Por Esteban Ierardo

Los discursos sobre la naturaleza del lenguaje de Borges y Wittgenstein pueden ser leídos, en algunos aspectos, como una intuición coincidente del enigmático lazo entre el lenguaje y lo real; y como un ejercicio de correspondencia entre el discurso filosófico (wittgensteniano) y la discursividad literaria (borgeana).
Así, primero, nos acercaremos a un primer eje de la relación, a Wittgenstein, para, luego, abrir las ánforas del agua compartida con el escritor de «El Aleph».
Para muchos, Wittgenstein, el filósofo vienés, con la redacción de las setentas y cinco crípticas páginas del Tractatus (1), pretendió legitimar el uso de las proposiciones del lenguaje descriptivo de las ciencias de la naturaleza como el único válido para decir el orden objetivo de las cosas. Estas proposiciones podrían ser traducidas en una segura red de términos lógicos y simbólicos. Estas proposiciones formales aseguran la consistencia racional de una teoría, su liberación de cualquier contradicción. Luego de esta «salud lógica», los postulados de la teoría científica deben ser lanzados a la experiencia para su comprobación. Desde esta perspectiva, Wittgenstein, como miembro conspicuo de la corriente del neopositivismo lógico auspiciada por Bertrand Russell, Gottlob Frege o Rudolf Carnap, habría hecho uso del instrumento de la lógica simbólica para determinar el uso correcto del lenguaje científico en su intento de expresar los hechos empíricos, verificables.
Sin embargo, el primero en desmentir la perspectiva de un Wittgenstein puramente logicista fue el propio Wittgenstein cuando, en la búsqueda de publicar el Tractatus, en una carta al editor austríaco Ludwig Ficker del periódico Der Brenner (el único respetado por el gran polemista vienés de la época, Karl Kraus), le aseguraba que esta obra » es al mismo tiempo estrictamente filosófica y literaria» y que el «punto central del libro es esencialmente ético» (2).
¿Pero cuál era ese talante esencialmente eticista de esa obra aparentemente sólo filosófico-logicista como el Tractatus y qué vinculación se desprende de esto con la postura borgeana respecto al lenguaje y lo real? Tal como lo expresa Wittgenstein en su último famoso aforismo de la obra antes mencionada, «de aquello de lo que no se puede hablar es mejor callar». ¿Y qué es aquello que no puede ser dicho en tanto insuficiencia de la palabra humana? El hombre no puede aprehender lingüísticamente, por ejemplo, las esferas de los valores, lo bueno o lo malo, dado que la naturaleza de lo valioso escapa a lo decible. Esta región de realidad es esencialmente inefable; lo cual no significa que sea inexistente o ilusoria, sino sólo que no es expresable por afirmaciones descriptivas o proposiciones normativas. Lo ético indecible sólo se manifiesta por la acción.
La ética entonces, para Wittgenstein, tal como lo manifiesta en sus Conferencias sobre etica, publicadas póstumamente, es el impulso por forzar los confines de lo lingüístico, por trascender las palabras y despeñarse sobre los farallones de una realidad que sólo puede experimentarse mediante el actuar, el obrar. De ahí que, para Wittgenstein, lo más importante de la vida humana es aquello que no puede ser dicho sino a lo sumo mostrado a través de acciones, no de conceptos.
La posición wittgensteniana de fijarle límites al lenguaje se asemeja a la posición del creador de Ficciones, quien había recibido, en este sentido, el influjo de Fritz Mauthner, contemporáneo y compatriota de Wittgenstein y uno de los fundadores de la «crítica del lenguaje».
Para Borges, todo lenguaje es un sistema arbitrario de signos incapaces de aprehender la sustancia propia de lo real. En «El idioma analítico de John Wilkins» (en Otras inquisiciones), o en su pequeña prosa «La rosa amarilla»( en El hacedor), o en «Funes el memorioso»(en Ficciones), entre otros lugares, queda patentizada con claridad la conciencia borgeana de la no adecuación entre las palabras y las cosas. En el ensayo dedicado al curioso idioma de John Wilkins se menciona una enciclopedia china con una singular clasificación rayana en lo disparatado y grotesco, cuya intención es dar cuenta de la visible arbitrariedad de toda definición. En la breve prosa en la que Borges sitúa como protagonista al poeta preciosista del siglo XVll, Giambattista Marino, se señala como última revelación crucial de la vida del poeta la convicción de que sus obras poéticas, con sus esmeradas composiciones líricas, no son un espejo de la realidad sino una cosa más agregada al mundo.
Con estos dos ejemplos, Borges caracteriza lo lingüístico como un universo de signos encerrados en sí mismos, autorreferentes, incapaces de decir o expresar una realidad distinta a las propias palabras. Con «Funes el memorioso» esta posición se amplia a través de la indicación de la ruptura entre los conceptos abstractos del lenguaje y lo particular y concreto de cada instante de la experiencia. Funes es un joven entrerriano que tras un accidente queda tullido; vive inmóvil en una humilde casa rural. Desde allí, intenta la utopía de la total fidelidad al devenir de la realidad sensible. En cada instante, el mundo físico cambia, muere para lo anterior, renace para lo nuevo. Entre un segundo y otro, un árbol cambia, renace, es otro porque la luz baña de una nueva manera su tronco, porque el viento acicala con una nueva dirección sus ramas. En cada segundo cada particularidad del mundo se transforma; trepida como algo diferente. Funes quiere recordar el reflejo irrepetible emanado por cada cosa en cada instante. Pero este anhelo de una memoria total de la nueva y cambiante riqueza particular necesitaría de palabras que sólo valgan para ese instante. Aquí se revela la trágica imposibilidad de la ambición memorista, del exhaustivo realismo nemotécnico de Funes. No es posible retener con imágenes y palabras el suspiro especial de cada instante porque el lenguaje vive mediante la combinación de conceptos generales. El lenguaje dice y recuerda el cielo como categoría estable y general, no como la bóveda donde se traza el paso único y singular de nubes inacabables o donde brilla la tonalidad única y anaranjada de los arreboles de un ocaso.
El fracaso de Funes, su prematura muerte, testimonia que lo real es lo físico que martillea irrepetibles sonidos en cada instante que pasa. Y la realidad no puede ser re-dicha o conservada en los genéricos labios de un lenguaje cuyos conceptos describen lo general y no cambian como lo hace el mundo material a cada instante.
Si el propio lenguaje como tal es incapaz de acceder a la riqueza del mundo físico que cambia a cada segundo, es comprensible la reducción borgeana del lenguaje al terreno de la metáfora. Lo real sólo es rozado de manera lateral por la proa de algunas metáforas. Toda la historia se gesta como la entonación diversa de unas cuantas metáforas (en «La esfera de Pascal», en Otras inquisiciones). Las teorías científicas, los estudios históricos, las críticas literarias o la metafísica, como célebremente sentencia en «Tlon, Uqbar, Orbis Tertius» (en Ficciones), terminan siendo un ficcional entramado metafórico, ramas de la literatura fantástica.
¿Pero la determinación de los límites de las palabras significaría que para Borges la experiencia humana se halla indefectiblemente acorralada por los barrotes del lenguaje o lo humano puede comunicarse de alguna manera con las hipotéticas nieblas que se dilatan más allá de la palabra? Si decimos que lo lingüístico no puede expresar lo real se debe disponer de algún tipo de experiencia a priori de aquello que está más allá de lo que las palabras pueden transmitir para, desde allí, percibir la diferencia entre lo decible y lo indecible. No se puede hablar de la limitación de lo lingüístico si no se lo hace desde ese a priori de la percepción de lo real que trasciende ya siempre al lenguaje.
En el caso de Wittgenstein el tema es claro: el hombre efectivamente accede a la experiencia de lo inefable, a un nivel de realidad que existe más allá de los conceptos, mediante el obrar ético. ¿Y en el caso de Borges? Tal vez el núcleo de la experiencia borgeana de lo que existiría antes o allende las palabras se sostiene en tres momentos. En la experiencia del asombro, el sentido del misterio y el caos.
Tlon es un peculiar planeta imaginado por Borges. Allí, el idealismo filosófico parpadea con naturalidad en la vida cotidiana. El idealismo en filosofía piensa que todo es en tanto que es pensado. El cielo o la piedra vibran en el tiempo y el espacio sólo sin son previamente pensados, creados, por una mente universal. Esta mente crea lo que un sujeto puede ver, pero no se desliza con pies seguros por la verdad o la realidad en sí mismas. Entonces, los metafísicos de Tlon no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud, sino sólo el asombro. Concientes de que todo sistema y, por tanto, toda arquitectura de conceptos «no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del universo a uno cualquiera de ellos», los filósofos de Tlon saben que el lenguaje no puede decir la realidad en sí misma incognoscible.
Por otra parte, Borges ensalza las kenningar, las prolíficas metáforas de los escaldos de la poesía medieval islandesa. Las ocurrentes variaciones metafóricas nórdicas para dar cuenta de una batalla, o de las espadas o la sangre, nacían, en último término, del asombro ante la rareza fundamental y la complejidad y la riqueza del mundo que huyen siempre de los brazos de las palabras (en «Las kenningar», Historia de la eternidad).
Pero la percepción de lo otro inasequible por el concepto es también, en Borges, el sentimiento de lo enigmático del ser. Lo que es misterio no puede ser transmutado en conocimiento expresable. Tal vez esto estimuló el interés borgiano por la experiencia mística y religiosa porque precisamente éstas iluminan una realidad que sólo puede ser objeto de una silenciosa vivencia directa y no de expresión lingüística.
El caos también aviva en Borges la intuición de una realidad preverbal. Tal como lo expresara al final de una conferencia sobre este género (conferencia sobre el género policíal en Borges oral), la pulcra geometría racional de la novela policial fue la última tentativa desesperada por dominar el caos que oprime la médula del mundo. Pero como lo revela «La lotería de Babilonia» (en Ficciones), el caos rebulle en la nervadura más abisal de la existencia.
La realidad inefable nunca puede ser domesticada por el ansia humana de orden; de ahí que los laberintos borgeanos sean también un modo de expresar un mundo caótico refractario a la transparencia de las gramáticas.
Lo real, así, únicamente puede ser sugerido o evocado por metafóricos reflejos. De esta manera, la disolución de la personalidad, por ejemplo en «Los teólogos» y «El inmortal» (en El Aleph) o «La forma de la espada»(en Ficciones); o la visión del infinito condensado en un punto de lo espacial, como en el relato «El Aleph«; o la búsqueda de desentrañar la

escritura del nombre de la divinidad impronunciable para el individuo como en «La escritura del Dios» (en El Aleph), son distintos ejemplos de una única experiencia que intuye que la realidad profunda es inefable, enigmática. Y que sólo puede desnudar algunas de sus gemas mediante el susurro de unas pocas metáforas.

Así, a través de la urdimbre de sus relatos, ensayos y poemas, Borges apaña una percepción de lo real con coincidencias, en su espíritu último, con el genio del Tractatus. Para Wittgenstein, la realidad más profunda es silenciosa, y sólo puede ser parcialmente visitada por la acción ética. Y para el cosmopolita escritor argentino, el mundo real es vegetación frondosa impenetrable para el decir. Es bosque silencioso, no verbal, sólo entrevisto por la literatura o la poesía en un fugaz y esquelético suspiro que brota desde los pulmones de algunas dispersas metáforas. Y, también, la floresta callada de lo real se deja entrever, en un efímero relámpago, por la experiencia del asombro, del reconocimiento del caos y el enigma aterrador del mundo.
Así, desde parajes aparentemente distintos, Borges y Wittgenstein arriban a la costa de un mismo océano. Al mismo mar de las aguas silenciosas y esquivas.
Citas:
(1) Ludwig Wittgenstein, El tractatus logicus-philosophicus, Madrid, Alianza Editorial.
(2) Allan Janik y Sthepen Toulm, La viena de Wittgenstein, Madrid. 1987.
La reflección filosofica, surge de los textos literarios que, dan cuenta de una realidad, por lo general espantosa , como la dictadura, el hambre, de los seres exparsidos en las calles. Se mira, no se hace nada para salir de precariedades. Borges , con la metáfora , dibuja esa realidad. Los filósofos sistemstizan esto. Lo lamentable es lo poco que se puede hacer. Dejan testimonios. Se podria dar ejemplos. La realidad duele en el cuerpo, duele. No hsy metáfora. Hay reflexión incompleta, sabia. No alcanzs
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Muchas gracias Julia por tu comentario. Sí, la filosofía, como la condición humana, siempre repite límites aunque se hable de lo ilimitado. Es cierto, siempre es insuficiente, claro. Gracias por pensar con el texto, que siga la inquietud reflexiva y muchos saludos en el comienzo de nuevo año!
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