa, murieron quemados» (4).
Y los franciscanos son seducidos también por el profetismo escatológico, por la creencia en la cercana destrucción de este mundo, el fin de los tiempos, el fuego redentor, las trompetas del apocalipsis. Pero la destrucción será la puerta abierta a una nueva historia. La fe franciscana se une aquí con la doctrina milenarista, iniciada por el monje calabrés Joaquín de Fiore. El milenarismo habla de tres edades. La última edad será el retorno del cristianismo auténtico. Sólo los pobres y los campesinos vivirán en esa edad. Por eso, de ellos será el último reino (5).
En la novela de Eco, los franciscanos discuten con los representantes del papa sobre la pobreza de Jesús, y sobre los peligros o trampas de la riqueza (6). Su discusión se produce dentro de la abadía que, ella misma, es un ejemplo de riqueza y ostentación.
Y la rebeldía de los seguidores de San Francisco no llega a la abadía benedictina sólo a través de la visita de Baskerville, y de la comitiva franciscana. Años antes, la abadía dio refugio a Ubertino de Casale, monje y pensador franciscano, autor del Arbor Vital crucificae. Ubertino reniega de la especulación intelectual, y de su disimulada vanidad. La fe real es sentimiento. Pasión. Mística encendida por la mujer. Pero de una mujer deserotizada, sublimada, despojada de sensualidad.
Ubertino expresa la típica ambigüedad medieval respecto a lo femenino. Por un lado, la mujer es Luna-Mujer, aliada del demonio; instigadora del pecado de Adán y de la caída del hombre. La inclinación masculina a la tentación lasciva siempre surge de la promesa de placer en la piel de mujer.
Pero, por otro lado, la Luna-Mujer se redime cuando sublima su sensualidad. Cuando pasa de la lujuria a la santidad. Entonces muere Eva y nace María. La pecadora desaparece y resplandece la virgen madre de Dios. Y en esa transformación palpita una mujer fronteriza, en un punto intermedio: la Magdalena que se arrepiente, la Magdalena penitente, la Magdalena que ora ante la cruz sangrante de Cristo. La Magdalena purificada que Ubertino venera como medio de ascenso espiritual (7).
IV. La verdad del Inquisidor
No solo Baskerville llega a la abadía. También se hace presente la Inquisición.
Bernardo Gui es el gran Inquisidor enviado por el Papa; es el que atraviesa la abadía con mirada adusta, y con la amenaza de las hogueras en sus manos. En apariencia, su misión es encontrar a los culpables de los asesinatos, y la presencia de toda posible herejía. Pero, más exactamente, Bernardo Gui representa la forma inquisitorial de construcción de la verdad. La verdad aquí no es adecuación a la realidad verificable, sino un discurso que dice lo que se quiere escuchar, lo que se necesita que sea lo verdadero. La verdad inquisitorial se construye a través de la tortura física y conceptual. La primera forma es la más evidente: la tortura de los cuerpos en los interrogatorios; los brazos o piernas estirados, los látigos, o una pinza arrancando dientes, o una llama quemando la carne del interrogado. Pero la tortura física es el medio hacia ciertos enunciados, ciertos conceptos que el Inquisidor quiere escuchar. El torturado debe confesar, entonces, lo que el torturador demanda que se confiese.
Bernardo Gui sorprende a Salvatore junto a una muchacha que, antes, le concedió al joven Adso una ráfaga de sexo.

La situación es mal interpretada. La joven es acusada de bruja. Salvatore queda expuesto como posible discípulo de Satanás, y de los dulcinistas, viejos seguidores del fray Dulcino, un fraticelli franciscano que promovía la violencia y el asesinato de sacerdotes ricos. Durante su interrogatorio, el jorobado Salvatore sólo puede contestar desde su peculiar lenguaje difícilmente comprensible. En su modo de hablar se unen palabras de diversas procedencias, en una suerte de collage verbal que recuerda la confusión babélica (8). Remigio, el cillero, también es involucrado en la situación comprometedora. En la elaboración inquisitorial de la verdad los hechos deben adecuarse a lo que confirme lo conveniente: es decir, nuevamente, lo que se quiere escuchar. Y lo conveniente es el respeto, sin críticas, a la doctrina cristiana oficial, y el respeto a las altas jerarquías eclesiásticas como protectoras de la tradición.
La muchacha, Salvatore y Remigio, son entonces las víctimas de la «demostración», obtenida por la tortura física; por la verdad construida también desde la tortura conceptual, esa tortura que exige que se confiese el concepto correcto.
El temor al dolor del castigo físico obliga a Salvatore y Remigio a decir la verdad que debe ser dicha. La muchacha actúa como la tentación y lujuria de la mujer que instiga la caída de Adán. Y los monjes torturados «asumen» la responsabilidad de los crímenes que no cometieron. La última chispa de la «verdad» inquisitorial es quemar a quienes se declara aliados del mal.
Y la Inquisición es la lucha contra la brujería y la herejía.
La herejía misma es una necesidad de los inquisidores, porque éstos precisan del «peligro de los herejes» para justificar su acción normalizadora y represora. Adso lo suscribe: «…lo que vi más tarde en la Abadía me ha llevado a pensar a menudo que son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también porque reprimen con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el demonio» (9).
La bruja perseguida por los inquisidores concentra especialmente lo odiado
(y temido) por la verdad cristiana. Para la mirada del sacerdote, la mujer (en su fase negativa) encarna principalmente la figura demoníaca de la bruja por su propia tendencia hacia la lujuria, y la fascinación por los poderes de la noche, la oscuridad y lo irracional. Ubertino ya había advertido sobre la mujer tentadora, sobre lo femenino enemigo del alma masculina. Y las mujeres que fraguan venenos, e invocan al demonio en aquelarres, son continuación y exacerbación de la mujer corruptora.
En realidad, la mujer es proximidad al misterio de la creación de la vida, que ellas mismas paren, un proceso que no necesita ni de la iglesia ni de la teología. El libre flujo de lo femenino creador de vida es fuerza independiente del dogma religioso. La quema de brujas es así paralelamente la destrucción de una realidad no dominable por el dogma cristiano. El fuego que quema a la bruja devuelve el curso de la vida a lo exigido por la masculinidad jerárquica.
La verdad inquisitorial es lo conservador que niega el cambio y lo nuevo. La defensa de la tradición, en definitiva. En una alocución ante los monjes, Jorge de Burgos defiende lo tradicional como la verdad revelada por la Biblia. Luego, el ciego anciano justificará sus asesinatos porque algunos clérigos «estaban poseídos por la avidez de novedades». La pretensión de lo nuevo es arrogancia. La humilde criatura sólo puede interpretar el texto bíblico para recuperar sentidos ya presentes en la verdad revelada. Lo nuevo es lo falso que niega el saber canonizado. Y ante la duda en la interpretación de la verdad ya manifestada, basta con apelar al principio de autoridad, a lo ya dicho por los primeros grandes teólogos. Su auctoritas los convierte en los justos intérpretes del texto bíblico, y en guardianes de la fe que alimenta la salud del alma.
Antes recordamos que a la bruja torturada dice lo que debe ser confesado. Las actas de los interrogatorios inquisitoriales contienen millares de confirmaciones de las acusaciones de brujería. La moderna historiografía nos advierte sobre la posible diferencia entre las prácticas reales de la brujería medieval y la construcción del aquelarre demoníaco por los inquisidores. El centro de la brujería no habría sido la alianza con el diablo, sino prácticas secretas enderezadas a una fertilización mágica de la tierra. Un resto de raíces pre-cristianas y paganas (10).
En el relato novelesco de Eco, la muchacha que encarna el arquetipo de bruja será rescatada por una sublevación popular. Por el contrario, en un momento icónico de la historia del cine, la joven acusada de brujería en El séptimo sello de Bergman, no es salvada. Se hunde en el calor de las llamas que prometen (le dicen que le prometen) la redención. El caballero Antonius Block contempla la ejecución. La estupidez humana que quema. A su lado, su escudero, ve la realidad, no las invenciones de los sacerdotes. Las llamas matan no a un ser demoníaco, solo a una mujer inocente.
Los inquisidores nunca podrían descubrir a quién está detrás de los crímenes en la abadía. Porque no les interesa la justicia, solo eliminar a quienes no encajan en el dogma.
V. La biblioteca en el laberinto
En la abadía donde investiga Guillermo de Barskeville hay una gran biblioteca.
Y en la biblioteca viven miles de libros, millones de palabras, selvas ordenadas de letras, ideas, ilustraciones. La biblioteca es un laberinto. Sus galerías contienen los libros transcritos por los copistas en el scriptorium, e ilustrados por los monjes iluminadores. En un rincón de la biblioteca-laberinto yace el libro perdido de Aristóteles, en una región de estantes dedicados a libros africanos, in finis Africae.
El discurso aristotélico sobre la risa y la resolución del enigma de los crímenes en la abadía se revelarán dentro de la biblioteca-laberinto.
Jorge de Burgos, el aciano ciego, es el guardián de los libros. Su modelo obvio y reconocido es Jorge Luis Borges. El vínculo entre el monje medieval y la biblioteca-laberinto no pude disociarse de la previa relación de lo borgiano con las bibliotecas y los laberintos. Un relación que, en términos literarios, brilla en el relato «La biblioteca de Babel». En la ficción de Borges, el universo se compone por anaqueles en galerías hexagonales. Es una biblioteca infinita. Y la biblioteca-universo es un laberinto (11).
Lo laberíntico es pensado por Eco en tres niveles: el laberinto clásico, el manierista, y el deleuziano rizomático (12). El laberinto es símbolo universal, y de antigüedad prehistórica. Como toda simbólica arcaica es ambivalente. La luz y la sombra brotan de todo símbolo. La oscuro de lo laberíntico es el encierro, la sofocación carcelaria que condena al hombre a la confusión, a un espacio del que sabe cómo entrar pero no cómo salir. Es la desorientación del laberinto de Minos, o de las cárceles imaginarias de Piranesi. El laberinto-biblioteca en la abadía oculta un secreto muy preciado, que se debe mantener lejos de peligrosos acechadores.
Y desde su costado luminoso, en el centro de la arquitectura del laberinto se mostrará, al final, la verdad.
Dentro de lo laberíntico ocurrirá la discusión final entre Guillermo y Jorge, donde todo será dicho y develado.
En
los pisos de la catedral de Amiens (también en la de Chartres), un laberinto circular es simulacro del recorrido del peregrino hacia Tierra Santa, que palpita en su centro. Los mándalas-laberintos tibetanos contienen círculos dentro de círculos; su centro es también sitio de concentración de lo verdadero. Aquí, la construcción laberíntica es refugio de la verdad, a la que sólo se accede tras difíciles pruebas. Y para ingresar en lo profundo de la biblioteca-laberinto, Guillermo y Adso deben superar una prueba, deben resolver el enigma de un espejo. Al superar la prueba adquieren el saber de la entrada y salida del laberinto. Dentro de la biblioteca podrán encontrar finalmente la verdad que siempre estuvo allí, oculta y protegida…
VI. La verdad y la risa
Adelmo, el ilustrador. Adelmo, la primera víctima que inicia la serie de crímenes y la intriga policial. Adelmo gustaba iluminar los textos copiados con imágenes lúdicas, insólitas, inopinadas, inversiones desestabilizadoras, como, por ejemplo, las «figuras de un mundo invertido, donde las cosas están apoyadas en las puntas de las agujas y la tierra aparece por encima del cielo» (13). Estas inversiones provocan risas en Guillermo y los otros monjes reunidos en el scriptorium, cuando el monje franciscano inspecciona el lugar de trabajo del fallecido ilustrador.
Entonces, bruscamente, Jorge de Burgos interrumpe las risas.
Jorge asegura que esas imágenes ocurrentes e «invertidas» de Anselmo solo son buenas «para que la obra maestra de la creación, puestas patas arriba, se convierta en objeto de risa». San Bernardo, creador de la orden benedictina a la que pertenece la abadía, batalló en su tiempo contra la ostentación y fasto de las abadías cluniacenses, como la de Cluny. Jorge entonces recuerda toda esa caterva grotesca de «tigres de piel jaspeada, esos guerreros luchando, esos cazadores que soplan el cuerno, y esos cuerpos multiplicados en una sola cabeza y esas muchas cabezas en un solo cuerpo» (14). Otros ejemplos de lo «invertido «.
Para Jorge la risa es aliada del Anticristo. Acelera el final de los tiempos. Desperdicia los últimos sietes días antes de la destrucción final. Pero las refutaciones del monje ciego contra la risa concentra sus mejores argumentos en el clímax de la narración, en el momento de la revelación final de los enigmas de los asesinatos y su vínculo con el libro segundo de la Poética de Aristóteles.
El viejo ciego finalmente alude al libro aristotélico consagrado a la comedia y a la risa. Para el anciano, Aristóteles ensucia la verdad. Su filosofar dialéctico reduce el verbo divino a silogismos y categorías. La palabra revelada es alimento para disquisiciones racionales antes que un sentido destinado al sentimiento de la fe. El conocimiento aristotélico pretende ascender desde lo particular hacia la causa eficiente de todo. Y esta posición gnoseológica y su defensa de la risa es veneno. Porque la risa «es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne. Es la distracción del campesino, la licencia del borracho. Incluso la Iglesia, en su sabiduría, ha permitido el momento de la fiesta, del Carnaval, de las ferias, esa polución diurna que permite descargar humores y evita que se ceda a otros deseos y otras ambiciones» (15).
Los doctos también caen en la trampa, porque convierten a la risa en objeto de alta filosofía. La risa, asimismo, promete liberación o purificación por las pasiones. Algo que el hombre padece es el miedo a la muerte. Pero la santificación de las carcajadas tiene como efecto la liberación del miedo a la muerte. O del miedo al diablo. Porque el Príncipe maligno es ridiculizado en las fiestas populares. Entonces, ya no es temido. Y la risa también suspende el miedo a las herejías.
El libro perdido de Aristóteles, y su defensa de la risa, es el mal, es lo que libera del temor, del miedo a Dios. Entonces, quienes divulgan esa «liberación» tiene que perecer. Por eso, Jorge mató. Y no duda en presentarse como la mano de dios.
Sin nunca abandonar las fronteras de la perspectiva medieval, Guillermo es la antípoda de la solemnidad sin alegría. Barskeville no sólo descubre la maquinación criminal de Jorge. Es también quien refuta el círculo de sus argumentaciones. Para el franciscano, el anciano benedictino es el verdadero aliado del Anticristo y del diablo. Porque el diablo no es la seducción de la materia, sino «la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda». Jorge es el Anticristo que nace del «excesivo amor a la verdad»; es el falso profeta que estaría dispuesto a morir por la verdad, pero también a matar por ella. Las diatribas de Jorge contra la alegría nos convierte en fantasmas, en sombras sin vida. Y quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que «éstos se rían de la verdad, en lograr que la verdad ría porque la única verdad consiste en aprender a librarnos de la insana pasión de la verdad» (16).
Hay lugar para las verdades necesarias para lo práctico cotidiano, para la vida diaria, o para el conocimientos del pasado o del mundo físico, o para los oficios, la ingeniería o las artes. O hay lugar para la verdad sobre la realidad de una fuerza espiritual creadora de todo. Pero la verdad total no puede ser resistida ni conocida por el humano limitado. En un sentido estricto, la verdad es incognoscible. Pretender conocerla es un ridículo filosófico y teológico. Esto solo merece una risa.
Por el reír se sabe lo que nunca puede ser conocido.
VII.Y allí, donde sólo queda el nombre…
Guillermo convoca a la risa como medicina contra la ilusión (ridícula) de la verdad absoluta, contra la verdad en tanto discurso que pretende, por su propio imperio de enunciados, apresar el corazón de la vida.

La risa se ríe de la verdad presuntuosa. Pero también puede hacerlo el fuego…
La biblioteca-laberinto oculta en la abadía es la casa de los libros de los teólogos, defensores de la iglesia. Pero esa casa no puede resistir las mordeduras de las llamas…
Un gran fuego estalla salvaje en la biblioteca.
La pretensión de la verdad escrita (única, absoluta) se quema, se reduce a fárragos de cenizas. De la ilusión de la verdad teológica sólo quedarán rescoldos humeantes y dispersos. La destrucción de un supuesto saber por el fuego, semejante a lo que Hume imagina en el siglo XVIII desde las escalinatas de su filosofía empirista (17).
Y Adso, el discípulo de Guillermo de Barskeville, ya anciano, ve las serpientes que se enrollan en sus brazos y en sus dedos. Esos dedos que escriben con lentitud. Sus memorias se aproximan a su fin. En sus últimas líneas escribe el recuerdo de su visita a la abadía muchos años después del incendio. Lo que encontró fue un paraje de fragmentos, de huellas y cenizas desparramadas, la descomposición de la gran biblioteca receptáculo de la Verdad Revelada. Como su maestro le enseñó, vio las señales físicas, los «indicios terrestres». Y así descubrió «una biblioteca hecha de fragmentos, citas, periodos incompletos, muñones de libros» (18).
Y antes de morir, el monje siente que «lo que queda es callar». Y narra entonces los pasos de la muerte que viene a buscarlo. Las imágenes, tan detestadas por Jorge, son la metáfora para representar una realidad rebelde a las palabras. Y Adso de Melk narra, entonces, una visión anticipada de su salto hacia el misterio del otro lado. Primero llegará a un estado de beatitud. Y después se hundiría en la «tiniebla divina», en un «silencio mudo», en «la unión inefable». Se hundirá en el abismo donde no hay opuestos en conflicto: «caeré en la divinidad silenciosa y deshabitada donde no hay cosa ni imagen» (19).
Y el texto ya no sabe qué dice, acaso porque pronto se perderá en lo que está fuera del lenguaje.
Y entonces el monje escribe sus últimas letras:
Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos…
(De la rosa, lo único que queda es su nombre…).
En su Apostillas a El nombre de la rosa, Eco se resiste a enunciar el sentido definitivo de la sentencia latina de Bernardo Morliacense, benedictino del siglo XII (20). Sólo esboza sugerencias. En el contexto medieval donde la frase nace, su sentido es aparente continuación del tópico latino ubi sunt (¿dónde están?), que se refiere a:
¿Dónde están las glorias pasadas de los héroes, las bellas princesas, el resplandor de los reyes? ¿Dónde están sus luces, aparentemente inmortales en su tiempo, ahora que sólo queda su nombre, y un nombre que a veces termina incluso por desvanecerse en una historia de niebla y olvido? La conciencia de la fugacidad (tempus fugit) atiza en la edad media las representaciones de la danza de la muerte; la mortandad acaba con los deseos de gloria eterna, con la vanidad inherente al hombre (vanitas vanitatum). Jorge Manrique, en el preámbulo del Siglo de Oro del Renacimiento español, expresa también el imperio de lo fugaz en sus Coplas a la muerte de su padre.
Eco sólo despliega sugerencias para el enigma de la enunciación latina final: los pétalos de la rosa, con sus numerosas curvas, se asemejan al laberinto-biblioteca de la abadía benedictina. Luego del incendio de la rosa-biblioteca, y de toda pretensión de saber, sólo queda el nombre…
Y la rosa es polisémica: es lo femenino, la pureza; o la Rosa mística emparentada con la Virgen María.
Que de la rosa solo quede su nombre como resto, como residuo, es quizá también equivalente a que de la verdad enfática, todopoderosa, solo queda ceniza, luego que se comprende, finalmente, la imposibilidad de alcanzarla. Por eso, cerca de su muerte, Adso sabe que ya está más allá de la rosa y su nombre. Está ya muy cerca del salto final. El salto hacia una verdad sin conceptos ni palabras, hacia la noche oscura, lo abismal sin fondo, que se mostrará después de la muerte.
En el final de El nombre de la rosa se toma partido por el triunfo de la verdad de la mística, de la teología negativa (21), la verdad que queda sólo es una experiencia sin palabras que roza el fondo secreto de la vida. Pero si se supone que la gran verdad se mostrará al final, esta creencia solo merece una cosa: una gran carcajada.

Segundo movimiento
Mientras, delante, los caballos siguen galopando…
Por evitar la influencia de la risa Jorge de Burgos mató. El monje medieval, enemigo de la risa, de las carcajadas, asesinó, siempre en nombre de Dios…
La risa negada por Jorge de Burgos nos lleva finalmente al esbozo de los modos de la risa. La risa se expresa de muchas maneras.
El rostro humano es lo más versátil del cuerpo; es el país de los innumerables gestos, de las distintas expresiones a través de las mejillas, los ojos, los labios que a veces se abren para liberar la risa, o que se cierran por la tristeza.
La risa, y la carcajada (su exaltación), es el momento en que el rostro rompe su inexpresividad para expresar las muchas maneras del reír.
Dentro de su variedad, la risa es muchas veces burla. Provocación. Subestimación de la acción u opinión ajenas, falso sentido de superioridad. O gusto por la frivolidad. O es el goce perverso por el sufrimiento del otro. Lo opuesto a la sonrisa que insinúa afecto, o la simpatía que sonríe ante acciones nobles. Y, de forma directa, la risa es alegría real y espontánea ante una situación; o es lo que se provoca, adrede, para aliviar y curar el alma como lo propone Hunter «Patch» Adams (22); o la risa nace como medicina que olvida lo trágico. En este caso, es también la risa en el circo, el teatro, el cine.
Y la rigidez es castigada por la risa. El liberarse de lo rígido como causa del reír es centro del pensar de Bergson en La risa (23). Aquí, el filósofo francés dice que las leyes naturales imponen un ser siempre de una misma forma. Una cama, por caso, siempre está apoyada en el suelo, no sobre la rama de un árbol. Si un dibujo muestra lo contrario, una cama efectivamente colocada sobre las ramas de un árbol, esto sorprende, asombra. Alegra. Es una nueva fuente para las sonrisas. Como pasa con los grabados de Los disparates, de Goya.
Y la risa domina en la fiesta, en los carnavales, en las fiestas populares. Todo lo denunciado por Jorge de Burgos. En estos casos, la risa es el estallido de la vida reprimida; forma parte de un regreso simbólico (como en las fiestas del Año Nuevo de las culturas antiguas ) a un caos que es fuente regeneradora, un calor restaurador de la salud del cuerpo y la mente. La risa que libera de la represión en lo festivo. Vida des-reprimida. Y la risa es la gran alegría que arde en las páginas de Rabelais, de Gargantúa y Pantagruel. En la obra del escritor francés (y en la cultura rural en la que se inspira), lo festivo y la risa viven, sin culpa, al cuerpo y sus placeres. La risa hace del cuerpo un territorio inocente.
Y como lo sugería el propio Guillermo de Barskeville, la risa también nace de la pretensión ridícula de una verdad definitiva.
Toda verdad absoluta tendría que llamar a la risa; o a ser resistida… El saber que no asume sus límites es autoengaño. La confianza en tener una «verdad total», que no se tiene, también crea los dogmas. Toda certeza de estar en la «gran verdad», que no merece ni crítica ni duda, es una locura, como decía Erasmo de Rotterdam, que solo merece una risa (24). La mentira política, la demagogia desgastada, provoca también una risa, como reacción lúcida.
La risa entonces es expresión polifónica, expresa de muchas maneras: la risa puede ser burla, manifestación de superioridad ante el que se pretende inferior; gusto por lo frívolo: goce por el sufrimiento de un otro; afecto; simpatía, alivio del dolor; olvido de lo trágico; liberación de lo rígido; la vida que desborda su represión; el cuerpo que experimenta sus placeres con risa y sin culpa. O la risa es la reacción sabia ante el rayo de las supuestas verdades absolutas y fulminantes.
Pero, tal vez, en su punto más alto, la risa es un supremo acto creador. Jorge de Burgos ocultó el temido libro de Aristóteles sobre la comedia junto a la obra de un alquimista africano que alentaba la creencia de que Dios creó el mundo a través de la risa. Es decir, la risa como sonido, como vibración placentera que crea la vida, el mundo de las cosas y seres, de los planetas y las estrellas. Todo esto no es muy distinto a la creencia cristiana en un Dios que, al pronunciar una palabra, que también es sonido y vibración, crea el todo (25).
El universo creado por una palabra dicha al comienzo. O por un sonido. O por la risa…como sostenía un alquimista africano imaginado por Eco.
En un punto ya de máxima profundidad, la risa como el primer sonido, la primera fuerza creadora. O la risa como sentimiento de una vida expansiva. El Zaratustra de Nietzsche sólo concede valor al pensador que baile y ría. Danzar y reír es propio de quien quiere expandir su vida, el deseo de quien quiere ir más allá de las costas estrechas, ya transitadas y desgastadas, hacia una amplitud nunca agotable (simbólicamente asociada con la infinitud del cielo). El pensar que baila y ríe disuelve las fronteras de la piel, roza lo amplio; acompaña el propio ritmo del tiempo que fluye sin detención, y de la vida ebria que se expande, se expande, siempre, un poco más allá.
Esa sensación de expansión es también la del acto creador. Después de sus brillantes improvisaciones en piano, Beethoven estallaba en carcajadas. Reír luego de crear.
En El Lobo estepario, el clásico de Hermann Hesse, Harry Haller siente el hastío y la mediocridad del mundo. La frialdad fúnebre de un rostro sin alegría supone, al principio, la única actitud digna ante un tiempo sin sueños de poesía. Pero, al final, aprenderá de los inmortales, encabezados por Mozart, que la risa es la única respuesta. No un acto de burla ni desprecio, sino de adhesión a la fuerza creadora y a la sed de amplitud aun dentro de este mundo mediocre, enfermo de egocentrismo y materialismo.
La risa así está al pie de una escala, como lo piensa Henry Miller, en el comienzo de un salto hacia el descubrimiento de lo que no cesa, aun en la muerte: la vida que crece, se expande y derrama (26). La vida ya no experimentada como conflicto agobiante, sino como creación que no termina, nunca. En esta experiencia, la risa, como lo pedía Guillermo de Baskerville, se aleja de toda verdad que cierra sus ventanas hacia lo que no podemos conocer ni entender, y hacia la profundidad siempre abierta a una luz exploradora.
La risa es la vida que no se congela en lo permanente del dogma ni del dolor. La risa desafía a la desesperación sin salida, derrite el hielo, traspasa los muros. La risa, la auténtica, la mejor, no es la de la burla o el gusto por lo frívolo, o un falso sentido de superioridad, sino la risa que expande la vida que busca ser más vida.
Esa risa revive el rostro, y lo hace más sensible, entre la lluvia y la madera.
Mientras, delante, los caballos siguen galopando…

Citas:
(1) Entre las principales obras de Jean Jacques Annaud se encuentran La Guerre du feu (1981); la comentada aquí El nombre de la rosa (1986) (con un magnífico Sean Connery como Guillermo de Baskerville); El oso (1988); El amante (1991); Siete años en el Tibet (Seven years in Tibet, 1997); o Enemigo a las puertas (Enemy at the gates, 2000).
(2) Occam perteneció a la orden franciscana. Se educó en Londres primero y después en Oxford. Sus ideas le provocaron problemas con la iglesia y disputas con los seguidores de Tomás de Aquino. Como sus otros hermanos de orden, defendió la pobreza apostólica. Murió en 1347 de peste negra. Junto con Duns Scoto es una de las mentes filosóficas más importantes de la edad media. Como consecuencia de su pensamiento se acuñó la célebre fórmula de la «Navaja de Occam», para aludir a los méritos de la simplicidad en la explicación discursiva y la necesidad de evitar principios de complejidad innecesarios en la argumentación. Si bien es un exponente tradicional de la postura nominalista, de forma más precisa deber ser entendido como representante del conceptualismo, dado que mientras que para el nominalismo, sensu strictu, los universales o conceptos generales son nomina, nombres, palabras y no entidades plenamente existentes o subsistentes, el conceptualismo da realidad a los conceptos, pero sólo como realidades en la mente.
(3) Umberto Eco, El nombre de la rosa, Barcelona, ed. Lumen 1993, p. 157.
(4) Ibid., p. 51.
(5) Sobre el milenarismo joaquinista y otras herejías medievales puede consultarse el excelente estudio de Norman Cohn, En pos del milenio, Madrid, Alianza.
( 6) Sobre la disputa entre los franciscanos y los representantes del Papa sobre la pobreza de Cristo y los apóstoles ver: U. Eco, «Quinto día, Prima, Donde se produce una fraterna discusión sobre la pobreza de Jesús», en U. Eco, El nombre de la rosa, op. cit., pp. 317-329.
(7) Adso escribe: «Comprendí el fuego místico que lo había abrasado desde la juventud, cuando, siendo aún estudiante en París, se había retirado de las especulaciones teológicas y había imaginado que se transforma en la Magdalena penitente», en U. Eco, El nombre de la rosa, op. cit. p.51.
(8) Salvatore sería quien de forma más directa expresa la auténtica situación del hombre desde la perspectiva de la historia sagrada cristiana: el decir del hombre caído y confundido en su pérdida de la patria adánica. Su dificultad para comunicarse y abrazar un lenguaje único repite la situación inicial posterior a la expulsión del Edén y la pérdida de la única lengua genuina, única y universal: la lengua adánica del comienzo. Su combinación de palabras de diversos idiomas es continua actualización de la escena mítica de ese perderse el lenguaje único. La escena donde el hombre pretendió desafiar a Dios al ascender al cielo a través de la torre de Babel. Como castigo perdido la legua única y cayo prisionero de los muchos lenguajes que no se comunican entre sí.
(9) Ibid., p. 49.
(10) Ver Carlo Ginzburg, Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre, ed. Muchnik.
(11) Ver J. L. Borges, «La biblioteca de Babel», en Ficciones, en Obras completas, Buenos Aires, ed. Emecé.
(12) «…hay tres tipos de laberintos. Uno es el griego, el de Teseo. Ese laberinto no permite que nadie se pierda; entras y llegas al centro, y luego vuelves desde el centro a la salida. Por eso en el centro está el minotauro; si no, la historia no tendría sal, sería un mero paseo. El terror, en todo caso, surge porque no se sabe dónde llegaremos ni que hará el minotauro. Pero si desenrollamos el laberinto clásico, acabamos encontrando un hilo: el hilo de Ariadna. El laberinto clásico es el hilo de Ariadna de sí mismo. Luego está el laberinto manierista: si lo desenrollamos, acabamos encontrando una especie de árbol, una estructura con raíces y muchos callejones sin salida. Hay una sola salida, pero podemos equivocarnos. Para no perdernos, necesitamos un hilo de Ariadna. Este laberinto es un modelo de trial-and-error process. Por último, está la red, o sea lo que Deleuze-Guattari llaman rizoma. En el rizoma, cada calle puede conectarse con cualquier otra. No tiene centro, ni periferia, ni salida. Porque es potencialmente infinito. El espacio de la conjetura es un espacio rizomático. El laberinto de mi biblioteca sigue siendo un laberinto manierista, pero el mundo en que Guillermo se da cuenta de que vive ya tiene una estructura rizomática: o sea que es estructurable pero nunca está definitivamente estructurado», en Umberto Eco, Apostillas a El nombre de la rosa, Buenos Aires, ed. Lumen y ediciones de la Flor, pp.60-61.
(13) Umberto Eco, El nombre de la rosa, op. cit., p.77.
(14) Ibid., p.79.
(15) Ibid., p.47. Para un estudio sobre las fiestas populares medievales en relación con un «cuerpo grotesco», abierto a la sensualidad y la alegría vital es posible consultar: David Le Breton, Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Editorial Nueva Visión, 1990, pp.29-34. El estudio de Le Breton es deudor a su vez de la previa y célebre investigación sobre el cuerpo grotesco presente en el Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, de Bajtin. Ver Mijail Bajtin, La cultura en la Edad Media y el Renacimiento, Madrid, Alianza.
(16) Ibid., p. 463.
(17) El gran filósofo empirista escocés David Hume refuta los principios metafísicos tradicionales de la causalidad, la sustancia y la continuidad del yo. En su obra fundamental afirma: «Cuando recorremos las bibliotecas…si tomamos en nuestra mano un volumen, de teología y metafísica escolástica…arrojémoslo a la hoguera, porque no puede contener otra cosa que sofística e ilusión», en David Hume, Investigaciones sobre el entendimiento humano, Sec. XII, parte III.
(18) Umberto Eco, El nombre de la rosa, op. cit, p. 470.
(19) Ibid., p. 471.
(20) En su Apostillas.., Eco se resiste a enunciar el sentido definitivo de la sentencia latina. Ver Umberto Eco, «El título y el significado», en Apostillas a El nombre de la rosa, op. cit..
(21) En la teología negativa o apofántica el estado divino del ser escapa a toda palabra, a toda proposición analítica o descriptiva. Del ser incluso no puede decirse que sea, porque esto ya es reducir a un concepto finito humano al ser o fundamento ontológico de la totalidad que, por ser inefable, es irrepresentable para lenguaje. Las imágenes o estados que invoca el octogenario Adso, en el preámbulo de su muerte, como la «tiniebla divina», el «silencio mudo», a la «unión inefable», proceden del gran iniciador de la teología negativa o mística, el Pseudo Dionisio. Ver Pseudo Dionisio Areopagita, Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita, Madrid, B.A.C.
(22) Hunter «Patch» Adams es el médico creador de la risoterapia. Todos los años organiza un grupo de voluntarios de distintas partes del mundo para viajar a distintos países, vestidos de payasos, para llevarles humor a los huérfanos, pacientes y otras personas. Hay una famosa película sobre su obra con Robin Williams.
(23) Ver Henri Bergson, La risa. Ensayo sobre la significación de lo cómico, Buenos Aires, ed. Losada, 2002 (trad. Amalia Haydeé Raggio).
(24) Ver Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura.
(25) La creación del mundo por la Palabra, asimilada a la acción-vibración y, de forma indirecta, al nexo risa-sonido, se encuentra, como es bien sabido, en el tradición cristiana de la creación a partir del verbo divino. Pero también en otras mitologías: el dios polinesio Io crea el universo a través de su Palabra; el dios egipcio Ptah, centro de la teología menfita en el Antiguo Egipto, primero piensa en su corazón los dioses y las formas y luego al pronunciar sus palabra, lo antes pensado cobra, así, existencia. Y en Mina de piedras preciosas de la música, texto hindú del siglo XIII en el Sangita-ratnakara, se dice: «Alabamos ese Sonido Divino, la vida de la conciencia en todos los seres y la bendición suprema, manifiesta en la forma del universo. Por la adoración del sonido, los dioses Brahma, Vishnú y Shiva son verdaderamente alabados, porque son la corporización del sonido». Y el sonido-vibración, por tanto, es fuerza creadora de lo existente.
(26) Henry Miller, «La sonrisa al pie de la escala», en La sabiduría del corazón, Buenos Aires, Sur, 1966.
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Gracias!!!! No sólo voy a releer a Eco, sino que ya estoy leyendo «Magallanes» de Szweig.
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Me alegra mucho Aida, que sigan las inquietudes culturales, saludos!
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Buen texto Esteban! Sólido, profundo y con visión saludos j re crivello
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